«Comentaba Auserón que la de Omara es la gran voz de Cuba, un tesoro de la lengua castellana. Sedosa, delicada, apabullante»
La gran cantante cubana (antes de su show en Cartagena con la orquesta Buenavista Social Club), recibió de manos de Santiago Auserón un premio que sirvió de aperitivo a un gran concierto.
Omara Portuondo
22 de julio de 2014
Auditorio El Batel, Cartagena
Texto y foto: EDUARDO TÉBAR.
Ojos aguados antes de que Omara Portuondo empezara a cantar. La diva histórica de la canción cubana recogió el premio La Mar de Músicas —uno de los festivales más prestigiosos de Europa— de la mano de Santiago Auserón. La mulata chancletera lleva 65 años entonando amoríos febriles a través del bolero y de su derivación en la isla, el filin. Es, con Eliades Ochoa, la superviviente destacada de Buena Vista Social Club. Pero las estirpes de ingenieros funcionan: los hijos de Ibrahim Ferrer mantienen hoy con dignidad un legado impagable en Ferrer Son Music.
Comentaba Auserón que la de Omara es la gran voz de Cuba, un tesoro de la lengua castellana. Sedosa, delicada, apabullante. Las hay con mayor afinación y técnica, pero no con la potencia y la emoción de Portuondo. Su manera de decir es única. Como la generación irrepetible de cubanos que Ry Cooder y Wim Wenders convirtieron en extemporáneo fenómeno mundial. Confería un halo de excepcionalidad la ocasión de contemplar el talento de La Dama con Auserón —el verdadero estudioso y difusor del asunto—, arropados por la Orquesta Buenavista Social Club en su gira de adiós y por las cuerdas de la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia. Cierre de círculo. Fin de una era. El público que llenó las 1.400 butacas del Auditorio El Batel de Cartagena salió tocado.
Vestido azul, como los edificios del Malecón donde Omara Portuondo vive sus días sin canas que quitar, que apuntaría el poeta Martí. Y un irresistible brillo en la mirada. Hay bellezas que no se marchitan nunca. Y de eso entienden en La Habana, donde la fragancia del filin de la chancletera desata pasiones por tabernas de mala fama. Ay, el bolero: ese corruptor de mayores. Con sus emperifolladas mentiras. Pero Omara barniza las viejas crónicas sentimentales. Cierto es que la diva se mueve con dificultad, acompañada en el homenaje por su nieta y su hijo. Tiene sangre española y africana, lo que refuerza las teorías transculturizadoras del etnólogo habanero Fernando Ortiz. Zascandillea con gracia. Improvisa sin perder magisterio. Los Buenavista, con un pletórico Barbarito Torres al laúd, tiran por sones, guajiras y chachachás. Un concierto sembrado de arte, ritmo y nostalgia. Omara abrió con ‘Siboney’. Transporte a aquella Cuba de Ernesto Lecuona y Bola de Nieve.
Llegó Juan Perro y compartió con Omara el ‘Dos gardenias’, después de arrollar con la revisión de ‘Bruca maniguá’, de Miguelito Valdés, felizmente africanizada. Auserón como líder de los Buenavista. Un espejismo dos décadas después del hallazgo que le cambió la existencia. Hábil, Portuondo introdujo guiños al margen del papel. A la Macorina de Chavela Vargas en ‘Quizás, quizás, quizás’. Al recién desaparecido Juan Formell, director de Los Van Van, en ‘Tal vez’, en dueto con Marinah (Ojos de Brujo). Y todos a Compay, con quien Omara actuó en La Mar de Músicas en 1998, en la aplaudida ‘Chan chan’. Bolereando hasta el danzón. ¿El momentazo? Cuando la diva se sentó junto al piano para interpretar ‘Veinte años’, la primera canción de su infancia, esa maravilla de la santera María Teresa Vera. Intimidad pura. Regusto a epílogo de justicia.