Operación rescate: «Cuero español», de Loquillo y Trogloditas

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«No es ‘Cuero español’ un disco perfecto (ni falta que le hace), pero sí mágico, con esa magia rockera tan singular que, en ocasiones, trasciende desde los bafles y transmite la ilusión del grupo humano que le ha dado forma»

 

Loquillo y Trogloditas
«Cuero español»
EMI, 2000

 

Texto: JUAN PUCHADES.

 

Los ciclos musicales son inexorables. En el pop todo tiene fecha de caducidad. Los movimientos y los nombres se reciclan continuamente. Y en el español, con un mercado tan pequeño y voluble, más: los grupos y solistas de los años sesenta y los setenta sabían perfectamente que si lograban aguantar dos temporadas era mucho, y si superaban un lustro en el candelero, un triunfo. Los que alcanzaban la década con buena salud comercial eran poquísimos: los que tenían (alguna) posibilidad de perdurar en el tiempo. La regla no escrita pero inevitable en su cumplimiento, se aplicó también a los grupos de los años ochenta, y pocos, muy pocos consiguieron llegar en activo a los noventa. Entre ellos estuvieron Loquillo y Trogloditas.

Loquillo, José María Sanz, logró que el último disco en el que colaboró Sabino Méndez, el compositor principal de la banda, fuera un éxito comercial clamoroso: el directo de 1989 «¡A por ellos… que son pocos y cobardes!». De ese modo, el cambio de década le pilló subido en la ola de las grandes ventas y conciertos, logrando sortear la terrible frontera del primer decenio profesional sin mayores contratiempos. Además, supo agarrar con fuerza el timón y los dos siguientes discos («Hombres», de 1991, y «Mientras respiremos», de 1993), aunque suponían un drástico cambio estilístico con la etapa anterior debido a la evidente nueva dirección sonora que implicó la salida de Méndez y la llegada de canciones con la firma de, entre otros, Gabriel Sopeña, eran también los del necesario crecimiento formal. Y si una parte de su parroquia (la más inmovilista) le dio la espalda por la ausencia de Méndez, la nueva era más numerosa (gracias al efecto de «¡A por ellos… que son pocos y cobardes!», aquello se multiplicó por decenas de miles). Hasta logró que se aceptara sin mayores sobresaltos el radical giro de registro que representaba «La vida por delante» (1994), su primer disco en años sin Trogloditas y el primero de los conocidos como «de poetas». Pero a partir de 1996 (y del fallido «Tiempos asesinos», el primer tropezón artístico serio de su carrera), la cosa comenzó a torcerse, a ponerse cruda. En 1998 ya no tenía contrato discográfico y «Con elegancia» (la continuación de «La vida por delante», es decir, el segundo disco «de poetas») salió en un pequeño sello con el que Loquillo estaba condenado a no entenderse y al poco de estar en la calle, la vida comercial del cedé finalizó abruptamente.

Para entonces, Loquillo estaba muerto tanto para la industria discográfica como para los medios. El crédito se le había acabado: se le comenzó a considerar un personaje del pasado sin nada que aportar musicalmente. Lo que no había sucedido a finales de los ochenta, tenía lugar una década después. Pero ni estaba muerto ni estaba tomando cañas. Seguía vivo, y bien, pese a la indiferencia general, pero apoyado por un buen número de fieles seguidores. Fajador profesional, estaba trabajando, peleando. Solo, pero peleando. Y, lo mejor, dando forma a buenos proyectos, a su aire, mientras arrastraba a unos Trogloditas que en la práctica solo eran una formidable banda de directo, poco más. En 1999 todavía se enrocó más, publicando, contra pronóstico y contra lo que dictaba el sentido común, el valeroso «Nueve tragos», un álbum influido por el swing de Sinatra y la alegre muchachada del Rat Pack, un glorioso castillo en el aire, un gran capricho. Pero el sello que lo editó feneció a las pocas semanas de publicarlo. Eran tiempos difíciles para José María Sanz, no cabe duda.

En 2000, quiso volver al rock y registrar un disco con Trogloditas (con los que no había material nuevo en estudio desde 1996), pero sin discográfica, decidió grabar por su cuenta y como productor confió en Jaime Stinus, que acababa de regresar de pasar una larga temporada en Cuba grabando a músicos de la isla. Una apuesta arriesgada, pues Stinus era, como él mismo, una especie de gloria del pasado: guitarrista de nombre mítico y productor errático (de Radio Futura y Los Rebeldes a Azuquita media un trecho), en ese momento parecía alejado de la órbita rock. Pero como el que tuvo retuvo (y Stinus conoce el abecé del rock mejor que nadie), se puso manos a la obra. Mientras el disco se grababa, Loquillo buscaba discográfica para editarlo, y finalmente fue EMI, su antigua casa, la que se animó, pero desde el departamento de «marketing estratégico», es decir, la división especializada en reediciones y recopilatorios. No era lo ideal, pero al menos la distribución sería excelente. Así llegó a las tiendas «Cuero español», el disco que no acabaría con las dificultades –el dato es revelador: su sucesor se publicó bajo una marca (la cuarta en cuatro discos) especializada en dance– pero que abría una nueva etapa musical, aportaba nuevo repertorio rock al grupo (en realidad a Loquillo) y permitiría a su líder seguir en acción: los conciertos no fallaban, y el de Loquillo y Trogloditas, con un cancionero dorado y larga historia, era un nombre seguro para la contratación. Pocos apreciamos que con «Cuero español» se abría una nueva etapa, pero por entonces eran escasos los medios que se molestaban en escuchar sus discos (casi solo desde EFE EME, convencidos de la calidad de los trabajos que estaba editando y de la fortaleza de su directo, lo tratábamos como a un artista en activo, dedicándole, incluso, portadas).

