Operación rescate: “Física y química”, de Joaquín Sabina

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“Un disco que ha logrado permanecer indemne ante la erosión del tiempo, pero es que no solo se benefició de un repertorio inmejorable de principio a fin, sino que arreglos y producción fueron irreprochables”

 

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Joaquín Sabina
“Física y química”
ARIOLA/BMG, 1992

 

Texto: JUAN PUCHADES.

 

El lanzamiento en 1986 de “Joaquín Sabina y Viceversa en directo”, situó al de Úbeda en el disparadero popular. Pero trabajador incansable, un año después tenía nuevo disco en la calle, el inspirado “Hotel, dulce hotel”, que tirando de canciones como ‘Pacto entre caballeros’ y, sobre todo, ‘Así estoy yo sin ti’, sirvió para que sus excelentes maneras como compositor le fueran conduciendo hacia la división de honor de la música española (ese espacio reducido en el que conviven intérpretes de toda condición sin importar su adscripción musical). Además, desde la base estaba trabajándose Latinoamérica; sembrando, como quien dice. En 1988 seguía en racha y ponía un nuevo álbum en las tiendas (y llevaba cinco seguidos en cinco años, que no es broma): “El hombre del traje gris”, encabezado por la gloriosa ‘¿Quién me ha robado el mes de abril?’. Cuando en 1990 llegó “Mentiras piadosas”, Sabina estaba cómodamente instalado en las grandes ventas y los conciertos multitudinarios, y la América que comparte idioma había respondido y comenzaba a adorarle. A él, por su parte, aquellos países le habían robado el corazón, y como prueba de ello dejaba la escalofriante ‘Con la frente marchita’, de inspiración argentina. Pero la cosa iría a más y el cantautor, poco a poco, lo sería de los dos continentes, y ello, inevitablemente, se dejaría sentir en su música.

Llega 1992 y Joaquín Sabina lanza “Física y química”, que incluye ‘Y nos dieron las diez’, uno de esos temas que parecen haber nacido para calar en públicos de toda condición. Y no hubo que esperar a las once para que se desatara la locura. Esa canción consolidó todo el trabajo hecho hasta entonces y disparó las ventas del disco hasta cifras astronómicas tanto en España como en América: más de un millón de ejemplares vendidos. Pero lo mejor es que “Física y química” era (es) un álbum mayúsculo. Rotundo. Tras “Juez y parte” (1985), la segunda obra maestra que dejaba su discografía. Un disco con un repertorio sin fisuras y perfectamente arreglado y producido por él mismo, Pancho Varona y Antonio García de Diego.

‘Y nos dieron las diez’ (hermano del ‘Ojos de gata’ de Enrique Urquijo) es precisamente el tema que abre “Física y química”, y lo cierto es que, a estas alturas, poco se puede decir de él: que Sabina se lo dedicó a Juan Echanove y que narra uno de esos episodios sexuales tan habituales tras una noche de concierto. Un polvo en gira, por llamarlo de alguna manera. Pero Joaquín, inspiradísimo, supo cómo rematar la historia al contar que un año después el músico recala de nuevo en el mismo “pueblo con mar” y va a la búsqueda de la chica, pero en lugar de encontrarse con el bar en el que trabajaba ella, se tropieza con una sucursal del Banco Hispano Americano, con la que se lía a pedradas. Todo ello narrado con una gracia que desarma al oyente: “Los clientes del bar / uno a uno se fueron marchando, / tú saliste a cerrar, / yo me dije: / ‘Cuidado, chaval, te estás enamorando’, / luego todo pasó / de repente, tu dedo en mi espalda / dibujó un corazón / y mi mano le correspondió debajo de tu falda”. Y por si no hubiera bastante, la canción es en realidad una ranchera, como para reafirmar su enamoramiento americano. Ranchera a su modo, con triste clarinete incluido. No tardó ‘Y nos dieron las diez’ en convertirse en una de esas canciones que trascienden a su autor, que lo dejan de lado y que se incorporan con naturalidad al cancionero popular, en este caso al de nuestro idioma. Que es quizá una de las cosas más hermosas que pueden sucederle a un compositor. El propio Sabina fue testigo en ocasiones de cómo era pieza habitual en el repertorio de músicos anónimos mexicanos.

