“En la mesa a mi derecha, Janis Joplin con su banda. Más allá estaban Grace Slick y Jefferson Airplane junto con miembros de Country Joe and The Fish. En la última mesa, de cara a la puerta, estaba Jimi Hendrix»
Alfonso Cardenal nos cuenta del restaurante El Quijote, unido a la leyenda del Chelsea Hotel y a los personajes que lo poblaron: de Jimi Hendrix a Leonard Cohen o Patti Simith.
Texto: ALFONSO CARDENAL.
Durante muchos años el Chelsea Hotel ha ocupado un lugar especial en el imaginario de miles de mitómanos y melómanos. Aquel edificio rojo, que durante un tiempo tuvo el privilegio de ser la construcción más alta de Nueva York, representa para los amantes de la música algo parecido a lo que es el París de los años veinte para Owen Wilson en “Midnight in Paris” (Woody Allen, 2011). Un lugar donde podías discutir sobre la música de la escena underground con William S. Burroughs o escuchar a Jimi Hendrix afinar la guitarra es su habitación. Tal vez, por cosas como esas, y a pesar de saber que se encontraba cerrado, fue uno de mis primeros destinos nada más llegar a Nueva York.
El Chelsea Hotel lleva unos meses en obras y sus noventa inquilinos se han tenido que mudar después de que una de las inmobiliarias más grandes de la ciudad se hiciese con este histórico edificio. Era un día oscuro en Nueva York y había pocas personas en la calle en esas horas muertas de la ciudad en la que es demasiado tarde para comer y muy temprano para salir a cenar. La puerta del hotel está cerrada y un cartel avisa de las obras, junto a la puerta luce una placa negra con letras doradas colocada allí para conmemorar el septuagésimo quinto cumpleaños de Leonard Cohen, en ella se reproduce la primera frase de su “Chelsea Hotel #2”, el recuerdo de su noche de amor con Janis Japlin, otra de las ilustres huéspedes del hotel.
Nueva York está repleto de rincones mágicos, lugares llenos de historia, escenarios legendarios que formaron parte de la historia musical de la ciudad. En aquellas calles, bares y locales se forjó la historia de grupos y bandas que dotaron a la ciudad de un sonido, de una evolución musical, y de un legado sonoro de la cultura popular de cada época. A día de hoy, muchos de esos escenarios han desaparecido. El CBGB, el mítico club del Bowery que sirvió de cuna al punk, es desde 2006 una tienda de moda que mantiene las pintadas en las paredes y que despacha tejanos a 700 dólares y vinilos a 70 euros. Otros locales como el Max Kansas, el Café Wha? o el Apollo han perdido parte de su esplendor. Los tiempos, como decía Bob Dylan, están cambiando. Unos locales nacen y otros mueren, las modas van y vienen, la música también, hace años que la vanguardia musical neoyorquina cruzó el East River y se instaló en Brooklyn, en barrios como Williamsburg o Bushwick, en zonas donde los alquileres son más asequibles.
Pero hay un sitio que desde 1930 se mantiene intacto, ajeno al devenir de una ciudad en constante metamorfosis, El Quijote Restaurant. Este oscuro local en 226 W. 23rd St, junto al Chelsea, fue durante los años de gloria del histórico hotel el refugio de muchos de sus huéspedes. Medio siglo después de que Dylan Thomas o Tom Wolfe echaran sus tragos de media tarde, el local mantiene el mismo aspecto. Mesas recogidas, varios reservados el fondo, lámparas de araña colgando del techo, una larga barra de madera oscura, molinos dibujados en las paredes y la parafernalia típica que representa a la cultura ibérica en el imaginario colectivo. Este restaurante de comida española ha sido el comedor de muchos de los músicos y artistas que habitaron el hotel entre los años cincuenta y los ochenta del siglo pasado. En estas horas muertas de la tarde el local está vacío, apenas un par de mesas están ocupadas y en una radio con el volumen demasiado bajo suena una canción que no llego a identificar.
El Quijote es el típico restaurante al que ningún español entraría en el extranjero: un refrito de tópicos con un amplio abanico de la gastronomía española, pero es un restaurante bien considerado entre los neoyorquinos y por los turistas de medio mundo que hacen parada a comer tras visitar el hotel, aunque ya no es tan habitual ver rostros conocidos entre sus mesas. El Quijote debe su fama a Manuel Ramírez, un gallego de Pontevedra que llegó a Nueva York con veinticuatro años y que en los años sesenta consiguió los derechos para gestionar el restaurante, hace unos años renovó su licencia por otras dos décadas, pero lo que debería ser una garantía de futuro no termina de serlo y El Quijote puede tener cerca el final de sus días después del cambio de dueños del Chelsea Hotel. En una entrevista con el «New York Post» en verano de 2011 el hijo de Ramírez se mostraba convencido de que a los nuevos propietarios no les gustaba su presencia, aunque no despejaba ninguna duda sobre el futuro del restaurante o sobre una posible venta de la licencia. “Esas son preguntas para mi padre”.
Aunque ahora el restaurante está vacío, a la hora de la cena la historia es diferente y no siempre resulta fácil conseguir mesa. El Quijote, a pesar de los años, sigue vivo, sobreviviendo al margen de los músicos que un día ocupaban esa misma barra y esas mesas. Lejos quedan los años en los que el restaurante daba de comer y beber a los artistas de la contracultura neoyorquina de los años sesenta y setenta. Es sus mesas podías toparte con Jimi Hendrix devorando una langosta, con un joven Leonard Cohen bebiendo gazpacho y descubriendo a Lorca. Una de las más asiduas, durante los años que habitó el barrio, fue Patti Smith. “El Chelsea era mi hogar y El Quijote, mi bar”, recordaría Smith en su libro “Éramos unos niños”. “En la mesa a mi derecha, Janis Joplin con su banda. Más allá estaban Grace Slick y Jefferson Airplane junto con miembros de Country Joe and The Fish. En la última mesa, de cara a la puerta, estaba Jimi Hendrix, con la cabeza agachada, comiendo con el sombrero puesto, frente a una rubia. Había músicos por todas partes, sentados ante mesas con langostinos en salsa verde, paellas, sangrías y botellas de tequila. Me quedé ahí parada, alucinada, pero no me sentía una intrusa. El Quijote era mi bar. No había guardias de seguridad, no había sensación de privilegio. Estaban ahí porque tocarían en Woodstock”, recuerda la poetisa y escritora. En esas mesas compartían sangría y paella, gambas y pescado a la plancha, los artistas del Nueva York más salvaje, allí se sentían en casa, comían, bebían y pasaban la tarde charlando y viendo el ir y venir de la gente. Ahora, muchos años después, se ha convertido en uno de los últimos bastiones de una época que cada vez queda más lejos y cuya huella va siendo tapada por nuevas pisadas que, quizá, algún día, también serán legendarias.