«Un trabajo de transición que asume lo pasado y que servirá de pista de despegue para todo lo que vendría después»
Bunbury
«El viaje a ninguna parte»
HISPAVOX/EMI, 2004
Texto: JUAN PUCHADES.
Justo hoy hace diez años de la publicación de este doble álbum, el cuarto en solitario de Bunbury. Con él, el músico zaragozano volvía a sorprender al no seguir ninguna de las líneas sonoras abiertas en los precedentes «Radical sonora» (1997), «Pequeño» (1999) y «Flamingos» (2002). Era como si pretendiera romper constantemente con lo hecho o explorar infatigablemente nuevos caminos, en esta entrega aproximándose abiertamente a sonoridades acústicas y latinoamericanas (es un disco de génesis viajera, con el grueso del mismo compuesto en Marruecos, Nicaragua y Perú). Sin embargo, «El viaje a ninguna parte» (título inspirado por la novela y película de Fernando Fernán Gómez), exceptuando la electrónica, sí recogía en esencia mucho de lo ya desarrollado (cierta vocación trovadoresca y canalla presente en «Pequeño», pinceladas de jazz noctámbulo dejado caer allí y en «Flamingos», pasión por el vodevil, un sentido desclasado de encarar el rock) y condensaba su escritura definitivamente, trazando la pauta de lo que vendría. Es por tanto un trabajo de transición que asume lo pasado y que servirá de pista de despegue para todo lo que vendría después. En lo que respecta a temática, es resultado de una ruptura sentimental, tornándose casi todo él nublado, a ratos tormentoso, a ratos mordaz, a ratos vengativo o cruel y a ratos autoindulgente. La misma portada (la primera con fotos de Josegirl) muestra, con un payaso al fondo, a un Bunbury entre melancólico y abstraído rasgando la guitarra, como anticipando que la tristeza (¡¿hay algo más triste en el mundo que un payaso?!) impregnará la música que resguarda la cubierta.
El primero de los dos cedés deja piezas tan redondas como la inicial ‘Que tengas suertecita’, que arranca con el traqueteo de un tren (comienza el viaje a ninguna parte…) y desarrolla un rock de ascendencia latina (como todo el álbum), que es despedida en toda regla pero incorporando versos con los que el autor filosofa sobre la vida, exclamando cosas del tipo: «Que no te fíes de los vencedores, / ganando competiciones, elecciones y popularidad», que nos sirve tanto para entender la política como el hecho musical, cuando los artistas hacen de esto una competición. Inmediatamente suena ‘Los restos del naufragio’, uno de los grandes clásicos de este álbum, un tema en el que Bunbury, con cierta modestia y a corazón abierto, declara filias artísticas. Y son importantes estas dos canciones porque empiezan a mostrar la que será escritura habitual de Enrique cuando desde este momento encare las composiciones más rockeras: su música venidera beberá en gran medida de aquí, de este modo bastardo, podríamos decir, de aproximarse al rock y fijando una impronta y modos propios. En la primera, además, hay que destacar el diseño de las cuerdas y en la segunda, muy dylaniana, el violín de Ana Belén Estaje, componente del intenso Huracan Ambulante, la banda que desde «Pequeño» acompañaba a Bunbury en vivo y en disco: una formación de lujo que se desintegrará un año después.
Pero este primer cedé todavía contiene más temas destacables: el perfecto ‘El rescate’ (al que el tiempo ha ido sentándole cada vez mejor, dotándolo de esencia de clásico), ‘Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha’ (con él entran los reflejos de jazz que se asomaran cada tanto a lo largo del disco, y las cuestiones políticas se enredan con las sentimentales), ‘Carmen Jones’, ‘Lo que queda por vivir’, ‘La chica triste que te hacía reír’ (orientado hacia el folk estadounidense. Y atención, que la chica triste no solo se llevó el corazón, ¡también el dinero!), ‘Anidando liendres’ (que van pasando de aquí para allá, de uno a otro) y el crepuscular ‘Adiós, compañeros, adiós’ (fascinante canción de ascendencia tanguera).
El segundo cedé se abre con ‘El anzuelo’, tema casi atmosférico, de resonancias tribales (de los indios norteamericanos) y otra de las grandes piezas del álbum, que podría hacernos pensar que las heridas se están curando y que desde aquí vamos a asistir al renacer tras la oscuridad y el dolor, pero no: el dramón sentimental continúa en los próximos temas. Y es un buen momento para que el oyente se pregunte si hay veracidad en todas estas canciones o solo licencias literarias de un compositor curando heridas por medio de canciones. Puede que de todo un poco.
En esta segunda rodaja también sobresalen la brutal ‘Una canción triste’ (cantada con furia y rabia: «una canción triste para cuando estás solo, cuando no sabes el modo de salir adelante»), la tabernaria y mexicana ‘Por un malnacido’ («Me dejaste por un malnacido, / no debí consentirlo jamás») y el cegador bolero ‘Voces de tango’ (compuesto por el desaparecido Mauricio Aznar, del grupo Más Birras). Encarando la recta final, por fin comienza a hacerse la luz con canciones que se alejan de la temática principal como el reggae vacilón de ‘Trinidad’, el rock and roll de ‘La señorita hermafrodita’ (casi un rockabilly) y la melancolía de ‘El aragonés errante’. El cierre, inolvidable, lo protagoniza ‘Canto (el mismo dolor’), una canción bellísima, con factura de gran clásico popular latinoamericano; y de esas, Enrique, diez años después, ya acapara unas cuantas.
Sí, diez años son los que han transcurrido desde su edición, pero «El viaje a ninguna parte» sigue resultando tan conmovedor como entonces. Es tal vez una obra oscura y algo densa, excesiva (como suele suceder con los dobles, además Bunbury habitualmente es autor prolífico, lo que provoca que sus discos contengan casi siempre un exceso de información), que se recomienda escuchar con calma para disfrutarla plenamente. En lo personal me queda la satisfacción de haber escrito en el momento de su lanzamiento el texto de promoción que lo presentaba a los medios, acompañada de la sensación primera (así lo recuerdo) de estar ante el mejor álbum que había grabado Enrique. Y aunque «Pequeño» ha quedado como su particular piedra angular, uno no puede evitar sentir, al escuchar de nuevo este «viaje», que aquí es donde late la verdadera obra maestra, la que perfiló plenamente al intérprete, compositor, letrista y productor que quería ser (y fue) Bunbury, cerrando un ciclo inicial de tres discos escritos en estado de gracia.
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