«Por primera vez en la historia, Patti Smith en La Alhambra. Ecos del punk primigenio brotando desde el Generalife»
El pasado sábado era el turno de Patti Smith en La Alhambra. Un concierto único, enmarcado en la programación del festival 1001 Músicas-CaixaBank, que resultó ser una de las veladas musicales más inolvidables de los últimos tiempos. Por ella, por el entorno y por toda la magia de lo ocurrido.
Patti Smith
La Alhambra, Granada
Festival 1001 Músicas-CaixaBank
21 de septiembre 2024
Texto: SARA MORALES.
Fotos: ALBERTO SÁNCHEZ.
La noche en que el verano daba paso al otoño había en Granada una luz especial. Dos diosas se habían dado cita para batirse en duelo por su hegemonía, reivindicando su leyenda, disputándose la posteridad. Una posteridad que, en realidad, ambas poseen y arrastran ya, por ser una la cuna de la belleza arquitectónica de un tiempo de nuestro pasado histórico, solemne palacio nazarí, dorado Patrimonio de la Humanidad. Y por ser la otra madre del sonido que incendió la revolución en los setenta, reina del punk, poeta humanista, Patrimonio de la Humanidad también. La primera, con piel de piedra, hojas de acanto, mocárabes, yeserías y azulejos de mil colores. La segunda, con piel de arrugas y bagaje, alma chamánica, nervio callejero y voz de toda una vida gritando a la libertad por un mundo mejor en el que todavía cree y nos hace creer.
Sobrecogedoras e imponentes ambas, se impidieron la rendición, y convirtiéndose la una en hogar de la que había cruzado un océano solo para asistir a este momento y regalárnoslo, y la otra en voz de la que siempre ha permanecido en silencio, dieron lugar a una de las alianzas más mágicas de las que hemos podido ser testigos en los últimos tiempos: Patti Smith en La Alhambra. Ecos del punk primigenio derramándose desde el Generalife.
«El carisma de una mujer sencilla que invita a la fraternidad y a la armonía, que logra transmitir, tan solo con sus manos y su voz, sus creencias»
La persistencia del festival 1001 Músicas-CaixaBank —con Pepe Rodríguez al frente— por arrastrar hasta este espacio de ensueño músicas y propuestas que vayan más allá de las raíces clásicas, ya se saldó el año pasado con la presencia de Bob Dylan. Esta vez, la apuesta era la gran dama del bajo Manhattan, y de nuevo, la comunión fue posible, el sueño se hizo realidad.
El poder de una heroína y la magia de lo inesperado
Apareció Patti Smith envuelta en un fular blanco con granadas de color magenta dibujadas, en homenaje a la ciudad, al tiempo que los músicos que la acompañaban —su hijo Jackson a la guitarra, Anthony Shanahan al bajo, teclados y, en ocasiones, también guitarra, y Sebastian Rochford a la batería— revoloteaban ya entre las notas de “Dancing barefoot” a ritmo de blues rock. Levantó los brazos, saludó agradecida y dio comienzo al ritual. Con el poder embaucador y hechicero de una maga, empezó a desplegar sus brazos acogedores, cargados por la gracia del refugio al ajeno, mientras los árboles que la custodiaban iban tiñéndose de carmín, azul, morado y naranja. Sucedió esa noche, que volvimos a presenciar el carisma de una mujer sencilla que invita a la fraternidad y a la armonía, que arrampla con los males y logra transmitir, tan solo con sus manos y su voz, esas creencias que le brotan a cada gesto basadas en el sentimiento de hermandad y el poder irrevocable de la unión de las personas. En plena forma, aunque sin alardes ni ostentosidades, Patti Smith dio toda una lección de integridad, de humildad, de compromiso y de virtud ante los ojos de un aforo casi a rebosar, que iba quedando hechizado al contemplar a una de las más grandes compositoras e intérpretes de todos los tiempos. Historia viva de la música ante nuestros ojos, colándose a través de los sentidos. Haciéndolos suyos. Conquistándolos una vez más.
«Transformando el mito de “Un poeta en Nueva York” en “Una poetisa en Granada”, y devolviéndole el eterno regalo al más grande de nuestras letras»
Sucedió esa noche, que vimos a la trovadora de los subterráneos y de la conciencia de clase recitar a Lorca en su propia tierra. Imponiéndose a la injusticia y rescatando, en el más bonito inglés neoyorkino que hayamos escuchado nunca, versos de nuestra propia fábula, transformando el mito de Un poeta en Nueva York en Una poetisa en Granada, y devolviéndole el eterno regalo al más grande de nuestras letras. Sucedió también, que trajo en la maleta una versión del “Man in the long black coat” de Dylan y nos la mostró desde una teatralidad tan entusiasta y emotiva que despertó instintivamente los aplausos del público. Y, junto a ella, dos covers más: una enérgica e impresionante batalla de cuerdas para el “Fire” de Jimi Hendrix y una “Summertime sadness”, de Lana del Rey, que ya es más suya que de nadie. Sucedió que para “Redondo beach” se marcó un pequeño baile y que para “Cash” desenfundó toda su crudeza rockera, que la tiene, la sigue conservando. Y sucedió, además, que, con “Nine”, rindió tributo a sus compañeros apartándose a un lado del escenario para que el foco se pusiera sobre ellos en una especie de jam session arrebatadora y generosa, para poco después estallar, puño en alto, guitarra en mano e impronta combativa, con “Beneath the Southern cross”.
«Historia viva de la música ante nuestros ojos, colándose a través de los sentidos. Haciéndolos suyos. Conquistándolos una vez más»
Sucedieron demasiadas cosas esa noche. Pero quizá, la más significativa de todas ellas, la que vivimos en nuestra propia piel y demostró la veracidad que derrocha Patti Smith con su misiva y su legado, fue fruto del azar —que es caprichoso— pero que puso sobre la mesa la calidad humana y artística de quien teníamos delante: en las últimas notas del “Fire” de Hendrix y primeras de “Peaceable kingdom”, uno de los amplifiadores estalló en humo y el sonido desapareció. Se hizo el silencio. Allí arriba, en el escenario, Patti y los suyos, atónitos, sortearon la jugada con la mejor de sus sonrisas; aquí abajo, todos nosotros, comenzamos a cantar a viva voz e improvisadamente “Because the night” y “People have the power”. Ella, no solo siguió la reacción de los asistentes sumándose a ellos, sino que los invitó a acercarse al escenario para poder escucharla mejor y compartir juntos un momento que pudo ser fatal pero que, sin embargo, resultó ser el más trascendental y mágico de la cita. Todo el recinto, las —más o menos—mil cuatrocientas personas que lo habitaban, cantando a capella junto a Patti Smith dos de sus emblemas.
Cuando los técnicos lograron arreglar el problema y revertir la situación, el silencio se deshizo con ella más entregada si cabe, entonando, ahora ya sí, bien alto para que llegaran bien lejos, esas dos banderas hechas canción. Y llegaron, llegaron muy lejos, hasta dentro de cada uno de nosotros, nada menos. Y ahí se han quedado para siempre, a pesar de que ya estaban. Porque mientras nos despedíamos con una “Gloria” sobrenatural y terminábamos de asimilar lo que acababa de ocurrir, comenzamos a comprender lo que Patti Smith ha venido a hacer a este mundo. Lo sabíamos, pero ahora lo hemos visto. Lo hemos vivido. Con ella.