“‘Loco por incordiar’ ostenta el título de mejor disco de Rosendo cuando su discografía ya computa un montón de ellos, concretamente quince álbumes de estudio, cuatro directos, otro directo compartido, una banda sonora original y varias compilaciones aliñadas con rarezas y curiosidades”
El treinta aniversario del primer disco en solitario del músico madrileño tras su etapa en Leño son una excusa como otra cualquiera para rendir homenaje a uno de los discos esenciales de su carrera, fruto de una complicada maraña de problemas discográficos que marcaron el mensaje del álbum. Un análisis de Josemi Valle.
Rosendo
“Loco por incordiar”
RCA, 1985
Texto: JOSEMI VALLE.
En estos días se cumplen treinta años de la publicación de “Loco por incordiar” (1985-2015). Parece increíble que haya pasado tanto tiempo en tan poco tiempo, pero esta constatación corrobora que aunque los días suelen ser muy largos, la vida es breve. “Loco por incordiar”es el debut en solitario de Rosendo Mercado. Estamos en 1985, el hombre a una Stratocaster y una voz de lija pegado tiene treinta y un años cuando, tras despedirse para siempre de los difuntos Leño, se enrola en una aventura en la que ya no tendrá que tomar decisiones consensuadas. El álbum posee una trastienda de terapia autoaplicada. En cada surco del vinilo se intuyen los devaneos personales a los que se enfrenta Rosendo después de ser condenado a no poder grabar hasta resolver los enredos judiciales con Zafiro derivados del adiós de Leño. Inicialmente se iba a registrar un nuevo disco del grupo, la cosa se demoró más de la cuenta y, cuando Zafiro dio vía libre, Rosendo ya no quería hacerlo ni con Leño ni por supuesto con el nombre de Leño pero sin sus integrantes originales. En este tira y afloja que duró varios años descansa toda la genealogía de “Loco por incordiar”.
El contexto
Rosendo necesita ingresos para sufragar los costes que supone vivir, tiene gastos como cualquier persona adulta con la vida pautada, es padre de un hijo, hay que enfrentarse a las facturas y la eterna espera atravesada de una corrosiva incertidumbre le pone de los nervios. En vez de pagar la minuta de un profesional del diván, nuestro protagonista se psicoanaliza él solo a golpe de canción. Utiliza el rocanrol como ejercicio catártico, un exorcismo con el que ahuyentar a los demonios interiores. Está tan escaldado de todos los entuertos leguleyos que le montan en Zafiro, que su nueva andadura llevará su nombre para evitar que alguna discográfica pueda quedárselo en el hipotético caso de que la relación expire. Después del latrocinio legal sufrido con Leño cualquier precaución es poca. Recordemos que Zafiro se niega a darle la carta de libertad y Rosendo no puede grabar con ningún sello, y que finalmente se la concede con la condición de que los miembros del trío (Rosendo, Tony Urbano y Ramiro Penas) cedan a la compañía los royalties que genere su propia obra durante veinticinco años.
El entramado narrativo de la ópera prima de Rosendo recoge esta realidad patibularia, verbaliza y musicaliza la indignación, la frustración, la precarización del propio proyecto que es su carrera en solitario, que en ese momento genera muchas dudas, acrecentadas además por el eternizante punto muerto judicial. ¿Acogerá la militancia más rockera a Rosendo, se le indultará por el supuesto crimen de haber periclitado a Leño cuando el trío estaba en su momento más inspirado y toda la feligresía esperaba ansiosa un nuevo elepé tras el sobresaliente “Corre, corre”? Rosendo está en un imaginario banquillo de los acusados y todavía no se sabe cuál será el veredicto. “Loco por incordiar” será su confesión, el testimonio con el que persuadir al tribunal.
El productor será Carlos Narea, brazo derecho por entonces de Miguel Ríos. Rosendo y los Leño habían coincidido con la camarilla de Miguel teloneando algunas galas del “Rock & Ríos” de 1982 y luego ya íntegramente como parte del macroespectáculo “El rock de una noche de verano” de 1983, una gira mastodóntica sin precedentes en la que además de los citados Miguel Ríos y Leño participaba una bisoña Luz Casal con un solo disco bajo el brazo. De ahí que no resulte extraña la presencia en los créditos de Narea (que además de producir el álbum hará coros y percusión), de Tato Gómez al bajo (la batuta de la banda del “Rock & Ríos”), y del batería Sergio Castillo (que junto a Mario Argandoña le daba a los parches en las dos baterías que acompañaban a Miguel Ríos aquellos años de absoluta hegemonía). El disco se graba en Colonia y Bruselas en marzo de 1985. Allí residen los músicos y allí tienen a su disposición un buen estudio. Al instante de recibir la carta de libertad, Rosendo coge las maletas y en una decisión relámpago se va para Alemania a registrar las canciones compuestas en su cautiverio. Tiene firmado un precontrato con RCA y todo es tan rápido que en vez de reclutar a los músicos que luego le acompañarán en directo graba con estos músicos de sesión, a los que se les alista Andreas Schimidgen a los teclados.
El disco
En los surcos del álbum Rosendo levanta acta notarial de su modo de habitar el mundo. Musicalmente ofrece rocanrol a la brava con melodías tarareables y textos irónicos, sarcásticos, con un punto macarrilla. Hay elementos consanguíneos con Leño, porque resulta imposible volver a escuchar la voz aguardentosa de Rosendo y el inconfundible sonido de su guitarra y no acordarse de la banda nodriza. Sin embargo, también hay coordenadas sonoras nuevas. Rosendo no quiere caer en la petrificación a la que conduce el heavy y se ve muy claramente que se aparta adrede de los sonidos de la grey metalera. Escucha a Talking Heads, The Cars, Midhnight Oil, The Police, sonidos de la new wave, referentes que escandalizan a los puristas de las tachuelas. Rosendo ansía “desterritorializar” su música, tomar distancia con el rockerío hermético y refractario a todo lo que suena novedoso. Esta apertura a sonidos frescos le hará ser el único rockero proveniente de los antediluvianos setenta que aguante la eclosión de la movida madrileña que condenará al ostracismo a tantos de sus coetáneos.
