«Esa voz, de tenor ligero, temblorosa pero furiosa, sedosa pero amarga, que abordaba todos los rangos de todos los cantantes posibles en el transcurso de poco más de cinco minutos»
Jeff Buckley
Grace
COLUMBIA RECORDS, 1994
El nuevo álbum de Veintiuno, La balada de delirio y equilibrio (Warner, 2025), acaba de ver la luz; sin embargo hoy, Diego Arroyo, vocalista de la banda, viene a hablarnos de otro disco, uno de los que más ha marcado su vida y su carrera: el primero y único de Jeff Buckley.
Texto: DIEGO ARROYO / EFE EME.
«No sé si es el disco que me cambió la vida, porque ese sería un título disputado, pero no tengo dudas de que cambió mi forma de percibir ciertos límites que sentía, establecidos a una edad en la que mi gusto era verdaderamente permeable. El artista era Jeff Buckley. El disco era Grace. Recuerdo que no llegué a Jeff de forma directa. Como a los once o doce años desarrollé cierta devoción por los dos primeros álbumes de Coldplay, e intuyo que la primera vez que escuché el nombre de Jeff Buckley fue mientras investigaba sobre las referencias de “Shiver”, canción del álbum debut de los primeros. Creo que no le hice a Jeff demasiado caso en primera instancia (solo llegué a escuchar “Mojo pin”, en un orden lógico pero poco motivador para mi yo de entonces, que no disfrutaba tanto de la psicodelia y la abstracción lírica), pero en esos meses descubrí en VH1 “Hysteria”, de Muse. Había en ella, y en ellos, algo que yo relacionaba con Coldplay (el piano, el falsete), pero también con Rage Against the Machine, que me encantaban, y con Queen, que era, es y será mi grupo. Y yendo hacia atrás en su discografía llegué al Origin of symmetry y, cómo no, a sus referencias: volvía a salir Jeff. Era demasiada casualidad y empecé a investigar a fondo a ese artista que parecía ser citado como referencia de todos los músicos que me interesaban.
Atravesé el valle de nadería que me parecía por entonces “Mojo pin”, y ahí se me dilataron las pupilas. Un laberíntico riff de guitarra menor, ominoso, no diatónico, chocaba de frente con el siguiente, rutilante y basado en los double stops (me quedaban años para saber lo que era eso, porque no cogí una guitarra hasta casi los 20), para volver a la oscuridad. La armonía de “Grace”, que daba título al álbum, se distanciaba del pop y el rock que yo escuchaba, bebiendo de fuentes que no aprendería a identificar hasta más adelante. Y estaba, claro, lo del asunto de la voz. Esa voz, de tenor ligero, temblorosa pero furiosa, sedosa pero amarga, que abordaba todos los rangos de todos los cantantes posibles en el transcurso de poco más de cinco minutos. De la rotura al falsete, y del pianissimo al fortissimo. Devoré compulsivamente las canciones de Grace, una a una, mientras buscaba en internet dónde podía ver a ese artista, solo para descubrir que llevaba años muerto, ahogado, en el río Wolf, en el espacio liminal entre el éxito de Grace y la grabación del que habría sido su segundo álbum, My sweetheart, the drunk. «And I believe my time has come» se volvía profético. «This is the last goodbye» se volvía premonitorio. Me perturbó. Seguí leyendo, y escuchando.
En Grace había baladas arrebatadoramente bellas (tres de ellas versiones, aunque yo aún no lo sabía, como no sabía quiénes eran Nina Simone, Leonard Cohen o Benjamin Britten), y arranques de rock que me recordaban a Led Zeppelin. La voz de Jeff, que me sonaba a otro planeta, cosía el baile entre géneros con letras románticas, trágicas y, por momentos, oníricas y abstractas. Me abrumaba que un mismo músico pudiera ser al mismo tiempo Robert Plant y Jimmy Page en “Eternal li”e», después de hacer la filigrana de “Corpus Christi Carol”, antagónica en forma y fondo. Tocaba todo él. Y lo tocaba como un guitarrista que había absorbido, sintetizado, integrado y mezclado el folk y el rock con el soul, con la música clásica y con el jazz. Un músico bastardo y permeable. Un músico formado, pero difuso. Un músico que sería inacabable si no fuera porque su vida acabó pronto.
No entendía muchas de las letras ni traduciéndolas, pero me daba igual. Grace contenía figuras poéticas que me estimulaban y me evocaban como me evocaba la poesía de Federico García Lorca y las novelas de Stephen King, que también fagocitaba. «Got my red glitter coffin, man, just need one last nail». «There is a child sleeping near his twin». «We walked around ‘til the moon got full like a plate».
«And the wind blew an invocation and I fell asleep at the gate». Creo que con Jeff empecé a disfrutar las letras que no entendía. No lo necesitaba, porque me gustaban igual por lo que me sugerían. Me llevaban a otro lugar. A la habitación roja de Twin peaks. A Magonia. A Oz. A Comala. A la abstracción, como el puente stoner de “So real”.
Mi favorita de toda la discografía de Jeff estaba en ese disco, mi segunda favorita no. “Lover, you should’ve come ove”» me resulta, aún hoy, arrebatadora. Probablemente es la canción responsable, junto con “Somebody to love” de Queen, de que hoy me apasione el soul, porque fue entre Stax y Motown donde conseguí satisfacer mi búsqueda de ese color de baladas y medios tiempos en 6/8 y voces virtuosas.
“Lover” era ternario, dulce, rozaba lo espiritual pero era, al mismo, tiempo romántica y sensual. Empezaba, además, con un armonio. Una idea seguramente absurda para nadie que grabara un disco con vocación popular en 1993. Como a cualquier humano, me encanta la versión del “Hallelujah” de Cohen, que retuerce tanto la original que se gana el derecho a considerarse una canción nueva, con la intro a la Bach que no existe en la de Leonard, y el final quebradizo y espiritual, íntimo, que tampoco existe en aquella. Como a cualquier persona medianamente sensible, me subyuga la abstracción de “Dream brother” (más escalas que había estudiado en el conservatorio, pero de las que ni contemplaba aplicación posible en el pop). Como a cualquier hijo de vecino me impresiona el falsete de “So real”. Sin embargo, como dije antes, mi segunda canción favorita de Jeff no estaba en Grace. Tampoco en el Live at Sin’é, que corrí a escuchar justo después, intentando trazar la cronología de ese superdotado hijo natural de una pianista clásica y un cantautor maldito con el que no había tenido contacto alguno en su niñez (qué biografía tan maravillosa para nosotros y caleidoscópica para él, tuvo Jeff). La segunda canción en la que me maté fue “Everybody here wants you”, y se encontraba en los bocetos del que hubiera sido su segundo disco, nunca publicado. Pero esa es otra historia».
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