Placeres Culpables: “Appetite for destruction”, de Guns N’ Roses

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“Sucios, crudos y oscuros y con muy mala leche, este soberbio grupo de músicos a pesar de su apariencia superficial de sexo, drogas y rock and roll cambiaron para siempre el estereotipo de los grupos melenudos intrascendentes”

 

Tras la trilogía ‘pop’ que publicamos las últimas semanas, esta semana Óscar García Blesa se sumerge en el rock con todo un referente: los veteranos Guns N’ Roses y su debut “Appetite for destruction”.

 

Una sección de ÓSCAR GARCÍA BLESA.

 

GUNS N’ ROSES
“Appetite for destruction”
GEFFEN

 

“A la hora de hacer una lista con los diez mejores álbumes de todos los tiempos, este es el único lanzamiento pop metal que podría entrar en ella; ciertamente es el único disco de la era Reagan que puede competir con el “Álbum Blanco”, “Rumours” y “Electric warrior”. “Appetite for destruction” es un “Exile In Main Street” para todos los nacidos en 1972, sólo que el primero es más cañero y no se vuelve aburrido en el medio. Es hijo ilegitimo de todos los primeros discos de Aerosmith, pero las letras son más inteligentes y Axl baila mejor”.
Chuck Klosterman, 2001.

Cada cierto tiempo, uno regresa a “Appetite for destruction” y comprueba con entusiasmo que ha envejecido maravillosamente bien. Con su disco de debut, Guns n’ Roses marcaron el punto de inflexión en el rock de la década de los ochenta y la línea a seguir para las bandas que les sucedieron. La increíble historia de 5 paletillos de origen humilde que de la noche a la mañana se convierten en el grupo de rock más grande de la Tierra sigue cautivando igual que el primer día. Sucios, crudos y oscuros y con muy mala leche, este soberbio grupo de músicos a pesar de su apariencia superficial de sexo, drogas y rock and roll cambiaron para siempre el estereotipo de los grupos melenudos intrascendentes. Se trata de un álbum extraordinario. Tiene canciones y muchos singles (que como es bien sabido no es la misma cosa), está bien producido y ejecutado y es técnicamente una obra muy sólida. Es generacional y marca el hito definitivo en el consumo del metal para grandes públicos. Y por si fuera poco, es muy divertido si eres aficionado al air guitar.

Casi cualquier individuo que encuentre en la música su principal generador de placer –en lo estrictamente artístico, se entiende–, necesariamente ha tenido que atravesar un periodo heavy metal (o rock duro, ya me entienden) a lo largo de su vida. Casi siempre es una relación fugaz, vienes de cualquier otro sitio, llegas al heavy, y como llegas te vas. Sin mi momento de muñequeras de pinchos y camisetas sin mangas de color negro, todo lo que musicalmente me emocionaría después lo habría hecho de manera completamente distinta, de eso estoy seguro.

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De pequeño yo jugaba a hockey sobre hierba en las instalaciones del estadio Vallehermoso de Madrid. En mi barrio casi nadie lo hacía a principios de los ochenta, y francamente, me gustaba muchísimo ir chuleando por la calle con mi stick. Esta información en este contexto sería bastante irrelevante si no fuera porque el portero de mi equipo era el tío más heavy del planeta. Esteban, que así se llamaba, hablaba con erudición de su antepenúltimo descubrimiento musical durante los largos ratos que pasaba colocándose las guardas, el peto, la máscara y el resto de protecciones propias de un portero de hockey. Leía con voracidad cada página del Popular 1 y la revista Heavy Rock y solía traerme cintas pintarrajeadas con los logos de Kiss, Iron Maiden, AC/DC o Motorhead defendiendo con vehemencia que cualquier cosa que no fuese rock duro, sencillamente no merecía la pena. Y el caso es que durante mucho tiempo, incluso muchos años después de dejar el hockey pensé que no le faltaba razón. Siento debilidad por los grupos “jevis”, y a pesar del menosprecio generalizado, creo que hay muy buena música grabada en el género.

