«Admirado por Angelo Badalamenti y Abel Ferrara (trabajó en la banda sonora de «Chelsea on the rocks») la suya es una trayectoria ecléctica. Ha trabajado con Martin Scorsese o Peter Jackson»
Este mes, Julio Valdeón Blanco nos presenta a Giancarlo Vulcano, músico neoyorquino de formación clásica pero apasionado del jazz y el blues, que ha firmado bandas sonoras y va dejando en el camino hermosísimos discos personales.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
En esta New York Land tan saturada de estrellas estrelladas y triunfadores aburridos, conviene a veces desviarse. Olvidar durante unos minutos los reflectores. Hacer hueco a músicos menos conocidos, pero necesarios. Giancarlo Vulcano tiene nombre de conspirador italiano del XIX o músico soñado por Lampedusa. Viene bien hablar de sueños porque su música es una muy lograda y hermosa concatenación de influencias, películas imaginarias y estilos dorados. Enamorará a quienes buscan magnetismo, intensidad, gozo, en productos que por inteligente vocación, desesperado dandismo o genuina diferencia nunca pertenecerán a la cuadra de los agasajados por el triunfo comercial o el reconocimiento masivo. No afirmo que lo suyo sea un producto elitista o hermético, destinado a oyentes más listos o cerebrales que la media, incurables esnobs o solipistas raritos. Ni siquiera que el reconocimiento masivo sea sinónimo de hez y la pertenencia al distinguido club de lo minoritario a calidad. Solo que Giancarlo va a su bola. Sin inmutarse ante los sacrosantos códigos del mercado. En el interín, mientras pensaba a fuego lento sus discos, de los que hablo luego, ha trabajado en las fontanerías de algunos de los espacios más fascinantes de la creación musical. Con paciente cadencia de artesano entrega trabajos personales, bellos, magníficos. Y autoeditados, pues las circunstancias derivadas de la ruina de la industria musical son especialmente crueles con los creadores minoritarios.
Multinstrumentista. Compositor. Estudioso del barroco y las vanguardias, dopado de blues y jazz. Frecuente colaborador de documentalistas: vean y escuchen «Unfinished spaces», de Ben Murray y Alysa Nahmias, relato acerca del experimento arquitectónico y social conocido como las Escuelas Nacionales de Arte de la Habana para el que Giancarlo escribió la banda sonora. Admirado por Angelo Badalamenti y Abel Ferrara (trabajó en la banda sonora de «Chelsea on the rocks») la suya es una trayectoria ecléctica. Ha trabajado con Martin Scorsese o Peter Jackson. Mejor dicho: a las órdenes de Howard Shore, hercúleo compositor, colaborador eterno de David Cronenberg. Una actividad a la que llegó de casualidad: «luego de recibir el encargo de Lenny Pickett, director de la banda de ‘Saturday night life’, para ayudarle a supervisar las partituras. Pickett me presentó a Shore, que también estuvo en SNL, y así entré en el cine». Actividad o vocación tardía, en absoluto menor: «Y eso que en el mundillo de la clásica las bandas sonoras del cine se tienen por algo secundario, ya sabes, algo así como un trabajo alimenticio, pero no es mi caso. Junto a Howard aprendí a amar la música para el cine. No creo en absoluto que se trate de un género a despreciar, aunque mis antiguos compañeros de promoción sostengan que quien trabaja en el cine se ha vendido, que te dedicas a una cosa sin importancia. Da igual. Hace tiempo que superé esa visión tan sesgada, tan restrictiva». El problema es que el cine a esa escala, con gente como Shore o Scorsese, descontado el privilegio de haber colaborado en las bandas sonoras de «El aviador», «Gangs of New York», «El señor de los anillos» o «The departed», el cine de alto octanaje y presupuesto, decíamos, con sus horarios locos y demediadas exigencias, funde hasta el tuétano. Algo quemado, hastiado o zombi, en la actualidad paga el alquiler con otra actividad que tampoco parece recomendable para quien sufra de hipertensión: coodirige con Jeff Richmond la música de «30 Rock», la exitosa telecomedia de Tina Fey.