‘Conductores suicidas’ es el retrato de alguien brillante que, acostumbrado a caminar por el filo, finalmente cae. En gran medida parece que estaba inspirada, de forma exagerada, por Manolo Tena. Aunque con los años el retrato casi que también se podía ajustar al del propio Sabina: “¿Cómo te has dejado / llevar a un callejón sin salida, / el mejor dotado / de los conductores suicidas?”. En realidad, poco importa si está basada en hechos reales o no, pues se trata de otro de esos estupendos relatos humanos que cada tanto firmaba su autor por aquellos años, capaz de trasladar al papel de manera deslumbrante vivencias de perdedores a los que dotaba de vida. Musicalmente la canción es hija de una de las escuelas en las que se mueve Joaquín, la de JJ Cale, esa de medios tiempos levemente correosos que aquí se perfila con la presencia constante de la guitarra: pero es que firmando la música, además del propio Sabina, están Javier Vargas (que también toca) y la pareja Varona y García de Diego, todos guitarristas.

En diversas ocasiones Sabina ha confesado que ‘Yo quiero ser una chica Almodóvar’ la escribió con mucho cariño. Pero… ¡no lo parece! Bien es cierto que no hace sangre, pero tampoco estamos ante, precisamente, un homenaje, y la podríamos incluir, incluso por su melodía añeja (como de vodevil), en el grupo de sus canciones satíricas. Además, al contrario de lo que sucede con otras composiciones de su repertorio muy marcadas por la actualidad (y por tanto desfiguradas con el tiempo), esta todavía mantiene su vigencia: todos reconocemos ese engarce de títulos y de protagonistas de films almodovarianos. Luis Eduardo Aute echó una mano en la música.

Y llega una de las grandes canciones del disco, ‘A la orilla de la chimenea’: una balada excelentemente cantada (Joaquín ya no tenía el tono inseguro de los primeros discos y todavía no se había rajado la garganta), una declaración de amor cien por cien sabiniana, marcada por esos inventarios de posibles que tanto le gustan (y que tanto disfrutamos): “Puedo ponerme cursi y decir / que tus labios me saben igual que los labios / que beso en mis sueños, / puedo ponerme triste y decir / que me basta con ser tu enemigo, tu todo, / tu esclavo, tu fiebre, tu dueño. / Y si quieres también / puedo ser tu estación y tu tren, / tu mal y tu bien, / tu pan y tu vino, / tu pecado, tu dios, tu asesino”. Tremendo.

Pero para inventario el imponente que despliega en ‘Todos menos tú’, una canción en la que la búsqueda de un amor le sirve para levantar acta de la prórroga de la movida, fotografiando ese Madrid que estaba apagando sus luces tras las noches doradas. Es un fresco rockero (que coquetea con el funk en el estribillo) de aquellos días, y no es difícil imaginar a Sabina tomando apuntes en directo acodado en la mesa o la barra de algún bar, imaginando las vidas que se escondían tras los beodos pobladores de la madrugada. Pero ese genio de naturaleza casi paranormal para hilar letras en forma de letanías en las que se despacha con ristras de términos, alcanza la cúspide en la incandescente ‘La del pirata cojo’ (que originalmente abría la segunda cara del elepé), en la que el inventario es de vidas imaginadas, de vidas imposibles de ser vividas. Todas sorprendentes, algunas, sencillamente, maravillosas (“cigarrillo en tu boca”, “arañazo en tu espalda”, “polizón en tu cama”); otras, chistes privados (“¿policía? Ni en broma”) e incluso alguna, tristemente de nuevo, de plena actualidad: “suspenso en religión”. Al final, Sabina se queda con la del “Pirata cojo, con pata de palo, / con parche en el ojo, / con cara de malo”. En lo musical, es un clásico rock and roll (con piano canónico al final), interpretado con contundencia y bravura. Y es que hacía mucho tiempo que estaba inmerso en el rock y alejado de la imagen del cantautor típico, e incluso sus baladas más abiertamente cantautoriles las afrontaba desde la óptica del músico de rock.

