New York Land: Si el barro acaba con Norton Records, perdemos todos

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«En Nueva York, casi no quedan tiendas de discos, con lo chuscas, extravagantes y oscuras que eran. Han sido convenientemente fumigadas, esterilizadas y extirpadas. Las sustituyeron esas ágoras del pensamiento que despachan sensuales bragas, coloristas corbatas o elegantes zapatos»

 

Entre los negocios a los que el huracán Sandy azotó sin clemencia está la entregada discográfica especializada en buen rock and roll Norton Records, que, con el almacén echado a perder, anda pidiendo ayuda para salir adelante.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Fueron días extraños, con unas calles por las que apenas circulaban taxis, mientras el viento mordía las ramas de los árboles y volaban detritus. La mitad de Manhattan sufrió el gran apagón, las Rockaway y Coney Island fueron barridas por las olas, en Staten Island había yates en las calles y por los túneles del metro corría el océano. Toboganes de hojas secas serpenteaban en los pasos de cebra. Durante horas no se escuchó un pájaro, un claxon o un grito. Los periódicos que arrastraba el viento parecían gaviotas con los versos del Apocalipsis cosidos en sus alas. Me consta que en los grandes rascacielos las ventanas se combaron y un repique de espadas, semejante al que entonan las maderas de los barcos antes de irse a pique, aterrorizó durante la noche a sus habitantes. En muchos barrios no había teléfono, internet, electricidad o calefacción. Durante días las iglesias fanatizadas habían anunciado el azufre de Dios, la consumación de una ciudad putrescente y la apertura de los siete sellos. Hubo alucinados que juraban haberse cruzado bajo un semáforo con los caballos pronosticados por el chiflado Juan desde el Egeo. Lo escribió Lorca en un puñal surrealista: «El mascarón bailará entre columnas de sangre y números / entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados / que aullarán, noche oscura, por un tiempo sin luces / ¡oh salvaje Norteamérica!, ¡oh impúdica!, ¡oh salvaje / tendida en la frontera de la nieve!». Sandy no era la muchacha de labios con el rojo estrellado a la que cortejaban los chulos del malecón, aquella cantada por Springsteen, sino un explosiva ensalada de meteorología en estampida, insuficientes inversiones públicas y alarmada estupefacción de quienes no creyeron que el lobo venía hasta que, ñam ñam, chasqueó la lengua delante de sus narices. Descontada la abrumadora necesidad que sentimos los humanos de encontrar siempre un chivo expiatorio, falló la planificación a largo plazo; contribuyó, de paso, la indiferencia del gentío ante los alarmados mensajes de las autoridades.

Nosotros tuvimos suerte. Vivimos en una zona elevada de la isla, aunque a menos de dos avenidas los peces se amontonaban sobre el asfalto. Hubo que responder decenas de llamadas, asegurando al personal que seguíamos vivos. Frente a la tele contribuimos a enfatizar esa pasión nacional llamada Weather Channel, fascinante experimento sociocultural donde los reporteros aparecen barridos por el viento, a punto de ser engullidos por la marea, en un improbable cruce de deshuesado periodismo gonzo e Indiana Jones patético. Entre los emails recibidos uno llamaba la atención. Norton Records, la discográfica con sede en Brooklyn, había sufrido la inundación de sus almacenes. Un suceso catastrófico, repetido en miles de locales, que ha colocado a las galerías de arte independientes al borde del colapso y arruinado teatros, librerías y restaurantes. Lo de Norton Records duele doble porque es la última peste en una edad negra para su ramo. Un huracán bíblico, miles de dólares en pérdidas, cuando los listos se regocijan por el final de las discográficas, las grandes rameras del capitalismo, muy por delante en tropelías al parecer que los bancos enladrillados, los diamantes de sangre, los ricos con cuentas en Lausana, los traficantes de perico y los distribuidores de pornografía infantil.

Saving Norton Records after Hurricane Sandy from Dust & Grooves on Vimeo.

