Punto de Partida: Juan Puchades y Guzmán

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«El cuelgue fue monumental y el inicio de mi peculiar querencia por los creadores musicales a la contra, los espíritus libres, los héroes de culto»

 

El editor de Efe Eme y director de Cuadernos Efe Eme, Juan Puchades, ha publicado recientemente, junto a Julio Valdeón, el libro Joaquín Sabina, inventario 75. Un volumen que el propio Sabina ha agradecido y avalado al considerar que es el más completo que se ha publicado sobre su obra. En esta ocasión, Puchades nos comenta el disco que le marcó para siempre.

 

Guzmán
El País de la luz
CBS, 1978

 

Texto: JUAN PUCHADES.

 

Por “Punto de partida”, sección que creamos en el viejo Efe Eme mensual, han desfilado, en algo más de más de dos décadas, tanto músicos como periodistas musicales para destacar el disco que les «cambió la vida», o casi. A lo largo del tiempo me he negado reiteradamente a comparecer en la sección de marras. Principalmente porque me cuesta mucho elegir un solo disco, que nunca he sido monoteísta. Finalmente, y por aquello de la confianza, he decidido hacer trampa: escojo uno, pero destaco, de extranjis, otro más.

Ambos son del mismo año, 1978. Y no es casual. Ese y los dos siguientes fueron decisivos en el rock español. Yo, por entonces, era un adolescente que ya se había hecho o se estaba haciendo con discos de Elvis, Beatles, Rolling Stones, Little Richard, Animals, Brincos, Sírex, Teen Tops, Miguel Ríos… Además de escuchar, vía familiar, mucho pop, mucha canción de autor española (Ibáñez, Serrat, Aute, Víctor Manuel…) y latinoamericana (Jara, Quilapayún, Pablo, Silvio…) y cosas tan dispares como Pink Floyd, Dylan o Lou Reed… y, desde luego, todo lo que sonaba en la radio. Permanece imborrable el recuerdo de, allá por el 77, quedar impactado al oír el “Hurricane”, de Dylan.

Escuchaba de todo, vaya, pero lo acontecido en España desde 1978 fue algo que, sin duda, tenía que conmocionar a cualquier jovenzuelo atento a la actualidad musical: los primeros álbumes de Tequila, Burning, Asfalto, Leño, Gato Pérez, Topo, Mermelada, Mediterráneo, Remigi Palmero, Ramoncín, Salvador (Domínguez), Orquesta Mondragón… Una jubilosa escena previa a la Nueva Ola (a la que, por supuesto, recibimos con el debido alborozo) y a los imprescindibles cantautores eléctricos (Joaquín Sabina, Javier Bergia, Javier Batanero, Julio Bustamante o los reinventados Noel Soto e Hilario Camacho…) que nos ayudó a comprender que en castellano (o en las otras lenguas del país) se podía crear excelente rock y pop de proximidad que hablara de nosotros, de nuestras vivencias, nuestras calles, nuestros paisajes, nuestra cultura.

De entre los muchos discos que atesoro como imprescindibles de aquel periodo —algunos recuperados con el amigo César Campoy en el libro Los 100 mejores discos del rock español de los 60 y 70 hay dos que fundieron los fusibles de mis permeables neuronas: Fiebre de vivir, de Moris, y El país de la luz, de Guzmán. Dos elepés bien diferentes pero coincidentes en su abrir puertas. El de Moris abrió la que conducía al portentoso y fértil vivero argentino, y al rock en estado puro, guitarrero, callejero, desinhibido y poético. Y el de Guzmán me introdujo en esa enormidad sonora que es la saga de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán. Ambos me los sé de memoria. Y si escojo este segundo es porque, creo, el cuelgue fue monumental y el inicio de mi peculiar querencia por los creadores musicales a la contra, los espíritus libres, los héroes de culto. Y, particularmente, por José María Guzmán (y sus compañeros, claro), cuya voz prodigiosa tendría que ser declarada patrimonio inmaterial de la humanidad y su talento compositor venerado por cualquiera con algo de entrañas.

No recuerdo dónde compré ni cuánto me costó El país de la luz. Sí sé que escuché en la radio esa gema catedralicia de resonancias beatlelescas que es la melancólica “Volver a empezar” y caí fulminado. También vi a Guzmán en un Aplauso televisivo y lo escuché presentar el álbum una mañana de domingo en el radiofónico El Gran Musical. En esas, participé en un concurso de RNE cuyo premio era, precisamente, El país de la luz. ¡Y gané! Pero, ay, el elepé nunca llegó a destino. Quiero pensar que algún cartero melómano disfrutó de él tanto como lo hice yo cuando logré reunir las pesetas necesarias para adquirirlo.

El país de la luz, con esos aires californianos en combinación con la aplicada escuela británica, los coros cristalinos, sus arranques progresivos, el suave jipismo, sus mil detalles, las letras evocadoras y acrisoladas, el retrato de personajes y escenas y el apabullante derroche de belleza contiene todo lo que me gusta del pop, o del «soft rock». Es un disco absolutamente perfecto que, como digo, me llevó hacia atrás, a escuchar a Solera y CRAG, quizá mis bandas locales favoritas de todos los tiempos (con permiso de, pongamos por caso, Los Brincos, Los Sírex, Burning, Tequila, La Mode, Mamá, Pata Negra, El Último de la Fila y Los Rodríguez).

Estrenando la década de los ochenta, Guzmán formó Cadillac, a los que inevitablemente también seguí de cerca, en lo que fueron buenos años para la saga: Rodrigo, también en el 80, publicó su segundo álbum (la existencia de un primer elepé suyo era, por entonces, un completo misterio) y CRAG regresaron en el 84… Además, era muy divertido cazar la muy reconocible voz de Guzmán en jingles publicitarios televisivos. Desde entonces Guzmán ha grabado unos cuantos inmaculados discos, cuyo anuncio provoca indefectiblemente que se me aceleren las pulsaciones, porque uno es guzmanista convencido. Pero El país de la luz permanece ahí, como algo especial, único, prácticamente inaudito. Regreso a él cada tanto y su inagotable caudal creativo es tal que siempre descubro algo nuevo cada vez que lo escucho. De hecho, es tanta la conexión con este disco que cuando muera (ya lo he comentado alguna que otra vez en el pasado) me gustaría que en mi funeral sonara “El país de la luz”, la canción. Creo que, por la paz y las buenas vibraciones que transmite, es perfecta como despedida, pero no para el que se ha ido (que no escuchará nada, obviamente), sino, para los que permanecen.

Me cabe la satisfacción de que, en el año 2000, fui el instigador de la edición en cedé de El país de la luz, cuando el responsable del departamento de reediciones de Sony era una persona abierta a recibir propuestas y a bucear en el catálogo de la casa. Además, para placer infinito, escribí un breve texto de presentación para el disco. Poco después, las buenas gentes de Rama Lama, lo incluyeron en un álbum con otras grabaciones de Guzmán. Ahí terminó el recorrido comercial de El país de la luz, una obra maestra del pop español que, para desdoro de Sony, sigue sin comparecer en las plataformas de streaming. Es muy probable que incluso desconozcan su existencia. Pero así estamos. Y no nos asustamos por casi nada.

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