‘La canción de las noches perdidas’ es una oda a la noche levantada a ritmo de blues con arreglos jazzísticos que recuerda a la primera etapa de Tom Waits. Ya no había dudas de que la noche era el elemento sabiniano por excelencia. Algunos versos son matadores: “Canta la canción de las noches perdidas, / quema como el gas azul de los mecheros, / sirve para echar vinagre en las heridas, / miente como mienten todos los boleros”.

Con ritmo de martilleante swing se desarrolla ‘Los cuentos que yo cuento’. Otra pieza maestra en la que sale el Sabina narrador de vidas ajenas, en esta ocasión la de una familia sumida en la especulación inmobiliaria (sí, de aquellos polvos llegaron estos lodos que nos ahogan), incluyendo pasajes bíblicos en una letra magnífica, perfectamente integrada en la melodía, e interpretada con gusto por un Sabina sabio en el ejercicio de su oficio. Y no está de más recordar lo bien cantado que está este disco, porque parece que en ocasiones solo asociemos a Sabina con textos excelsos (y es lógico: ha dejado algunas de las mejores letras de canciones que se han escrito en español) y en menor medida (pero también) con brillantes melodías, sin embargo su voz es como si siempre hubiera sido la que hemos conocido en los catorce años que nos separan de “19 días días y 500 noches”, y no: Sabina durante parte de los ochenta y casi todos los noventa cantó que daba gusto oírlo (y están los discos para corroborarlo). No era Sinatra, pero sí un tipo absolutamente expresivo; y ahí hay que buscar también el secreto de ese conectar con todo tipo de audiencias: en la capacidad de comunicar con su interpretación. Algo que unos tienen y que otros buscan y no encuentran jamás. Y él siempre lo ha tenido. Además de un carisma desarmante.

En la recta final, ‘Peor para el sol’ (balada marca de la casa) incidía en las seducciones de una noche, en esta ocasión con una mujer, a la que suponemos todavía casada, o tal vez separada, que deja claro que al amanecer todo habrá acabado y que él no debe enamorarse. El estribillo es delicioso y el cuerpo de la letra (larga como casi todas las del disco: Sabina cada vez necesitaba desarrollos más extensos) incluye alguna de esas maldades tan maravillosas que solo se le ocurren a este hombre: “Nos sirvió para el último gramo / el cristal de su foto de boda”.

El cierre en la edición original en vinilo lo ponía ‘Pastillas para no soñar’, un canto enloquecido al golferío, a la mala vida, que serviría para ir fijando la imagen de Sabina como crápula impenitente. En el fondo es un tema que reivindica el vivir con intensidad hasta el final, el hacer lo que te plazca. Los toques beatlelianos en la fiesta verbenera que se acaba organizando son un guiño ingenioso que, además, funciona a la perfección.

Pero la versión de “Física y química” que se comercializó en casete y en cedé, escondía otro tema: ‘Amor se llama el juego’. Una canción que Joaquín decidió dejar para esos formatos que se vendían menos que los vinilos, en la esperanza de que pasara más desapercibida, pues le parecía que en esta intensa balada de final de relación había dejado mucho de sí mismo, hablando de su situación sentimental del momento con demasiada claridad. En todo caso, su temática es absolutamente universal y está escrita con la pluma de la más exquisita sensibilidad: “Y cada vez peor / y cada vez más rotos / y cada vez más tú / y cada vez más yo / sin rastros de nosotros”.

“Física y química”, al contrario que otros discos de su autor, ha logrado permanecer indemne ante la erosión del tiempo, pero es que no solo se benefició de un repertorio inmejorable de principio a fin (absolutamente perfecto se podría afirmar sin exagerar), sino que arreglos y producción fueron irreprochables: contenidos pero imaginativos, al servicio de la canción pero también de la unidad del disco como obra completa, tan asumibles por el público que busca solo melodías y letras con las que acompañar su vida, como paladeables por el explorador de sonidos que aprecia el detalle instrumental. Habría que esperar hasta 1999 para que Joaquín Sabina volviera a dejarnos otra obra tan gigantesca como esta, tan imperecedera. Pero esa es una historia, me temo, de sobra conocida por todos.

Anterior entrega de Operación rescate: Deep Purple.

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