El álbum arranca de una manera espídica. Un sintetizador in crescendo horada los oídos contagiando vitalidad y energía hasta que la guitarra toma el relevo y enseña su libro de estilo. Rosendo ya está aquí tres años después de “Corre, corre”, ha vuelto de su travesía del desierto y viene con las pilas hipercargadas. En ‘Agradecido’ ironiza sobre su propia situación mientras musicalmente ofrece todo su magisterio en cuatro minutos. Velocidad, guitarras febriles, voz ahumada, retórica barrial, ironía de un tipo feliz de volver a la pelea. Elegida acertadamente como primer single, y en un principio también como canción que iba a bautizar el elepé, es uno de los momentos cenitales de su discografía. También comprobamos que su voz de cazalla suena paradójicamente más sedosa, menos aguerrida que en la época hippie de Leño. ‘Corazón’ es un tema de ritmo entrecortado pero de pegada contagiosa que se acelera en el estribillo. Incluye teclados muy protagonistas que permiten deducir que estamos ante un sonido diferente. El texto es un lapo al egocentrismo y al divismo insufrible. Habla del final de una relación porque una de las partes se ha hartado de claudicar, y visto el contexto en el que está escrita probablemente se trate más de la apesadumbrada relación contractual con Zafiro que de una ruptura sentimental. ‘Y dale!’ también lleva un ritmo más lento, pero es creativamente intensa y adhesiva, una de las mejores piezas no sólo del disco, sino de toda su carrera. Si una máxima kantiana certifica que la autoestima es un deber hacia uno mismo, Rosendo afirma lo mismo pero en su lenguaje: “No hay razón por la que siendo un bribón tengas que hacer de payaso, no hay por qué hacer un acto de fe cuando se tiene un fracaso”. Loa a la dignidad y a mantener impoluto el autoconcepto de uno mismo en una llamada a la acción y a recuperar el tiempo perdido.
La zigzagueante y pegajosa ‘Callejones’ es un canto a la voluntad de vivir. Ofrece muchos cambios, vericuetos y teclados para imprimir más variedad a su propuesta. La autoría del texto es de Ramoncín, que también le echará una mano en la letra de ‘Me gusta así’, un relato identitario de autoafirmación y del placer del músico cuando comparte su música. ‘Pan de higo’ y ‘Loco por incordiar’ (cuyo mensaje explícito servirá para nominar definitivamente al álbum) son dos piezas mayúsculas escritas en tablillas de piedra en el folclore rockero autóctono. Estamos ante dos canciones de melodías inmarchitables, breviarios en clave hilarante de cómo funcionar, simpatía por lo sencillo, apego a la clase social, nada de figureo ni de mamoneo, loco de dar con el palo en el avispero, y todo a ritmo de frenético rocanrol guitarrero e infeccioso. Es Rosendo en estado puro, caústico, alegre, enrollao, con ganas de ser impertinente, de no ir de tan bueno por la vida (la experiencia con Zafiro le ha abierto los ojos), pero sanote, buen chaval, imposible que no te caiga bien. El disco sigue regalando adrenalina con la autobiográfica y potente ‘Crucifixión’, la cosmovisión de alguien que ya está de vuelta de muchas cosas, y que de nuevo vincula con el doloroso e incierto paréntesis post Leño. La opera prima se cierra con un instrumental protagonizado por una sosegada y solitaria guitarra, algo parecido a lo que ya había hecho en el debut discográfico de Leño. ‘Buenas noches’ es sencilla pero muy emotiva, casi una nana para despedir el álbum.
La portada
Todo este material sonoro viene escoltado por una portada entrañable que ya pertenece al imaginario del rocanrol patrio. Un Rosendo enjuto, pelo largo, vaqueros desgastados y camiseta de manga corta, con una mano dándole una chulesca calada a un cigarro y con la otra agarrando su inseparable guitarra que lleva colgada de la correa. Todo sobre un fondo que asemeja un envejecido papel de estraza con la firma de nuestro protagonista a su lado y la R inicial en forma de monigote. Parece un dato prosaico, pero esta portada ya icónica y la aparentemente desabrida estampa de Rosendo guardan toda una declaración de intenciones para la época. Rosendo no va ni de heavy ni de rockero ni de nada. Aquí no hay impostura, ni carnaval, ni circo, ni indumentaria estrambótica y artificial tan usual aquellos años de pelos cardados y cazadoras imposibles. Es un tipo corriente que se sube al escenario igual que podría ir a currar o bajarse al bar de la esquina a tomarse una cerveza.
Han pasado treinta años de la publicación de este auténtico tratado de rocanrol sobre la dignidad y el respeto a uno mismo expresado con un punto gracioso e irónico. Tres décadas después hay que agregar dos conclusiones irrefutables. “Loco por incordiar” ostenta el título de mejor disco de Rosendo cuando su discografía ya computa un montón de ellos, concretamente quince álbumes de estudio, cuatro directos, otro directo compartido, una banda sonora original y varias compilaciones aliñadas con rarezas y curiosidades. Y Rosendo sigue siendo el mercado más decente y fiable. Ya lo sabíamos en 1985, pero no teníamos datos ni tan transparentes ni tan empíricos como ahora para afirmarlo sin la más mínima duda. Enhorabuena al maestro. Se le quiere.
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Anterior entrega de Operación rescate: “Free jazz”, de Ornette Coleman.