Supongo que en el infierno los disqueros compartirán celda con los editores: les debemos la maldición de tantos discos y libros, canciones y poemas, novelas, ensayos, recopilaciones y otros variados venenos que merced a la bienaventurada modernidad nuestros descendientes solo sufrirán si rastrean en las catacumbas, lejos del tambor estrepitoso de unas modas donde la música popular ya apenas cuenta como jingle higienizado. Hoy por hoy, en Nueva York, casi no quedan tiendas de discos, con lo chuscas, extravagantes y oscuras que eran. Han sido convenientemente fumigadas, esterilizadas y extirpadas. Las sustituyeron esas ágoras del pensamiento que despachan sensuales bragas, coloristas corbatas o elegantes zapatos, templos del trapo «fashion» a los que Manhattan consagra cada centímetro de su carísimo suelo, compartido con hoteles de impecable diseño, franquicias varias y mercerías minimalistas donde los dependientes, guapos y por lo general analfabetos, sonríen mientras te dan el palo.

Así las cosas, al menos desde la perspectiva de quien mantiene contra la galerna un modesto negocio discográfico, para abrazar el paraíso en la Tierra solo faltaba Sandy. Merced a su furia uno de los pocos sellos que sobrevivían anda canino, con la lengua fuera y entubado. Sus empleados, cuatro gatos, recogen del barro los vinilos. Suplican a los amigos que compren. Incluso advierten de que es muy posible que la mercancía por la que pagas no llegue a tu casa. Liquidada por la inundación, imposible de reimprimir en el corto plazo, a cambio de los caramelos perdidos te compensarán con otros, aseguran, igual de exquisitos. Total, a quién le importa. Nos referimos a una discográfica underground. Fundada por Billy Miller y Miriam Linna a mediados de los ochenta. Nutrida de oscuras referencias de rock and roll primitivo, soul sin depurar, rythm & blues bastardo, rockabilly, etc. Miembros ambos de la generación amamantada en el Nueva York deliciosamente radioactivo de la CBGB (Miriam incluso fue batería de los Cramps en 1976/77), la pareja pone en pie en 1978 la revista «Kicks» (en realidad un fanzine) y en el 86, tras cascarse un celebrado artículo sobre el psicodélico y alucinado rockero Hasil Adkins, comprenden que acaso exista demanda para la música de quien hasta entonces apenas había editado doce canciones en treinta años. Sacan entonces un disco con temas del Gurú del Pollo (yo me entiendo) y agotan existencias (medio millar, tampoco crean…).

«Norton Records, en fin, nace con los ingresos que les reporta el relativo éxito de un Adkins que viviría hasta que en 2005 un psicópata adolescente lo atropelló a propósito»

 

Un caso a estudiar, el bueno de Adkins. Lean lo que contaba al respecto el propio Bill en una entrevista realizada por admiradores del tronado rocker mientras este aún vivía: «Escuché a Haze por vez primera en los setenta, cuando encontré una copia de ‘She said’. ¡Lo más increíble es que aquel disco fue producido por un sello de Brooklyn a menos de una milla de donde vivíamos! Después un amigo me enseñó una copia de ‘Chicken walk’ y pensé, ¿Guau, este tío hizo dos discos? Otro amigo, que generalmente solo busca discos de r&b, localizó a Hasil en West Virginia. Lo mejor es que su personalidad, visión y talento siguen intactos. Eso es raro; muchos de esos tipos se volvieron locos o se fueron a vivir a las montañas. Comenzó a enviarnos cintas donde se mezclaban cosas modernas y antiguas. No podías distinguirlas. En una cinta que parecía sacada directamente de los cincuenta creí que gritaba, ‘¡Eh, estamos rockanroleando!’, pero resultó que decía, ‘¡Eh, tú, Reagan!’, y era nueva. Cada vez que graba un disco envía una copia a la Casa Blanca. Nixon incluso le envió una carta dándole las gracias». Un tipo gracioso, y peligroso: «Estaba tocando en un club una noche, es un hombre banda, tocando la guitarra y la percusión al mismo tiempo. El ventilador giraba y hacía un sonido chirriante, y sin perder el compás se agachó, sacó una pistola y se lo cargó. Estaba interfiriendo con su canción».