Los artistas, aunque a veces no lo parezca, en el fondo son como la mayoría de los mortales, y ellos, al igual que nosotros, también viven obsesionados con la música que escucharon en su juventud, esa que oída en periodo de formación vital/cultural ya no nos abandonará jamás y definirá nuestras inclinaciones sonoras de por vida. Loquillo, a comienzos de los años setenta, escuchó de fondo, en los recreativos y en los coches de choque, a Suzy Quatro, a Bowie y a los macarras de Sweet. Es decir, el glam rock. Y ese sonido es el que quiso que Stinus buscara, recreara y actualizara para «Cuero español» (título de resonancias dylanianas). Algo que se consigue, esencialmente, en el tratamiento de las  guitarras eléctricas y en el corte que abre el disco, ‘Quiero acariciar el rock and roll’, un canto al poder del rock que Pepe Risi (la conexión con el glam tiene sentido pues Burning fue de los primeros grupos hispanos en apuntarse a esta corriente) le había pasado a Loquillo antes de morir y que aquí, cantado con voz grave, se nutre de esas guitarras gruesas y coros inspirados por la tradición glam rock. Risi también le legó un estupendo segundo tema, que sin título acabó por denominarse ‘La sonrisa de Risi’, una canción rápida con mensaje directo: «Vencerás si luchas con pasión». Andrés Calamaro colaboró en ella como invitado, poniendo su voz y, además, cedió una canción propia de las muchas inéditas que guardaba por entonces, la ácida ‘El mago Merlín’, que acabó como tema oculto al final del cedé, cantada a dúo por Loquillo y él mismo, que se hizo cargo de la mayor parte de los instrumentos.

Levemente glam, pero premeditadamente stoniana se desliza la vacilona ‘La chica que fue’, con música musculosa de Jordi Pegenaute (miembro intermitente de Trogloditas y responsable de la dirección musical de «Nueve tragos»), con letra de Loquillo y Susana Koska sobre una treintañera asustada por la edad y con ganas de vivir de nuevo tras una vida acomodada. Acierto completo fue recuperar ‘Cazadora de cuero’, canción del grupo murciano de los ochenta Farmacia de Guardia (el propio vocalista de la banda, Jam Albarracín, ahora periodista musical, se sumó en la segunda voz), un tema tremendo en homenaje a Sid Vicious («Voy a teñir mi pelo, / te recordaré / en mi cazadora de cuero»), con ese garbo especial que tienen algunas canciones que parecen alumbradas con vocación de clásicas (pese a la modestia de su edición primera). Esta versión vibra con potencia, apuntalada por esas guitarras secas pero corpóreas (herederas de las que Mick Ronson grabó para Bowie y que planean sobre gran parte del disco) mientras Loquillo canta con la convicción de saber el monumento que está interpretando.

Sin embargo, las piezas mayores e indiscutibles de este disco son otras. Cinco en concreto. Todas ellas seguidas en la segunda parte del álbum, como si conformaran una grandiosa cara B de un vinilo; dado su evidente cambio de registro musical con las precendentes, es casi como si estuviéramos ante dos álbumes: todas con sonido distinto a las anteriores, más orgánico, menos glam (aunque las guitarras eléctricas mantienen el lenguaje común en todo el disco, por momentos excesivo), llevan letra de Sanz y música de Gabriel Sopeña en uno de sus momentos más inspirados. El quinteto comienza con ‘Cuando fuimos los mujeres’, canción de tono épico en sus variaciones rítmicas que arranca como una balada y termina con intensidad para hablar de aquellos tiempos de juventud exultante que los años sepultan para no volver: «Cuando fuimos los mejores, / nuestro otro yo nos acechaba. / Mercaderes de deseos, / habitantes de la nada». Stinus se recrea en unos bonitos arreglos de cuerda (resueltos con teclados, que el presupuesto no daba para más) y los cambios de guitarra acústica por eléctrica en el estribillo son todo un acierto que contribuye a lograr ese palpitante clima heroico con el que se busca subrayar la intensidad de lo cantado, con Loquillo en una de las grandes interpretaciones del disco.

