Primero estaba el mar, de Tomás González

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LIBROS

«Lo primero que sorprende al lector es su prosa limpia, transparente, pero con una extraña magia»

 

Tomás González
Primero estaba el mar
SEXTO PISO, 2024

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Elena y J. se suben a un desvencijado autobús en Medellín que los llevará a una finca que han comprado al lado del mar, a casi un día de camino. Dejan atrás un pasado de intelectuales bohemios y una vida que se ha estancado, para llegar a lo que creen un paraíso natural que le dará nuevos bríos a su relación. Pero, al llegar allí, todo parece desvencijado y sucio. El mercado de abastos es dejadez masificada y aún han de buscar una lancha para trasladarse a su destino final, Severá, un pequeño reducto a una hora de la ciudad más cercana.

Son las primeras páginas de una novela publicada hace cuarenta años por un escritor colombiano, Tomás González, que había quedado un tanto olvidada y que la editorial Sexto Piso ha tenido el acierto y el buen gusto de recuperar. Lo primero que sorprende al lector es su prosa limpia, transparente, pero con una extraña magia. Lo segundo, ese ambiente de selva, de relaciones humanas marcadas por lo salvaje, que aparece también en García Márquez o en Luis Sepúlveda, y que poco a poco se va volviendo levemente siniestro, nihilista, como si pasase al mundo de Onetti. El contraste entre la textura pulida de las palabras y la tensión en las relaciones resulta adictivo.

La estructura de la historia se desarrolla firme, lenta, pero sin pausa. Tras esta introducción, entran en escena trabajadores que la finca contrata, vecinos que ayudan en las tareas ganaderas y agrícolas, mujeres que cocinan o leñadores que son difíciles de tratar. Mientras, el aburrimiento en los meses de lluvia y, de nuevo, el alcohol, van extendiendo sus brumas. Se despliegan frases cortas, pero certeras, que diseccionan de forma magistral una relación de pareja en el marco de una desidia que intentan superar, de la misma manera que intentan afrontar el pago de un préstamo que depende de una explotación que no rinde lo que debería.

González trabaja también perfectamente los indicios y las sugerencias. Las manchas de aceite que dejan los leñadores en las tablas del porche, los hongos en los pies de J, el novillo que muere de una picadura de culebra son avisos de que va a pasar algo terrible. A veces no son solo indicios, son evidencias: las visitas al pueblo, con noches de borrachera y burdeles, no son más que un remedo del descontrol que habita en la casa, del desastre.

También la naturaleza, las notas de paisaje, acompañan a la trama con una melodía perfecta, en contrapunto, que empuja sin parar hasta un final ineludible. Son poco más de ciento cincuenta páginas, pero constantemente están sucediendo cosas, mínimas, con fluidez, que conforman un puzle en que aparece la desazón y el convencimiento de que su anhelada vida salvaje al lado del mar no ha liberado de nada a los protagonistas. La naturaleza los ha vencido en una lucha bella y terrible que han pagado con su vida.

Anterior crítica de libros: Quadrophenia. The Who y la epifanía mod de Pete Townshend, de Àlex Oró.

 

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