Como iba diciendo, dejé el hockey muy pronto. Ojo: jugaba bien, aunque seguramente no lo suficientemente bien, y además ir cargando todo el día con el maldito palo había dejado de hacerme gracia. Casi sin tiempo para echarlo de menos me marché un año a Estados Unidos. Aterricé en Ohio en 1988 en plena resaca Hair metal. Hasta entonces ni siquiera había prestado atención al movimiento de los grupos de laca que habían colapsado las listas de éxito en USA con Motley Crüe, Ratt, Cinderella y Poison a la cabeza. En realidad los buenos eran Guns N’ Roses, aunque para mí sólo se trataba de un grupo de mamarrachos jugando a estrellas de rock. Estoy seguro de que el portero de hockey estaría de acuerdo y seguramente hubiera utilizado la palabra moña o algo declaradamente homófobo para referirse a ellos. Hombre, es verdad que Axl Rose era bastante insufrible, pero no menos cierto que se trataba de una estrella deslumbrante.

En los ochenta Ohio era un estado muy aburrido, hacía un frio del carajo y a no ser que votaras al partido republicano, estuvieses interesado en el cultivo de la patata y te emocionara comer pizza viendo futbol americano tus posibilidades de pasar un año excitante eran francamente escasas. En lo musical la oferta era exactamente igual de apetecible: o bien te lanzabas al desenfreno del rock duro, o caías en los brazos del country más silvestre. Inexplicablemente abracé los dos géneros con devoción desde el mismo día que puse un pie en América. Subí a un avión cantando lo último de Radio Futura y regresé un año más tarde con el “Appetite for destruction” memorizado y la discografía completa de Randy Travis y Dwight Yoakam en la maleta, cosas de la globalización, supongo.

En Ohio tuve una amiga cheerleader con nombre de especia para repostería. Si iba a estar un año rodeado de cowboys y muchachotes con el pelo cardado, ¡qué menos que sumergirme por completo en el tópico y hacerme amigo de la chica con pompones!, pensé. El caso es que poco después de comenzar el curso la joven me llevó a uno de esos bailes de gimnasio tan socorridos en las películas de adolescentes. Yo esperaba aterrorizado el momento del agarrado con alguna canción de los Righteous Brothers o ‘A Groovy Kind Of Love’ de Phil Collins, que en ese momento lo estaba petando. De manera inesperada, la hasta entonces modosa animadora entró en éxtasis (literalmente) y empezó a gimotear “guns, guns, guns” dando saltitos por el parqué del gimnasio con los primeros acordes de un “Paradise City” que yo nunca antes había escuchado. Aquella noche me acordé de las enseñanzas de mi amigo el portero de hockey, bendije América, el sabor de la canela y ya no olvidé jamás el nombre de aquel grupo de macarras.

La banda se formó en L.A. en 1985, fruto de la fusión de los grupos Road Crew, Hollywood Rose y L.A. Guns. En realidad eran dos parejas de amigos, Steven Adler y Slash (de California) y Izzy Stradlin y Axl Rose (de Indiana), y un tipo de Seattle ejerciendo de enganche, Duff McKagan. La formación clásica fichó por Geffen Records y entró por primera vez en un estudio en mayo de 1986. Después del EP “Live?!*@Like A Suicide” con versiones de Rose Tatoo y Aerosmith (que, por cierto, no se trataba de una grabación en directo a pesar del “live” de su título), el grupo lanzó su disco debut. Tenían solo 20 años, pero ya eran unos veteranos.

En una de esas asociaciones musicales que pasan solo muy de vez en cuando, conjugaron a un frontman irrepetible (Rose), con una sólida sección rítmica (Adler y McKagan) y dos duelistas de la guitarra (Slash y Stradlin). Antes de su fulgurante triunfo global ya eran un grupo de cinco depravados adictos al sexo, el destrozo indiscriminado de mobiliario y amigos de todo tipo de sustancias químicas. Pero a diferencia del resto de descerebrados que caminaban por el Sunset Boulevard de Los Ángeles con sus melenas de laca al viento tuvieron la habilidad de plasmar su vida salvaje en una grabación musical relevante, un coctel inédito hasta entonces, donde juntaban la inmediatez de lo mejor de Aerosmith, la rebeldía intrascendente de Sex Pistols, el rock and roll travestido de New York Dolls y el poso clásico de Lynyrd Skynyrd o Led Zeppelin.

