Trúpita
Nadie es perfecto
POLYDOR, 1985
Texto: JUAN PUCHADES.
Nadie es perfecto fue el segundo álbum –y según mis informaciones, último–, que grabó Trúpita. Un personaje que apareció en la escena musical española en 1984 con el elepé Con acento en la ú —del que se radió bastante «Esta noche me quiero descolgar»–. En él se destapó como un cantautor introspectivo de vocación pop y abiertamente bailable. Dicho de otro modo, era muy raro; con aquellas historias personales, en muchas ocasiones oscuras, lanzadas a ritmo de baterías programadas y de ese infierno que era el Fairlight –uno de los primeros ordenadores capaces de sonar a casi cualquier cosa, haciendo que todas ellas se escucharan igual de mal. En nuestro país, durante un tiempo, el único poseedor de uno era José María Mainat, el «feo» de La Trinca, posterior artífice de productos televisivos como Operación triunfo–. En resumen, y exagerando bastante, aquello era como escuchar la sintonía de la Vuelta Ciclista pero con letras trascendentes. Muy despistante todo, pero es que el productor era Julián Ruiz, especialista en resolver grabaciones de tecno castizo (Azul y Negro fue su banco de pruebas).
Un año después, Trúpita publicaba Nadie es perfecto, disco de nuevo con Ruiz en la producción, en el que la tormenta rítmica había amainado respecto a su antecesor, aunque todavía distaba bastante de lograrse que aquello sonara coherente. Sin embargo, detrás de esos muros de plas-plas-plas-plas (días de baterías programadas) y de esas orquestaciones de la juguetería Casio, quedaban las canciones. Maravillosas experiencias sonoras que se adentraban en ambientes depresivos y retrataban claustrofobias cotidianas.
Los cuatro primeros cortes de la cara A eran un tratado de soledad («Ya no sé»), existencialismo límite («Insomnio» y «La muerte de un retrato») y muy mala leche (esa memorable carta remitida al amigo recién casado en «La distancia»). Pero el festival dramático continuaba en el otro lado, donde, directamente, las curas psiquiátricas («Mírate»), los vicios de la vida en los años 80 («Beso amargo», «Nadie es perfecto») e incluso la sombra de la impotencia sexual («Esta noche»), cobran protagonismo. Pero la gema era esa «Tirana» («Quiero que entiendas, Tirana / la diferencia entre estar despierta o acurrucada en mi cama»), con aires levemente andaluces. Todo ello trufado de melodías contagiosas, momentos climáticos de lo más resultones y unos amagos de orquestación que hacen pensar qué habría sido de tanta belleza pop al borde del abismo en manos de alguien que hubiera comprendido el vaporoso lenguaje de Trúpita, como, por ejemplo, un Serge Gainsbourg cualquiera. Queda, en fin, un disco muy jugoso en el que ni el drástico encorsetamiento musical de aquellos años consigue malograr las asombrosas canciones que reúne.
[Revisión del texto publicado originalmente en EFE EME 43, de noviembre de 2002, posteriormente troceado y fusilado sin piedad (y sin mencionar a su autor) en internet]
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