‘Free cinema’ es una balada que gira alrededor de los primeros años ochenta en Madrid (la referencia a Rock-Ola sirve para situarnos en el tiempo y el espacio), y versa sobre una chica de esas elegantes a las que le gusta cantar a Loquillo, con su punto intelectual, pero con la gracia de saber moverse tanto en las avanzadas salas de arte y ensayo como en los frívolos locales de moda. El rock de la escuela stoniana reaparece en ‘Malo’, un tema formidable que invita a la lucha, a no quedarse parado ni anclado en los tiempos pasados (en sana contradicción con la nostalgia de las dos canciones anteriores), asumiendo el bagaje personal pero como punto desde el que propulsarse. Algunos versos pueden entenderse como reflejo del momento profesional que atravesaba el propio Loquillo: «Las manecillas del reloj volverán a dar tu hora, / malo si te duermes, / malo si te pierdes, / malo si te ignoran, / tu futuro se agota».

Para el último tramo del disco, quedan dos canciones de esas a las que el tiempo no logrará erosionar jamás: la hermosísima ‘Por amor’ y ’21 abril 1981′. La primera con gran melodía clásica de Sopeña, en clave de sosegado pero trotón country rock, y letra de Sanz de aquellas de autoafirmación que firma cada tanto: «No será fácil viajar a mi lado, / dejo huella y cadáveres a mi paso. / Conduciré en buena dirección, siempre habrá una buena razón, / para creer en ti y en mí, / en los dos, / por amor». Magníficamente arreglado (aunque hacia el final unos innecesarios guitarrazos rockistas sorprenden por accesorios) es tema mayor en el cancionero de Loquillo y su escucha sigue provocando escalofríos.

Magistral es también el último corte, ’21 abril 1981′, título que hace referencia al primer concierto en España (en Barcelona) de Bruce Springsteen, dentro de la gira mundial de presentación del torrencial «The river». Y como un guiño al sonido clásico de la E Street Band, se arranca con una introducción que se inspira por ese rock de campanillas que marcó la primera parte de la carrera del de Nueva Jersey (desde «Born in the USA» la cosa viró en exceso, y no para mejor, seamos sinceros). El texto, de nuevo girando alrededor del pasado, trata de capturar el imaginario temático de Springsteen en algunos de los versos iniciales («Nos educaron / como perdedores / y nos agotamos / queriendo ser / los mejores») pero, en realidad, la canción –con el estribillo relegado al final– habla de la alegría de aquel momento, de aquella noche, de aquel tiempo (con guiño a «La guerra de la galaxias» incluido): «Ojalá que vivas tiempos interesantes / que borren los años perdidos junto a mí. / Quiero que la fuerza te acompañe. / Quiero que sonrías como aquel 21 de abril. / Quiero que tu vida sea, / ojalá tu vida sea / ojalá que sea como aquel 21 de abril». Muy inteligente reivindicar ese concierto como tiempo feliz, que fue mítico incluso para los que no estuvimos en el pabellón de deportes de Montjuic, pero que al día siguiente, emocionados, escuchamos unos fragmentos que Carlos Tena grabó de forma pirata y emitió en RNE, los mismos que analizamos cada centímetro en cuatricomía de las fotos que semanas después (no había internet y debíamos esperar la salida de los mensuales) publicó «Vibraciones» disparadas por Francesc Fàbregas ilustrando un entregado artículo de Ignacio Julià: no había dudas, estábamos viviendo ese futuro del rock and roll que, años atrás (aquí todo llegaba un poco tarde), le cambió la vida a Jon Landau. Era otro tiempo en la historia del rock, con la leyenda del último gran héroe que ha dado el género despegando (lo dicho, tarde) en España. Tiempos dichosos que Loquillo, adicto a la mitomanía generacional, reflejó con ingenio en el texto.

No es «Cuero español» un disco perfecto (ni falta que le hace), pero sí mágico, con esa magia rockera tan singular que, en ocasiones, trasciende desde los bafles y transmite la ilusión del grupo humano que le ha dado forma, en este caso apostando por el futuro, por comenzar de nuevo. También es una obra ineludible en la carrera de Loquillo, pues con ella se iniciaba una etapa que llega hasta la actualidad, doce años después, en la que ha confiado exclusivamente en un mismo productor, Jaime Stinus, las riendas de su destino discográfico. Seguramente, si hubiera esperado un año y hubiera seleccionado los mejores temas de «Cuero español» y «Feo, fuerte y formal» (que también merece por méritos propios un «rescate») para diseñar un único álbum, hoy estaríamos hablando de una obra maestra, pero entonces a Loquillo el tiempo se le escapaba entre los dedos y probablemente sentía que tenía que correr hacia adelante, como fuera, en una carrera cuyos obstáculos parecían insalvables. Al final, en 2008, alcanzó la meta con «Balmoral» bajo el brazo y el reconocimiento unánime. Pero la maratón que se había metido en el cuerpo, no se la quita nadie. Seguro que él no la olvida.

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