“Casi nadie contaba con que el guapo de los Wham!, aquel tipo de origen grecochipriota con aspecto de chulo de discoteca recién salido de un capítulo de Miami Vice, escondiera un talento superlativo a punto de estallar”
Adelantamos un nuevo capítulo del libro “Placeres culpables”, que publicará el próximo mes de mayo Óscar García Blesa. En esta ocasión, el autor desgrana el éxito de “Faith”, el disco con el que George Michael arrasó en las listas de ventas tras disolverse Wham!
Una sección de ÓSCAR GARCÍA BLESA.
George Michael
“Faith”
COLUMBIA RECORDS / EPIC
“Cualquier persona que escuche ‘Faith’ y no le guste nada de lo que hay en él no tiene ningún derecho para decir que le gusta la música pop”.
George Michael, «Rolling Stone», 1987.
En octubre de 1987 todo el mundo andaba tan ensimismado con “The Joshua Tree”, el proyecto para la dominación global que Bono y sus amigos habían concebido tan solo unos meses antes, que muy pocos prestaron atención al lanzamiento de “Faith”, el primer álbum en solitario del cantante de un almibarado dúo pop llamado Wham! Yo acababa de empezar segundo de BUP, el acné se despedía por fin de mi cara y a pesar de haber asistido atónito al histórico concierto mesiánico que U2 desplegó en el estadio Santiago Bernabéu ese mismo verano, no sentí culpabilidad alguna, ni siquiera un leve sentimiento de traición cuando por menos de mil pesetas me hice con el debut de George Michael en la tienda de discos de El Corte Inglés en la calle Princesa la misma semana que se ponía a la venta.
En aquellos años de escuetas pagas semanales mi economía me obligaba de vez en cuando llevar a cabo estrategias ilegales para hacer crecer mi colección. Reconocer mi delito no me hace menos culpable, pero qué demonios, estaba sin blanca. La más sencilla y por lo tanto la más utilizada era la técnica del disco rayado. Era un sistema insultantemente básico, tan simple y efectivo que rozaba lo increíble: compraba un disco al azar que me gustara, lo grababa en cassette, volvía al centro comercial argumentando estar rayado y lo intercambiaba por otro repitiendo la acción en un bucle infinito.
Nota del autor: las dependientas solían desconfiar de mí después de tres o cuatro visitas contando el mismo cuento. Como si se tratara de detectives forenses, siempre miraban minuciosamente los surcos del disco buscando no sé qué tipo de pistas y señales que delataran mi delito, derribando de golpe la endeble coartada del disco imperfecto. Por más vueltas que le dieran a los discos, nunca pudieron demostrar nada.
Wham! no era un artefacto menor, aunque resultaba difícil tomárselos muy en serio. Con una estética ciertamente engolada, derrochaban demasiadas hombreras, laca y azúcar como para que aquello pudiera contener algo de cierto valor. Ciertamente arrasaron en su momento; contrataron los servicios del súper manager Simon Napier-Bell, famoso por sus disparatadas fiestas, una elevada auto estima y por su trabajo con The Yardbyrds y T-Rex. Actuaron en estadios de todo el planeta incluyendo la China Comunista y rivalizaron con Duran Duran en las listas de éxitos vendiendo millones de discos aunque con el permanente regusto de lo efímero. Y es verdad que fueron visto y no visto, apenas dos álbumes en poco más de cuatro años de vida. Con lo que casi nadie contaba era que el guapo de los Wham!, aquel tipo de origen grecochipriota llamado Georgios Kyriacos Panayiotou, con aspecto de chulo de discoteca recién salido de un capítulo de Miami Vice escondiera un talento superlativo que literalmente estaba a punto de estallar.
Ni los más optimistas en el sello Columbia Records/Epic soñaron que “Faith” dominaría las listas de singles durante todo 1988 colocando cinco sencillos en el Top 5 de la lista Billboard, que sería coronado con el premio Grammy al disco del año y que acabaría vendiendo más de 25 millones de unidades. En realidad el éxito de “Faith” estribaba precisamente en que no pretendía esconder su propósito de convertirse en un producto de consumo masivo, no había truco, se trataba sencillamente de un álbum extraordinariamente accesible para todos los públicos, sin un solo corte de relleno, un trabajo tan afinado, perfectamente diseñado y de un acabado tan luminosamente perfecto que por méritos propios pasó de manera inmediata a ser considerado obra maestra del pop mainstream.
Honestamente, Wham! no me llamaban la atención de manera especial. Es verdad que ‘Wake me up before you go go’ era tan tonta que resultaba divertida, al fin y al cabo era uno de esos muchos hits que recorrieron los ochenta y que sin lugar a dudas había canturreado en alguna sesión vespertina en la sala Jácara o en la discoteca Oh! Madrid. Eran muy populares entre el público femenino y, qué quieren que les diga, si llegado el momento uno tenía que perder parte de su dignidad vociferando el éxito del dúo a cambio de quién sabe qué tipo de recompensa amatoria, pues se perdía. Y allí estaba yo con mi amigo Gonzalo haciendo de George y Andrew mendigando un mísero beso o tal vez en el mejor y muy improbable de los casos rozar tímidamente una teta. Casi nunca funcionaba, pero cuando lo hacía… ¡vaya si valía la pena!
