“Canciones escritas en oro por la que quizá ha sido la mejor cantautora que ha dado este país, creadora de escritura tan fina e incisiva como la del primer Serrat”
Cecilia
“Un ramito de violetas”
CBS, 1975
Texto: JUAN PUCHADES.
“Cecilia 2”, el segundo álbum de Cecilia (Evangelina Sobredo, 1948-1976), es tan escalofriante, tan intenso, tan impactante, tan sentido, tan admirable, tan intrépido, que los otros dos álbumes que publicó en vida (dejo fuera de la suma el cuarto, “Amor de medianoche”, que esencialmente era un recopilatorio. Un disco que dudo que alguien se haya molestado en escuchar, pues excepto la canción que le da título, todo lo demás son temas extraídos de los álbumes anteriores y, sin embargo, se suele insistir en que se trata de regrabaciones de canciones anteriores) corren el riesgo de pasar desapercibidos, de ser considerados obra menores. Y no, tienen la suficiente entidad para ser valorados ambos como grandes trabajos, partes indivisibles de una trilogía sin igual.
“Un ramito de violetas” es el tercero, el elepé que ha quedado marcado por esa hermosísima canción que le da título: una historia sinuosa que rezuma sensibilidad en el relato de un marido que, durante años, ejerce de amante anónimo (enviando versos y flores) para mantener la ilusión viva de su esposa y que su corazón palpite de anhelo, del secreto de saberse amada por un desconocido. Una pieza magistral que ha trascendido generaciones y que todo el mundo conoce. Pero hay más en este disco arreglado por el gran Juan Carlos Calderón y producido por él mismo junto a Honorio Herrero (así figura en los créditos originales del álbum, aunque en la galleta de reediciones posteriores siempre se ha acreditado la producción únicamente a Calderón). Canciones escritas en oro por la que quizá ha sido la mejor cantautora que ha dado este país, creadora de escritura tan fina e incisiva como la del primer Serrat, influida por Machado en el narrar de la tierra y la descripción de personajes, y por Becquer en los temas sentimentales.
Comienza “Un ramito de violetas” con ‘Mi querida España’, referenciado en la carpeta del elepé como «bolero tropical», y algo de eso hay en la suave cadencia que lo mueve, aunque, en el estribillo, Calderón diseñó unos arreglos de viento que le dan tratamiento de ¡ranchera! Y eso en un canto de amor al país (preautonómico, por supuesto: Franco no moriría hasta noviembre de ese mismo 1975), pero con la visión lúcida de la gran analista que era Cecilia: «Mi querida España, / esta España mía, / esta España nuestra. / De las alas quietas, / de las vendas negras / sobre carne abierta. / Quién pasó tu hambre, / quién bebió tu sangre, / cuando estabas seca». Versos que, tal vez, puedan ser imaginables en el cancionero del cantautor clásico de aquellos tiempos, pero no nos dejemos llevar por las apariencias, aquí todo se envuelve por un manto pop, ya que, recordemos, Cecilia logró lo más difícil: ser cantautora pop en un país poco propicio para tales atrevimientos. Como completando un díptico sobre España, ‘Esta tierra’ es una visión más sobria de la España de interior, la rural, con Cecilia cantando a una tierra que «Pasó dejando huellas y despedidas, / un olor a muerte y otro a vida». Al escribirla, muy probablemente tenía en mente a las gentes sólidas de Castilla: «Esta tierra la hicieron / hombres de una raza / que amordazan su pena antes de que nazca. / Duros como la piedra, muda y eterna, / que guardan su amargura para beberla». Cecilia, no hay duda, sabía mirar e interpretar como pocos para escribir hermosa poesía en formato de canción. Las visiones de España se completan con ‘Sevilla’, elegía a la ciudad andaluza, que «Es una mujer morena, / con aires de enamorada». Sevilla que «se muere de amor, / no quiere morir callada, / quiere morir con el sol / iluminando su cara». Los arreglos (con vientos y cuerdas muy sutiles) de Calderón son perfectos, dando color con la guitarra española en algunos momentos (la introducción) o marcando con percusión y trompeta los pasos de la procesión, pero sin caer en ningún momento en el detestable folclorismo.
