«Fueron cuatro años frenéticos: Cinco discos grandes, constantes giras por Latinoamérica, diversos números uno, los mejores estudios ingleses, singles editados en países tan dispares como México, Bélgica, Alemania, Angola, Argentina o Turquía, y los grandes de la producción y la composición puestos a su disposición»
Hay fechas que no se sabe bien si vale la pena recordar, por dolorosas. Pero cualquier oportunidad es buena para rememorar la grandeza de Nino Bravo. Como hoy, en el cuarenta aniversario de su muerte. César Campoy le rinde homenaje.
Texto: CÉSAR CAMPOY.
Pues comenzaremos con un tópico. Porque el universo de aquel inmenso Nino Bravo que nos dejó hace ya cuatro décadas, está repleto de tópicos: paradigma del clásico chorro de voz valenciano, mítico intérprete de piezas románticas, el triunfo de la constancia de un joven de familia humilde que acabó siendo idolatrado en medio planeta, la maldita carretera cruzándose fatalmente en su camino cuando tan solo contaba 28 años y vivía su mejor momento profesional… Pero el mayor de los tópicos, el que te reconcilia con el género humano, es el que te muestra que, cuarenta años después de que viera la luz el último vinilo original de Nino Bravo, su leyenda no solo perviva, sino que siga siendo reivindicada por artistas cuyo máximo y lejano recuerdo de nuestro protagonista sea el de sus madres llorando, ante el televisor, la trágica muerte de aquel joven con pinta de señor mayor, cuyos discos eran devorados, sin descanso, por los aparatos de alta fidelidad familiares.
Solo desde la reivindicación y desde el respeto se entiende que grupos como Doctor Divago sigan versionando aquel ‘Voy buscando’; que formaciones como La Habitación Roja decidan saltar al escenario mientras suena ‘Mi tierra’. Estos artistas (también valencianos) siguen rindiendo tributo a Nino Bravo cuarenta años más tarde, cuatro décadas después de aquel multitudinario homenaje que reunió a decenas de artistas y veinte mil espectadores, en una Plaza de Toros de Valencia abarrotada.
Lo de aquel jovencísimo Luis Manuel Ferri Llopis, el chaval de Aielo de Malferit, se veía venir (¿ven?, otro tópico). Los avispados mandamases de las grandes discográficas españolas gustaban de deshacer conjuntos para tratar de descubrir y encumbrar grandes solistas. Aquellas bandas, que en los sesenta eran millares, que poblaban pueblos y ciudades y luchaban por triunfar en Madrid o Barcelona, que soñaban con que una minúscula reseña sobre su quehacer apareciera en la revista «Fans», que, en su mayoría, acabarían desmembradas por culpa del servicio militar y ni tan siquiera llegarían a grabar un mísero sencillo, aquellas bandas se convirtieron en inagotable vivero de inmensas voces, tentadas por decenas de cazatalentos que les prometían una carrera exitosa si decidían seguir demostrando su valía en solitario. Y si la marca de la casa llevaba impreso el cuño «de Valencia», cuidado, señores, aquello ya era otra cosa. Que de formaciones como Los Milos, surgió Bruno Lomas, y de Los Botines, Camilo Sesto, y de Los Diapasons y Los Relámpagos, Juan Camacho, y, de Modificación, Juan Bau.
Que Luis Manuel Ferri se convirtiera en Nino Bravo era cuestión de poco tiempo. Había militado en grupos como Los Hispánicos y Los Superson (algunos de sus integrantes, era una persona leal, le acompañaron hasta sus últimos días), y aquel inmenso chorro de voz hacía saltar por los aires todos los cánones sobre los típicos registros del típico vocalista de conjunto beat. Al contario que Camilo Blanes (después, Sesto), que supo educar su voz de manera increíblemente prodigiosa, ya iniciada su carrera en solitario, y al igual que otros gigantes como Víctor Ortiz (Los Huracanes), el virtuosismo avasallador de Nino ya era patente cuando se pateaba los escenarios polvorientos de la capital valenciana con sus amigos rockeros.
A Nino Bravo, no obstante, no lo arrancó un directivo discográfico de las garras de su conjunto. Es más, fue uno de los integrantes de Los Superson, Vicente López, quien se convirtió en su mejor valedor, hablándole de él a diversos periodistas, mientras Nino disfrutaba, durante dos años, de las bondades de la Marina, en Cartagena. A su regreso, finalmente será Fonogram-Polydor, quien se llevará el gato al agua, poco después de que algún cazatalentos lumbreras de RCA (sí, suena tópico) decidiera que aquel chavalín de provincias no apuntaba maneras. En Polydor no pensaban lo mismo y, en aquella segunda mitad de 1969 vieron la luz los dos primeros sencillos de Nino Bravo, los encabezados por la angustiosa ‘Como todos’ (Manuel Alejandro), y la marchosa ‘Tú cambiarás’ (José Luis Armenteros y Pablo Herrero). Las ventas de ambos vinilos fueron irrisorias, pero el sello pensaba invertir mucho dinero en un proyecto (aquellos primeros temas llegaron acompañados de su propio vídeoclip) al que, pronto, también TVE echó el ojo. De hecho, en apenas unos meses, nuestro protagonista participaba en la Olimpiada de la Canción de Atenas, el Festival de la Canción de Río de Janeiro y aquel popularísimo «Pasaporte a Dublín» que hizo posible que Karina consiguiera un segundo puesto en Eurovisión con el emotivo «En un mundo nuevo».