Qué terrible castigo es la adolescencia. Ahora que vivo la de mi hijo rezo para que la pase rápido. Son las siete de la tarde de un sábado cualquiera y seguramente en este momento esté cantando junto a su grupo de amigos alguna canción de One Direction tratando de impresionar a una muchacha. Los años pasan y seguramente el estilo haya cambiado, aunque mucho me temo que los objetivos deben ser los mismos.
Mi primera escucha de “Faith” tuvo que ser necesariamente en el salón de casa y en el plato de la fabulosa torre estereofónica de la marca Pioneer que mi madre había regalado a mi padre en su cuarenta cumpleaños algunos años antes. No había otro tocadiscos en toda la casa así que tuvo que ser allí. George Michael, atrapado en un papel de ídolo adolescente y sex symbol que detestaba, necesitaba “Faith” para enterrar a Wham! y poder ser libre (“es como un albatros apretándome el cuello”, llegó a decir). Para dejar las cosas bien claras desde el principio, el álbum se abría con ‘Faith’ –la canción- que incluía en sus primeros treinta segundos una reinterpretación del clásico del dúo, ‘Freedom’, a modo de marcha fúnebre, creciendo en fade-in hasta el riff rockabilly que todos reconocemos hoy. En menos de un minuto, Michael había logrado llamar la atención, mostrar personalidad y motivos más que suficientes para seguir escuchando. Muy a su pesar no conseguiría desprenderse de la etiqueta de rompecorazones que le asfixiaba, aunque musicalmente dio un brinco monumental, todo se hizo de repente verdadero y fue su perfecta tarjeta de presentación.
Recientemente y sobre el lanzamiento de la reedición de “Faith” en 2010 leí algo sensacionalista pero bastante exacto: “…un trabajo de una brillantez imponente y por la que cualquier artista pop de la historia, exceptuando quizás a un par de ellos, hubieran matado”. Era un “grande éxitos” disfrazado de un disco con canciones nuevas, un monumento pop. Desde 1987 casi todos los álbumes nuevos de artistas pop masculinos han buscado desentrañar la fórmula de éxito de “Faith”, esa increíble combinación de música de calidad, éxito comercial masivo, respeto unánime de críticos y coherencia entre lo musical y la propuesta visual de videos y arte gráfico. Salvando las distancias, a excepción de Justin Timberlake me atrevería a decir que ninguno lo ha conseguido.
El triunfo de este disco fue su capacidad para capturar lo mejor del pop, el R&B y la música dance de una manera ingenua pero tremendamente efectiva, fusionándolas de modo que parecieran una sola cosa. Dentro se escondía un cantante verdadero, capaz de brillar en una propuesta genuinamente funky (‘Monkey’), ser creíble en su espíritu pop rock (‘Faith’), emocionante baladista (‘One more try’), calibrar de manera ajustada su propuesta lúdica más dance (‘I want your sex’) o deslumbrar como crooner de un humeante club de jazz (‘Kissing a fool’). En todas ellas deslumbra, pero aquellas canciones apenas modificaron la idea generalizada de artista prefabricado, por mucho que él escribiera, tocara la mayoría de instrumentos, arreglara y produjera completamente el álbum para asombro de medio planeta.
Desde un punto de vista puramente técnico, Michael demostró verdadera destreza en las tareas de producción. Grabado en los estudios Sarm West de Londres y Puk Studios en Dinamarca, contó con Chris Porter como ingeniero, quien hasta la fecha tenía como mejor aval laboral el haber participado en las sesiones de grabación del Scary Monsters de Bowie. El cantante grabó la mayoría de instrumentos a excepción de algunos bajos y guitarras. La parte esencial de teclados la dejaría en manos de Chris Cameron, excelente músico y responsable del órgano catedralicio en la intro del trabajo y tipo simpatiquísimo con el que, por cierto, tuve la oportunidad de trabajar años más tarde durante la grabación del disco “Sereno” de Miguel Bosé. Hablaba de “Faith” como su Everest particular.
La gran mayoría que disfrutó silenciosamente ‘I Want Your Sex’ en sus casas siguió despreciando al guapo del dúo. Michael vendió millones de discos, pero misteriosamente sus compradores nunca mencionaron en público lo bueno que era el artista, como si por el acto de alabarle su propia credibilidad personal y musical se desvaneciera. Al fin y al cabo, pensarían que no era más que un insignificante chulillo venido a más que había pertenecido a un olvidable dúo para niñas histéricas, un estúpido e inexplicable prejuicio asociado a determinadas estrellas y que retrataba perfectamente a la mayoría de los detractores del pop adulto contemporáneo de éxito.