Norton Records, en fin, nace con los ingresos que les reporta el relativo éxito de un Adkins que viviría hasta que en 2005 un psicópata adolescente lo atropelló a propósito. El catálogo amasado en estos veinticinco años asegura mercancía de lujo a los seguidores de los sonidos primigenios. Abundan las estrellas que no llegaron a ninguna parte, los visionarios desperrados, los maníacos con poesía, los malditos de paso, los secundarios perdidos y los picapedreros del oficio, gloriosas almas en pena cuyos trabajos eran inencontrables. Añadan algún mito, tipo Bobby Fuller, Gene Vincent o Link Wray, que bien merecía reediciones facturadas con tiento y talento. Ahí tienen, si les interesan, y debieran de interesarles, las obras de gente como el mercurial Esquerita, un Little Richard menos conocido pero igualmente adictivo. O el gran Dough Sahm, leyenda del country fronterizo. Un momento, un momento… ¿desconocen quién es Sahm? ¿Ni siquiera recuerdan a los Texas Tornados? Pues sepan que Bob Dylan, Steve Earle o Dave Alvin, buenos conocedores de su oficio, le hacían reverencias.

Si algo distingue los lanzamientos de Norton Records es su cariño por el producto bien facturado. La voluntad historicista. Sus cuidadas notas interiores, repletas de información, muchas veces a cargo de Linna. Un afán panorámico, cocinado con el laborioso empeño de quienes saben que el arte necesita jardineros para no agostarse. Gente que se deja la piel, los dientes, los huesos, el exiguo patrimonio, miles de horas, para que tu vida, o la mía, sean un poco mejores. Escondidos en los bajos de la chaqueta traen de contrabando singles que ahondan las peripecias de unas músicas que, huérfanas de su concurso, morirán de puro asco. Parece que escucho el mantra… Si Norton Records cae no pasa nada. Los defensores de la piratería, los que callaron como putas cuando Nuevos Medios palmó, convencidos de que Pata Negra o Dogo y los Mercenarios grabaron sus discos gratis, divinos ensayistas del nuevo paradigma tecnológico, listísimos abogados y blogueros, así como la masa anónima y enfurecida que tanto cacarea contra la industria del disco, todos ellos, como un ejército, hipotecarán sus casas para continuar con la labor de Miller y Linna. Cómo van a aceptar que nadie recoja el guante, que el pueblo, al que defienden, al que tanto aman, se pierda ese tesoro por el mezquino detalle, mardito detalle, de que para recuperarlo necesitas conocimientos y dinero.

Convencido de que casi todo dios es un hijo de puta hasta que no se demuestre lo contrario, fiándome poco de los místicos contemporáneos, igual de reaccionarios, pelmas y cuentistas que los místicos de cualquier era, aconsejo comprar cuanto antes «Dangerous game», el disco de regreso de la ex Shangri-Las, Mary Weiss. O tantas golosinas cocinadas por The Dictators, Dale Hawkins, Ron Haydock, The Rockin’ R’s, Jack Starr, The Phantom Surfers, Wade Curtiss o Andre Williams. No sea que Norton Records palme. No vaya a ser que los campeones antidiscográficas, acostumbrados a pronunciar la palabra cultura (¡oh la la, CULTURA!), con el histérico alborozo de quien recibe una suculenta mamada, se crean que los discos caen del cielo, clonados en las redes sociales, restaurados por angelitos buenos que ni mean ni comen ni se arruinan, y al final nos quedemos sin cena.

Anterior entrega de New York Land: Algunos no saben lo que se pierden.

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