EL CINE QUE HAY QUE VER
«‘Noche y niebla’ se convirtió en el gran testimonio documental del mayor colapso humano y moral del siglo XX»
Jordi Revert retrocede sesenta años para analizar «Noche y niebla», del cineasta Alain Resnais. Un filme documental sobre el exterminio a cargo del Tercer Reich, que muestra la huella del horror indeleble en Auschwitz.
Noche y niebla («Nuit et brouillard»)
Alain Resnais, 1956
Texto: JORDI REVERT.
En los exteriores del campo de concentración, la hierba ha crecido a los pies de las alambradas. Los barracones, ya vacíos, emergen en medio del paisaje como partes de una ciudad fantasma de cemento y madera. Pero ese paisaje ha perdido ya su condición de escenario diáfano, inocente sobre el que desarrollar un relato. La memoria se ha instalado allí de manera definitiva y hace imposible la liberación del espacio de aquello que es sencillamente inenarrable. Hay otra imposibilidad que se asocia a la esfera de la Historia: la de asumir que lo que allí sucedió, sucedió realmente; que la esencia misma de la humanidad fue aniquilada y el reconocimiento del otro como diferente en una perversa modulación del discurso ideológico derivó en su exterminación.
Mucho antes de que Claude Lanzmann paseara su cámara por el gueto de Varsovia en «SHOAH» (1985), la de Alain Resnais ya certificaba sin artificio cómo la huella del horror seguía indeleble en Auschwitz. Los planos en color descritos no podían despojarse ya del blanco y negro en el que se ha forjado el recuerdo del Holocausto. Una década después de que la solución final acabara con la vida de millones de inocentes, «Noche y niebla» se convirtió en el gran testimonio documental del mayor colapso humano y moral del siglo XX.
De poco más de media hora de duración, la naturaleza de la pieza de Alain Resnais ya se empieza a forjar desde el mismo título. «Noche y niebla» hace referencia al decreto nazi que suponía el permiso oficial para perseguir y castigar cualquier infracción cometida contra el Reich o las Fuerzas de Ocupación extendidas por Europa. Pero también esas palabras aluden a la esencia poética de la obra, que lejos de ajustarse a una mera intención de registro se constituye como testigo profundamente conmovedor del episodio. La voz del poeta y superviviente Jean Cayrol –también autor del guion− sobrevuela las imágenes del archivo documental nazi que muestran las selecciones, deportaciones y vida en los campos de los prisioneros judíos, para culminar de nuevo en un presente que es cautivo del yugo de ese pasado y en el que Cayrol apela a la responsabilidad de la memoria y la urgencia de no identificar la catástrofe como algo perteneciente a un tiempo y un país. Los gritos siguen escuchándose. El monstruo acecha a nuestro alrededor, a la espera de que la llama de la intolerancia vuelva a encenderse para despertar. Ese carácter apelativo del monólogo final solo puede entenderse en una película que nace antes como reflexión que como documento, si bien el enorme valor de sus imágenes de archivo hizo de ella un faro para la extensa producción documental sobre el Holocausto y un referente en el estudio del sistema concentracionario.
«Resnais inscribió su obra en un lirismo trágico que surge del encuentro del monólogo sereno pero intenso de Cayrol y la desesperanza y devastación que transmiten las ruinas de la deshumanización»
En origen, el proyecto nacía de la exposición Resistance, Liberation, Deportation, organizada dos años antes por los historiadores Henri Michel y Olga Wormser en el marco de las actividades organizadas para el décimo aniversario de la liberación de Francia. El productor Anatole Dauman fue quien encabezaría ese esfuerzo por sacar adelante una producción que pronto renunciaría a conformarse con ser un registro audiovisual o una plasmación de la perspectiva exhaustiva y al detalle del historiador, para lo cual Dauman recurrió a un Resnais que venía desempeñándose en el formato documental desde finales de la década de los 40. Resnais supo entender la intención de Dauman e inscribió su obra en un lirismo trágico que surge del encuentro del monólogo sereno pero intenso de Cayrol y la desesperanza y devastación que transmiten las ruinas de la deshumanización –no hay plano más terrible ni directo que aquel que muestra una montaña de cabello de las mujeres exterminadas−.
Precisa y cargada de la sensibilidad de su autor, se trata de una de las cumbres del cine documental precisamente desde su cuestionamiento de los parámetros canónicos en los que este se ha entendido como una respuesta a la realidad. La no ficción frente a la Historia, aquí, es una herramienta para activar la consciencia mediante la emoción y el compromiso vía la apelación. No resulta extraño que, a pesar de su llamada a la movilización de la memoria, el presente rápidamente pusiera de relieve su escaso apego a recordar el horror cuando el Festival de Cannes decidió retirarla de la Sección Oficial tras las presiones de la embajada alemana en Francia.
Pese a los obstáculos y la incomprensión, la concepción artística del filme triunfó sobre el tiempo y su hermosa piel ayudó a hacer trascender una reflexión que buscaba llevar el espectador más allá del sobrecogimiento ante lo indecible. François Truffaut se encargó de lanzar la más sentida alabanza hacia la película de su compañero de la Nouvelle Vague, alegando que si «Noche y niebla» era un filme, entonces era el filme y los demás no eran más que la película impresionada. Truffaut elogiaba, de esta manera, su victoria a la hora de alcanzar la verdad como obra de arte. Una verdad guiada desde una inspección profunda del artista y la priorización de su propia identidad y sentimientos a la hora de abordar el mayor de los horrores.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: «Man on wire» (2008), de James Marsh.