Nothing lasts forever, de Teenage Fanclub

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DISCOS

«Ahora, y evitamos la palabra madurez, se han serenado, pero ello no impide que, desde otros parámetros estéticos, sigan haciendo buenas canciones»

 

Teenage Fanclub
Nothing lasts forever
PEMA / MERGE RECORDS, 2023

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Dicen por ahí que Teenage Fanclub han ido perdiendo fuelle y aceleración, que ya no palpita en ellos esa energía cautivadora y luminosa que hizo que Kurt Cobain dijera que eran el mejor grupo del mundo, que la marcha de Gerard Love los ha dejado tocados y casi hundidos. Cierto que ya no son un grupo chispeante y que Endless arcade, su anterior elepé, fue poco valorado y entendido, como un paso más de su caída en decadencia, pero el truco es cambiar de perspectiva. Ahora, y evitamos la palabra madurez, se han serenado, pero ello no impide que, desde otros parámetros estéticos, sigan haciendo buenas canciones y hayan perpetrado con Nothing lasts forever un muy buen disco con enormes canciones, un disco más reflexivo y personal en el que Norman Blake aborda temas como la muerte o una simbólica luz. El video de “Foreign land” fue rodado, por venir al caso, dentro de una tumba.

En su duodécimo álbum, tras años de carrera, se ha depurado definitivamente. Nunca hubo tanta melancolía en sus guitarras, tantas dulces melodías acompañadas de electricidad. En “Tired of being along”, rescatan algo de la esencia de los Beachs Boys, abren una cajita con el aroma de The Byrds —esas guitarras volviendo una y otra vez al mismo punto— y les visita un mundo de cantautores con asomos de tristeza. Incluso el puente está construido sobre un manso crepúsculo.

Puede incluso llegar a decirse que es un disco campestre, con esos pianos que caminan por senderos calmados en “It’s alright”, mientras el puente contempla el paisaje. Impresionante el puente también, y algo más revoltoso, en “See the light”, en que no se les puede negar que son unos maestros a la hora de construir canciones y que se acercan —si no han llegado— a la melodía perfecta. Estupendos arquitectos que a cada arreglo le dan su regusto depurado y perfecto. “I left a light on” empieza con un piano que tiene la cuadratura de los clásicos y que puede recordar a los sesenta.

Y ya plenamente de esa década es “Foreign land, con un inicio lleno de feedback para coger fuerzas y un desarrollo psicodélico, casi continuador de los Beatles de “Rain”, con voces que vienen de lugares ocultos y un cierto aire hindú, aunque su letra hable de no vivir en el pasado. También tiene un aire Beatle, de cuando estos hacían canciones de vodevil, “Self-sedation”.

En otra sección del disco hay presencia de baladas. “Falling into the sun” incluso se puede bailar como lenta y, a la vez, tiene algo de himno religioso, por el canto a dos voces o los melismas casi gregorianos. El solo de guitarra ya toca el cielo. “Middle of my mind” también tiene ese tono y en “I will love you” nos encontramos con siete minutos de belleza, de coros celestiales, de recrearse en lo que puede dar de sí una canción que apela al amor más puro, más natural y se hace fantasía al irse poco a poco desvaneciéndose en el aire.

Que nadie espere encontrar aquí Bandwagonesque ni Grand prix. No tendría sentido. Aquellas canciones fueron escritas por unos chavales llenos de ilusión. Son otros Teenage Fanclub, más reposados, pero sin perder ese savoir faire para las melodías que las hace fatal y gratamente adictivas, llenas de una belleza que ya no es brillante, pero que llega dentro como olas de un mar calmado.

Anterior crítica de discos: La venganza del Samurái, de Cuti Vericad.

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