“Appetite for destruction” supo aglutinar en 12 canciones los mejores ingredientes que el rock había ofrecido hasta la fecha, convirtiéndose en la bisagra perfecta entre el punk rock de los años 70 y el imprescindible componente comercial propio del rock en la década de los 80. Eran el epítome de lo que se espera de una gran banda de rock and roll, devolviendo el espíritu irreverente y rebelde que los grupos habían difuminado hasta el ridículo durante los primeros años de la década. Querían ser como The Rolling Stones, y si los Stones eran inalcanzables, al menos jugar la liga de Kiss o Aerosmith y no la de Skid Row, Cinderella, Poison o Motley Crüe, con los que muchos les quisieron hermanar. A pesar de su aspecto rozando lo paródico (la chistera de Slash, la bandana y la falda escocesa de Axl, la chupa de cuero de Izzy, el sombrero y las botas cowboy de McKagan, el permanente cuelgue de Adler), ¡vaya si sabían tocar! La batería de Adler siempre sonó enorme, McKagan era un sólido bajista, Izzy y la Les Paul de Slash eran dos guitarristas de primera, y Axl un vocalista monumental.

Publicaron su debut en julio de 1987, y hasta la fecha lleva despachadas más de 30 millones de copias. El grupo contrató a Alan Niven manager de Great White para llevar su carrera. Paul Stanley de Kiss iba a ser el productor del disco, pero finalmente escogieron a Mike Clink, sobre todo por su destreza en la mesa de sonido y una increíble paciencia. Axl Rose tenía unas pocas canciones antes de entrar en el estudio, pero a excepción de ‘Anything goes’ y ‘Think about you’ (y dos esbozos de ‘November rain’ y ‘Don’t cry’, que fueron reservados para el segundo disco), el resto del álbum lo compusieron todos los miembros de forma conjunta.

El grupo entró en el estudio Rumbo de L.A. con todo el material bien preparado. Hay tantas historias escatológicas, desmesuradas, tóxicas y todas tan completamente locas sobre la grabación que con el paso de los años han dejado incluso de parecer excesivas. Durante dos semanas grabaron las bases de día con Slash e Izzy Stradlin (verdadero motor musical del grupo, nunca lo suficientemente reconocido) y Axl cantaba de noche hasta el amanecer. Hasta ese momento Rose (sin los problemas de drogas y alcohol de sus compinches pero diagnosticado como maniaco depresivo) no había pasado de cantante chillón de garito barato, pero en el estudio logró moderar su tono vocal hasta hacerlo agradable y muy reconocible.

Tuve la oportunidad de conocer a Axl Rose (o lo que quedaba de aquel muchacho flacucho llegado desde Indiana convertido ahora en un gordo con rastas alimentado a base de botox) en 2006. Durante mi etapa en RCA, trajimos a España a The Living Things, un aplicado grupo de blues rock grasiento que tenía por aval un single muy aparente titulado ‘Bom bom bom’. The Living Things telonearon a Guns n’ Roses (con Axl como único miembro superviviente) en el Rockodromo del Parque Juan Carlos I. Axl Rose llegó al recinto con más de dos horas de retraso. Bajó de su coche a trompicones, saludó como si cualquier cosa y dio un trago a una bebida de color indeterminado mientras desde el backstage escuchábamos como el público coreaba “hijo de puta” lanzando sillas contra el escenario. Había cabreado a todo bicho viviente, estaba hinchado y seguramente borracho, pero el tipo sólo necesito abrir la boca y cantar ‘Welcome to the jungle’ para apaciguar los ánimos como si su voz fuera la del mesías. Era una estrella, muy gilipollas, pero estrella irrepetible al fin y al cabo.

Cinco meses después de su lanzamiento, las ventas del disco eran moderadas (menos de 200.000 copias), pero muy aceptables para un disco de debut. Justo cuando la compañía empezaba a pensar en un siguiente disco el vídeo de ‘Welcome to the jungle” explotó en la MTV tras la intervención del propio David Geffen y todos los jóvenes americanos corrieron a las tiendas en busca de su copia. Por si fuera poca gasolina, la inclusión de la canción y un (brevísimo) cameo del grupo en la película La Lista Negra de la saga de Harry el Sucio de Clint Eastwood reforzó su sorprendente estrellato. La censura de su primera portada no hizo más que encender la mecha de una popularidad imparable y algo más tarde ‘Sweet child O’Mine’ añadió el componente femenino a la ecuación y oficialmente ya eran más grandes que The Rolling Stones, por lo menos en América.