‘Decir adiós’ es una de las más hermosas canciones de despedida que uno ha escuchado en su vida. Exquisita y mínimamente arreglada (con cierto color jazzístico y pinceladas de guitarra española) es una composición típicamente de Cecilia, con su sello y musicalidad habituales impresos a fuego. No me resisto a reproducir la letra íntegra, tanta es su hondura y belleza: «Decir adiós es romper / con parte de tu vida, / es perder las viejas alegrías, / es guardar en un rincón / las memorias de una historia de amor. / Decir adiós es mirar atrás, / volver la vista y ver que tú no estás. / Decir adiós es quemar esas cartas viejas, / es andar sin rumbo por las calles y / es hablar con las paredes y con el aire, / porque sin ti no tengo a nadie. / Decir adiós es tener vivencias y amarguras, / es llorar en un rincón a oscuras, / es perder esas pequeñas manías / de nuestras noches y días». Absolutamente grandiosa.
Pero “Un ramito de violetas” incluye una segunda canción de despedida o puede que, en realidad, de final de las ilusiones, que viene a ser lo mismo: ‘Nuestro cuarto’, un tema de aire brasileño (algo inédito en el pop local de la época) en el que Cecilia echa mano de la imagen de la habitación de una pareja para hablar del vacío que queda tras la marcha (lo dicho, física o sentimental), en otro texto soberbio: «Aquí reímos, aquí lloré, / aquí perdí lo que soy y fui / casi sin querer. / Nuestro cuarto guarda / el eco de tus palabras, / humo de cigarro / y música de radio. / Y ese espejo roto, / que era tuyo y mío, / hoy se encuentra solo, / hoy está vacío. / Nuestro cuarto esconde / tus sueños bajo la almohada. / Nuestros años mejores / se quedaron en nada. / El aire que respiro, / que es el mismo de siempre, / lleva tu olor prendido, / pero todo es diferente».
En ‘La primera comunión’ echa mano de una imagen clásica de la España de la época (y por alucinante que resulte, también de estos tiempos), la de la primera comunión, recurriendo para evocarla a la nostalgia pero también a la mirada crítica y adulta. Los arreglos vocales son similares a los que Calderón diseñaba para Mocedades. También los recuerdos se enredan en ‘Mi pobre piano’ al que confiesa haber sido infiel «Con una guitarra / o un viejo amigo, / de aquellos de juergas y juegos. / Preferí sus cuentos nuevos / a los valses de otros tiempos».
La Cecilia retratista de personajes brota en ‘Don Roque’, canción en la que pinta un lienzo sobre un cura provinciano de noventa años, de aquellos habituales en tantos pueblos o pequeñas ciudades: «Don Roque, piedra de toque, / de aquella iglesia española, / vieja gloria vencejo añejo, que ha escrito páginas de historia». Geniales son los arreglos de viento y esa capacidad de Cecilia para describir personajes, como hiciera en canciones como ‘Dama, dama’: «Fue buen catador del vino de su tierra, / jugador del mus y el dominó en la taberna / y al calor del casino charla con sus amigos /sobre la guerra y los tiempos perdidos». Una canción que, perfectamente, podría haber entrado en el repertorio serratiano. ‘Tu retrato’, cerrando el elepé, es pieza íntima (interpretada solo a piano hasta romper su estructura en los segundos finales), ambigua al no saber de quién es el retrato al que Cecilia canta.
Aunque en esta descripción del disco haya recurrido esencialmente a las canciones, Cecilia no era solo autora: su voz es una de las más hermosas y cálidas que uno ha oído, frágil y dulce subía tonos cuando el tema lo requería, podía ser, por contraste, dura cuando quería subrayar determinados versos. Siempre musical: incluso en las composiciones más sobrias y tranquilas, su voz reconforta y anima la escucha. Mencionar también que las ilustraciones naïf de la carpeta y del interior (una por canción, y perdidas en la reedición en cedé), fueron dibujadas por la propia Cecilia, así como la caligrafía que transcribe las letras de las canciones.
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