FONDO DE CATÁLOGO
«Este disco ha superado con creces la prueba del paso del tiempo, rotundo, propulsado por una fuerza arrolladora»
Tras su paso por Hanoi Rocks, el finlandés Michael Monroe se desmarcó en solitario con discos que merecen más de una escucha. Es el caso de su segundo elepé, Not fakin’ it, una bomba de relojería que hoy recupera Manel Celeiro.
Michael Monroe
Not fakin’ it
POLYGRAM / MERCURY, 1989
Texto: MANEL CELEIRO.
Con sesenta y una primaveras a sus espaldas, el finlandés Michael Monroe es uno de los vocalistas más excitantes que se pueden ver hoy en día. La última vez que tuve la suerte de estar frente a él, en el Azkena Festival 2022, se comió el escenario con una vitalidad envidiable, volando por las tablas como si fuera el último concierto de su vida, trepando por la estructura y arengando al público sin cesar. Y eso que era el último nombre del cartel de aquel día, lo que quiere decir que su actuación tuvo el hándicap de empezar bien entrada la madrugada. Obviamente, esa exhibición de facultades no hubiera sido más que un castillo de fuegos artificiales sin la batería de composiciones que le respalda. Un repertorio pleno de garra, directo al estómago, heredero del mejor linaje del rock facturado por los poetas del glam, cubriendo con rímel y lentejuelas la dura realidad de vivir el sueño las veinticuatro horas del día en las calles de su ciudad. Michael es uno de los últimos ejemplares de una especie en extinción, una especie que difícilmente podremos ver repetida en todo su esplendor. Un fontman que te deja sin aliento, pura actitud de pies a cabeza.
Allá por los setenta tocaba en una banda local, Madness, cuando se tropezó con Andy McCoy, con el que entabló amistad debido a sus gustos musicales comunes, relación que cristalizó un tiempo después con el nacimiento de Hanoi Rocks en 1979, formación clave para entender el glam rock de la época, cuya influencia posterior es mucho mayor de lo que a priori pueda parecer. Llegaron a las listas británicas, les adoraban en Japón y parecían destinados a subir de división, fichados por CBS y a punto de iniciar su primera gira importante por USA, cuando sucedió el famoso accidente automovilístico, con un beodo Vince Neil de Mötley Crüe al volante, en que fallece Razzle, su batería. A partir de ahí todo fue cuesta abajo hasta su separación en 1985, dejándonos grabaciones tan remarcables como Bangkok shocks, Saigon shakes, Hanoi rocks (1981) o Two steps from the move (1984). Ya entrados en el siglo XXI volvieron al estudio para soltar otro par de misiles tierra-aire, Another hostile take over (2005) y Street poetry (2007), dignos de figurar a su nombre.
Pero regresemos a esos días en que los Hanoi se acababan y Michael planeaba su carrera en solitario, materializada en su debut, Night are so long (1987). Una grabación irregular, con varias adaptaciones de cancioneros ajenos, que no tuvo excesiva repercusión, pero sirvió para despertar la curiosidad —y el consecuente interés— de algunas compañías de más importancia. Tras calibrar diversas opciones firmó un contrato con PolyGram y empezó a trabajar en el que sería su segundo paso discográfico. Secundado por un grupo de compañeros de correrías, Nasty Suicide, Ian Hunter y Little Steven, que contribuyen con su sapiencia, y con la presencia de reputadísimos músicos de sesión, como Jimmy Ripp (guitarra), Anton Fig y Thommy Price (batería), bajistas del calibre de John Regan o Kenny Aaronson y el saxo de Mark Rivera, se gestó este estupendo disco. ¿Disco? No, discazo.
Una bomba de relojería puesta en las vidrieras de las tiendas. Eran otros tiempos, corría septiembre de 1989 y, más de tres décadas después, este trabajo ha superado con creces la prueba del paso del tiempo, rotundo, propulsado por una fuerza arrolladora y que, a diferencia del anterior, solo contiene dos versiones. Y menudas dos versiones: una palpitante “She’s no ángel” de los Heavy Metal Kids, otros con derecho a reivindicación en esta sección, y “Not fakin’ it”, que además titula el disco, de los escoceses Nazareth. Como apertura, un tema de esos que se pueden tratar con la consideración de himno, cuatro minutos y medio de puño en alto: “Dead, jail or rock & roll” es una de esas canciones capaces de levantarte el ánimo en el día más jodido. Todo está situado en el momento justo, las guitarras, los corros, los solos, para que sea una composición imparable y una categórica declaración de principios. Muerte, cárcel o rock and roll.
Todo un reto continuar tras ese comienzo adrenalínico, desafío que supera con creces a base de enlazar trallazo tras trallazo, pistas que te ponen a cien una tras otra matrimoniando garra guitarrera con un notable sentido de la melodía, todo ello interpretado con la agresiva elegancia y el porte de dandi callejero del bueno de Michael. Pero la cosa estaba de dulce, los tiempos rápidos exhiben lozanía y tersura, llevados en volandas por riffs contagiosos y estribillos infecciosos. “While you were looking at me”, “Shake down”, “Love is thicker tan blood” o “Thrill me” hacen alarde de unas arterias sanas, sin rastro de colesterol pese a las más de tres décadas transcurridas desde su creación. Y en los (escasos) momentos en que afloja la marcha, el finlandés sublima clase melódica, bordando tiempos medios como “Man with no eyes” o “Smoke screen”.
En la actualidad, Monroe, a diferencia de otros, no se dedica a vivir de sus rentas pasadas. Hace poco más de un año lanzaba su último trabajo, I live too fast to die young!, otra elegía al rock and roll como forma de vida, y pagar una entrada para verlo en vivo es garantía de noventa minutos de exaltación de las bondades de un género que resiste firme los embates de aquellos que lo quieren dar por muerto y enterrado. Pese a quien pese, y gracias a tipos como él.
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Anterior entrega: Playing with fire (198), de Spacemen 3.