El verdadero éxito del disco, más allá de una fama coyuntural gracias a las fechorías de un grupo de músicos energúmenos, está exclusivamente en el incuestionable poder de su contenido. No hay ni un sólo corte de relleno en todo el álbum y posee una secuenciación de canciones perfecta en una sucesión de puñetazos sin descanso. ‘Welcome to the jungle’ describía a la perfección todos los miedos de un joven llegado de un pueblo de Indiana a una gran urbe como L.A. en un tobogán de riffs y diferentes melodías dentro de la misma canción. ‘It’s so easy’ era una descripción libre del mundo de las groupies. ‘Nightrain’ era lo más parecido que Gn’R sonarían nunca a sus sorprendentemente admirados Aerosmith. También incluía ‘Out ta a get me”, o cómo Axl cuenta su habilidad para meterse en líos especialmente durante su vida juvenil en Indiana. ‘Mr. Brownstone’ implacable y cruel alegoría al consumo de heroína; ‘Paradise city’, construida desde el uso de sintetizadores y con un estribillo demoledor; ‘My Michelle’ contiene un primer verso inolvidable y devastador, “Tu padre trabaja en el porno ahora que mamá ya no está, ella solía amar la heroína y ahora la tienes bajo tierra”, donde se muestra la ira de Axl en estado puro, y ‘Think About You’ prolonga las declaraciones de amor a las sustancias prohibidas.

‘Sweet child O’Mine’ es seguramente la canción más celebrada del grupo y la que mostro el lado vulnerable de Rose y todos los colores de la infinita colección de matices de la pareja Stradlin/Slash. Como tantas otras cosas, nació fruto de la coincidencia. El riff del inicio era en realidad un ejercicio que Slash utilizaba para practicar durante las largas estancias que el grupo pasaba en el apartamento que tenían alquilado durante la grabación del álbum. Izzy Stradlin escuchaba el ejercicio de Slash a todas horas y decidió aportar unos acordes. Desde el piso de arriba Axl Rose escribió la letra y todas las mujeres de Norteamérica cayeron rendidas ante el lado tierno del chico malo.

‘You’re crazy’, que aparece aquí como un rock acelerado clásico, era en realidad un tema acústico y que luego tendría una segunda vida en Lies. “Anything goes” era la canción más antigua del grupo y pertenecía a Stradlin y Axl durante su etapa en Hollywood Rose, y el tema que clausuraba el disco, el magnífico ‘Rocket Queen’, es una obra maestra dividida en tres partes y con un cierre hacía el final del segundo tercio de la misma lo suficientemente grandioso como para que todo el disco mereciera la pena.

Antes de firmar por Geffen y tan solo rodeados por las strippers del bulevar en Sunset, Adler y McKagan practicaban casi a diario en un mugriento local sin lavabo con música de Prince y el “Word up!” de Cameo. Resulta excitante encontrar música funk en este disco, y lo cierto es que si uno busca atentamente entre los acordes de ‘Rocket queen’ puede encontrar mucho funky en ese riff. Estridentes y temerarios, capturaron toda la esencia del rock and roll de gloria y pavoneo.

“Appetite for destruction” es un disco peligroso, macarra y explosivo, tan bueno que hasta el título resulta genial. Estamos ante una de las mejores obras de hard rock jamás grabadas, y un ejercicio comercial sin precedentes para su género: treinta millones de copias, tres singles en el top 10, incluyendo un número uno con ‘Sweeet child O’Mine’… Aquí hay soledad, ira y mucho rencor, pero recuerden que los discos se componen de canciones, y aquí había muchas y muy buenas, un álbum donde las canciones menos conocidas son tan poderosas como los hits. Cincuenta minutos de música irresistiblemente verdadera urdida por cinco bárbaros invencibles.

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