Pero él gozaba de un gusto exquisito. Su disco favorito durante la grabación de aquel debut en solitario fue la grabación de “The Girl From Ipanema” de Stan Getz y Joao Gilberto en 1964. Estaba obsesionado con el primer disco en solitario de Peter Gabriel, “Peter Gabriel I”, el “Captain Fantastic And The Brown Dirt Cowboy” de Elton John y el “Aladdin Sane” de David Bowie. Si uno sabe buscar entre líneas y mira sin revolver encontrará un poquito de cada uno de ellos en “Faith”.
Como primer sencillo, lanzó ‘I Want Your Sex’. A pesar de que Wham! no me interesaran demasiado, sí lo hacían las muchachas, y gracias a una de ellas, de manera indirecta me di de bruces con su versión audiovisual, iniciando desde entonces un breve idilio con la fórmula del videoclip. Era un reportaje monográfico dedicado a la exuberante belleza de la novia del cantante en ese momento, Kathy Jeung, una joven asio-americana verdaderamente hermosa. En plena erupción de la MTV, el videoclip rotó en las televisiones de medio planeta hasta la extenuación coincidiendo con mi propia ebullición hormonal. Había logrado otro éxito: añadir un potente complemento visual a cada uno de sus sencillos. Si la música era buena, los videoclips debían necesariamente estar a la altura, entendiendo perfectamente el modelo de negocio que dominó la década de los ochenta.
El excantante de Wham! no se guardaba nada en la cara A, abriendo desde la misma puerta de entrada con ‘Faith’, ‘Father figure’, ‘I want your sex’, ‘One more try’ y ‘Hard day’, hit, hit, hit, hit, hit. Un pequeño descanso con ‘Hand to mouth’ y ‘Look at your hands’, dos piezas brillantes que no llegaron a sencillo, y de vuelta a los éxitos con ‘Monkey’, ‘Kissing a fool’ y ‘A last request’. Un disco donde ninguna canción sonaba ni remotamente parecida a la anterior pero, por arte de magia, ofrecían una paleta homogénea al conjunto del álbum.
Hasta la llegada de “Faith”, la percepción generalizada del gran público era que si alguien escribía canciones pop era porque en realidad no tenía la personalidad de hacer algo con más carácter, sin pararse a pensar que quizás era algo que el artista había escogido de manera intencionada. Siguiendo el camino que había marcado Michael Jackson, George Michael devolvió al pop el respeto que había perdido durante gran parte de los años setenta y la primera mitad de los ochenta.
Si uno echa un vistazo a los lanzamientos musicales de 1987 aquel triunfo no es ni mucho menos una victoria menor. Además del mencionado “The Joshua Tree”, aquel año se publicaron muchos discos millonarios: el “Appetite for destruction” de Guns N’ Roses, “Bad” de Michael Jackson, “Tunnel of love” de Bruce Springsteen, “Sign of the times” de Prince o “Nothing like the sun” de Sting por citar solo unos pocos, todos ellos etiquetados como discos imprescindibles y clásicos en la historia de la música popular. “Faith” los barrió a todos.
Tras aquel éxtio mucha gente sencillamente no podía soportar a George Michael. Era tan perfecto, tan prefabricado, tan descarado, tan famoso, tan rico, tan insultantemente arrogante que irritó a todo el mundo. Había logrado hacerse un nombre y reunir una inmensa fortuna escribiendo canciones pegadizas. Desde los días de Wham! escribía –en raras ocasiones co-escribía–, cantaba, tocaba diferentes instrumentos, arreglaba y producía todos sus discos. Era un chico salido de un barrio de Londres con el instinto comercial de tener listas en el momento justo las canciones perfectas para la radio, el atractivo para atraer los gritos de chicas y chicos de toda condición y un profundo conocimiento de las herramientas de marketing necesarias para devorar el mercado. Supervisaba los temas de negocio personalmente: era de esos artistas que visitaban Tower Records para confirmar que su disco estuviera perfectamente colocado en el mejor escaparate de la tienda. Con su pendiente de crucifijo bailaba en sus videos enfundado en una chaqueta de cuero o en un inmaculado traje blanco, luciendo rubio oxigenado y afeitado de una manera asquerosamente perfecta, y todo le quedaba bien. Tenía un nombre increíblemente bueno para ser una estrella del pop: George Michael. Naturalmente también era falso –Georgios Kyriacos, recuerden–. Solo tenía 24 años, tres menos que Prince y cinco menos que Michael Jackson, y ya vendía más que ellos. Durante gran parte de su carrera no había tenido credibilidad alguna. Lo sabía y francamente no le preocupaba en absoluto. Tenía “Faith”, y esa era su venganza.
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Anterior entrega de Placeres culpables: “Like a virgin”, de Madonna.