A partir de aquí, el acabose, o, lo que es lo mismo, (casi) cuatro de los años más frenéticos que podría vivir un ser humano: Cinco discos grandes, constantes giras por Latinoamérica, diversos números uno, los mejores estudios ingleses (en la grabación de la última tanda de canciones), sus sencillos editados en países tan dispares como México, Bélgica, Alemania, Angola, Argentina o Turquía, y los grandes de la producción y la composición puestos a su disposición: Herrero y Armenteros siguieron creando, para él, entrañables piezas pop como ‘Voy buscando’ (impagables los bailes que Nino se marca en el clip rodado en Carnaby Street), las mágicas ‘Libre’ y ‘Un beso y una flor’, así como su testamento sonoro, el himno ‘América, América’; Algueró se convirtió en un talismán al crear una ‘Te quiero, te quiero’ (ideada, originalmente, para Lola Flores) que se convirtió en su primer éxito y logró que su nivel de popularidad alcanzara cotas inimaginables, una venerada ‘Noelia’ en la que el valenciano logra algunas de sus cimas interpretativas (ese dramático crescendo, esa progresiva subida de tonos, ese grito desesperado…), la tierna ‘Te acuerdas, María’, o la inmensa ‘Mi tierra’; Juan Carlos Calderón, además de dirigir algunas de sus producciones musicales y arreglos, compuso para él piezas tan dadas al lucimiento como ‘Vete’, ‘Cartas amarillas’ o la poco conocida, pero curiosísima, ‘Arena de otoño’; Arcusa y De la Calva idearon la rítmica ‘Elizabeth’ para promocionar la vena festivalera de Nino…
La mayoría de estos temas pulula irremediable y eternamente por los cerebros y recuerdos de la práctica totalidad de la humanidad hispanohablante. Además, por si esto fuera poco, y aunque la carrera de Nino Bravo fuera productiva, pero corta, los archivos audiovisuales son incontables. Gracias a ellos, en sus actuaciones o clips, podemos adivinar que era un hombre sencillo, un buen tipo, y gracias a ellos, y a los cientos de fotografías promocionales que dieron buena cuenta de su evolución, para nosotros hemos retenido contadas instantáneas, flashazos, con los que identificamos a Nino Bravo cuando escuchamos alguna de sus canciones: Aquel corte de pelo tan característico, su indumentaria absolutamente setentera (esas camisas, ese abrigo de cuero, esas campanas), sus complementos (esos colgantes, esas hebillas, esas gafas de sol, esas pajaritas)… y, sobre todo, llegamos a la conclusión de que Nino Bravo tenía alma de rockero, que interpretaba aquellas baladas con la misma rabia y pasión con las que se lucen las más carismáticas voces internacionales, y que tenía la cabeza tan bien amueblada que era consciente, al cien por cien, de cuán efímera puede ser la fama, y de que el tiempo hay que aprovecharlo sin dudar, al máximo. Eso le llevó, entre otras cosas, a idear la construcción de una sala de conciertos y unos estudios de grabación, en Valencia, donde poder promocionar a nuevos valores de la música. De hecho, creó su propia oficina de contrataciones y producción, Brani, y decidió apoyar, firmemente, a artistas noveles; sin ir más lejos, a los integrantes del Dúo Humo, aquellos con los que viajaba el 16 de abril de 1973 en aquel BMW, camino de los madrileños estudios de grabación. La práctica totalidad de aquellos proyectos quedó en el tintero.
Pocas veces un tópico deja de serlo, con tanta justificación, para convertirse en verdad absoluta y sentimiento angustiosamente liberador, de aquellos que cortan la respiración y provocan un traicionero nudo en la garganta. El tópico de escuchar ‘América, América’, aparecido en «…Y Vol. 5», el elepé que vio la luz pocas semanas después de aquel maldito accidente, y no emocionarse pensando que aquellas canciones fueron grabadas pocas fechas antes. El tópico de constatar que aquel cordial Luis Manuel Ferri, que renegando de las milongas de la fama seguía visitando el popular barrio valenciano de Sagunt, había devenido mito. Porque los tópicos, cuando de Nino Bravo se trata, son solemnes verdades.