EL CINE QUE HAY QUE VER
“Resulta aterradora, porque nos habla de los principios y valores de una época que, si bien ya no parece ser la nuestra, es un espejo escalofriante en el que mirarse”
Elisa Hernández retrocede hasta 2007 para detenerse en la oscarizada “Pozos de ambición” del cineasta estadounidense Paul Thomas Anderson. La cinta está considerada una de las obras maestras del séptimo arte.
“Pozos de ambición”
Paul Thomas Anderson, 2007
Texto: ELISA HERNÁNDEZ.
Considerado por muchos como el mejor film de la primera década del siglo XXI, “Pozos de ambición” es, sin duda, una obra maestra del séptimo arte. La película le valió el oscar a mejor actor a un siempre inmenso Daniel Day-Lewis y consiguió una segunda estatuilla por su impresionante fotografía, aunque cediera otros galardones ante la gran premiada de la temporada de premios de 2008, “No es país para viejos” (Ethan y Joel Cohen, 2007). Sin embargo, con el tiempo ha ido adquiriendo su estatus, consolidándose como lo que todo clásico cinematográfico ha de ser: continuamente pertinente.
La historia de Daniel Plainview, un insaciable empresario petrolero cuya trayectoria seguimos durante más de veinticinco años, resulta aterradora cada una y todas las veces que vemos la película, por cuanto nos habla de los principios y valores de una época que, si bien ya no parece ser la nuestra, es un espejo escalofriante en el que mirarse. Al tratar de instalar torres de perforación de manera indiscriminada en torno a un pueblucho californiano, el poderoso carácter y la ambición sin límites de Daniel encuentran en Eli Sunday (el joven y solo aparentemente sencillo predicador interpretado por Paul Dano) a su digno rival.
Mucho se ha escrito (y con razón) sobre la personificación del capitalismo como ideología salvaje y destructora en su proceso de consolidación y expansión en la figura de Daniel Plainview, pero llama mucho menos la atención (injustificadamente) el paralelo que supone el personaje de Eli, desesperado por imponerse, por subyugar a todos aquellos que le rodean. En busca del beneficio personal y cada uno con sus propios medios, el uno con un provocador discurso religioso y el otro con la todopoderosa riqueza, ambos repiden una y otra vez sus vacías palabras buscando engatusar, dominar y vencer, simbolizando el retorcido darwinismo social que, seamos conscientes o no, conforma nuestra sociedad.
Las imágenes de “Pozos de ambición” son hipnóticamente bellas, la rabia y otros sentimientos se contienen hasta que explotan en violentos arrebatos: su acción es sutil, lenta, pausada, asfixiante. La banda sonora de Jonny Greenwood transmite y enfatiza gran parte de la desazón que conforma el metraje del film y que permanece durante mucho tiempo una vez finalizada la proyección.
“Pozos de ambición” es un silencioso alegato en contra de una estructura socioeconómica salvaje, basada en la creación destructiva (o destrucción creadora), en construir y construir a cualquier coste. Mucho más que el relato del nacimiento de una nación o una mera alegoría de la ambición sin límites, el film nos muestra la consolidación de un sistema, de un modo de funcionamiento que hemos asimilado como natural y que, una y otra vez, se nos presenta como destructivo e imparable. La violencia, la sangre, el dolor y la muerte son sus obvias consecuencias. Larga vida al capitalismo.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Alien” (1979), de Ridley Scott.