LIBROS
«No es un libro que proyecte nostalgia, es un libro que atesora la belleza del momento»
Rafa Cervera
Porque ya no queda tiempo
JECKYLL & JILL, 2020
Texto: CÉSAR PRIETO.
Siempre he creído en el poder narrativo de las fotografías; sobre todo, de las que cargan con años en su papel, aunque cualquiera de ellas, las más recientes incluso, son el foco explosivo del que se puede sacar una buena historia. Siempre. Mirando con atención sus detalles, la disposición de su foco, el camino del encuadre; incluso mirando lo que está fuera de plano, de ahí surgen historias. Con talento literario, una fotografía es lo más sugerente que existe. La que aparece en la portada del libro de Rafa Cervera, crítico musical por impulso y condición, le da abono a su reciente novela (segunda tras Lejos de todo, Jekyll and Jill, 2017). Desde esa imagen de un bebé rodeado a cuatro manos que ustedes contemplan surge todo un mundo.
Sin embargo, el texto comienza con la crónica de una entrevista a Lou Reed de 1995, que concluye con esa fotografía final de rigor. Lou Reed, otro abismal contador de historias que enlaza, ahora sí, con la de la portada. El análisis es riguroso y de rara habilidad discursiva. Cervera toma en sus manos la genealogía de un instante de forma que las palabras van pasando sin sentirlo. Desmenuza cada centímetro y le da relieve, entidad y futuro sin salir de la foto. Y ahí está la infancia en casa de sus tíos, grande y antigua, generadora de misterios y de una potencia que le inyectó su tío Rafael y que ya no lo abandonará en la vida. Sin embargo, no es un libro que proyecte nostalgia, es un libro que atesora la belleza del momento.
Y de ahí puede pasar a la infancia de su madre en la calle Arolas, llena de tíos y primos. Familia a la mediterránea. ¿Es, por ello, el libro, una autobiografía? No del todo, tampoco es autoficción porque el narrador no está velado, es transparente. Si tuviéramos que calificarlo, que tampoco es necesario, se trata de un libro que cuenta historias. La de su madre, feliz y desbordante. La de su padre, con un glamour de actor y sensible a la poesía.
Por supuesto, también relata y contagia el inabarcable amor a la música que conocemos en él. Capítulo estremecedor. Vacaciones. Viajes en coche con un casete del cual pide siempre escuchar la última canción. La rodea, entra en ella, habla de los ritmos matemáticos, de las emociones, de la voz. Espléndido. Uno la va sintiendo propia y al final adivina cuál es. Siempre que la hayas escuchado entre los 12 y los 15. Yo lo hice. Y la adiviné, no es mérito, son las mismas emociones. Dejo las sugerencias y el suspense al lector para cuando lea el capítulo.
Y de golpe, atento a la pulsión de Lou Reed, aparece en un mercadillo el primer disco de Velvet Underground. Y uno, al que más o menos se le apareció ese álbum de la misma manera, va descubriendo que los referentes culturales que comparte son los mismos, desde cualquier novela que cite y que los de nuestra quinta seguro que leímos, al póster de Debbie Harry que todos tuvimos pegado en la pared.
Va pasando página a página una miscelánea en la que estremece el capítulo final. Es quizás el más narrativo, pero también el más reflexivo, y va desgranando pensamientos sobre la amistad, el ciclo de la escritura, la muerte… No es de extrañar que, tras él, en la contraportada, aparezca otra foto de las que comenta con minuciosidad. Otra foto de él de niño. Y uno piensa que, aunque la palabra pueda recrearlo, las fotos son el verdadero pasado.