Lejos del estudio, en momentos libres de obligaciones contractuales, a Giancarlo lo encontrarán junto a gente como Brian Drye o Ian Riggs en el Joe’s Pub. O con Las Rubias del Norte, donde colorea con su guitarra las hipnóticas melodías, esa mezcla efervescente de guajira, son, vallenato, valsecitos peruanos, pop, rock and roll, Chabuca Granda, Susana Baca y los Zafiros, que cantan con deliciosa impostación y agudo conocimiento las brooklynitas Emily Hurst y Allyssa Lamb. También en The Dollars, grupo que montó con el bajista Taylor Bergren-Chrisman para homenajear al compositor Abudullah Ibrahim. Con versiones y también numerosos temas propios. Compuestos en la intrincada, suntuosa onda swing, con dejes de Duke Ellington y toques africanos, del mítico pianista y compositor de Cape Town. Dicho lo cual hago un inciso y aprovecho para recomendar con genuina pasión «Bombella», el bellísimo disco que en 2010 publicó Ibrahim junto a la WDR Big Band Cologne. Un tratado de elegancia y nicotina, plata nocturna, alucinación noir y guiños mitómanos que bien podría funcionar como atrio a un universo en el que caben tanto el Cape jazz como los ecos de Sonny Rollins o Thelonious Monk. Si quieren hacerse una idea más amplia de la obra de Ibrahim busquen el rotundo «Voice of Africa», donde combinaba con insultante naturalidad Chicago y Johannesburgo, chorretones jazz y frescos ritmos africanos.
Neoyorquino que estudió en Florencia, a la sombra de los Ufizzi, la ecuación de Giancarlo se resuelve mejor al atender sus discos. Esos que muestran radiante un talento en cuarto creciente. Como para trovador blues le falla la biografía y para genio del barroco las pelucas, tiró por el camino del eclecticismo con causa. En esto del arte tan importante como las condiciones o el estudio es el conocimiento de tus calidades. Nacen así títulos relampagueantes. Entre Erik Satie y la sombra paterna, invisible aunque decisiva, de Stravinsky.
He mencionado ya «Unfinished spaces». Un soberbio ejercicio en el que baila con insultante facilidad sobre la siempre complicada pista de la música para una película de non-fiction. No hay atajos para recurrir a subrayados dramáticos. El asunto va de maravillosos edificios abandonados. De arquitectos que recuerdan el esplendor en la hierba de un tiempo más ingenuo y acaso feliz. Con semejantes mimbres Giancarlo teje una partitura ajena a los recursos del cine en gran formato. O del picante necesario en «30 Rock». En «Unifinished spaces» acude con cuentagotas a broches cubanísimos, caso de ‘Me siento bien aquí’, con la idea fija de no caer en la banal apropiación del material salsero. Un trabajo sobresaliente porque sabe cuándo darle gas al mecano y cuándo callar. Cuándo permitir que las imágenes respiren. Cuándo hacerse a un lado para que el vértigo de lo dicho de aún más vértigo mediante la intromisión del viento o el silencio.
Antes de «Unfinished spaces» hubo otros trabajos. «Vetro», su primer largo. Un encargo museístico del Palacio de las Bellas Artes de Bruselas. Con su exquisito diseño, obra de Mónica Miranda, esposa del músico e ilustradora de todos sus discos, «Vetro» presagia la calidad pictórica, acuarela antes que óleo, minimalista en el mejor sentido, donde vivirán las partituras por llegar. Subyugan piezas como ‘Portraid of Arthur Rimbaud’, donde el piano de Yvonne Troxler desarrolla el paseo que Giancarlo se da por las ojeras malvas del poeta metido a aventurero, artista bisagra que junto a Baudelaire inaugura la modernidad y, de paso, la no siempre recomendable senda del exceso. Con algo de juguetería resucitada al irse a dormir su propietario y despertar los muñecos, «Vetro» anunció la eclosión de un compositor capaz de reunir civilizaciones, o al menos culturas, en el jardín nocturno de su cuaderno.
O «My funny detective», banda sonora de un guión de cine negro, escrito por su amigo Paul Meadows y que, hasta la fecha, no se ha rodado. Giancarlo le puso melodía en la época en la que todavía quemaba horas con Shore, allá por 2005. Una suerte de entretenimiento borgiano que recrea hasta la minucia el largometraje pendiente, catapulta un material narrativo que se quería visual y toma del guante un género, el cine negro, convaleciente por de sucesivas revisiones. En palabras de Meadows, «Con sus discretos pasajes de guitarra, su melancólico trombón y sus composiciones sublimes (…) me transporta de vuelta aquel lugar sombrío y desesperado. Captura la dulce tristeza de la vida, tristeza por mí y por el mundo». Palabras para cerrar una cita, New York Land, que si en su anterior entrega reclamaba a gritos el reconocimiento que merece el inigualable Bambino aquí espera haber prendido la yesca de la curiosidad para con un compositor convaleciente todavía de juventud y ya deslumbrante.
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