«Rufus, comandante de un velero fantasma, gasta la ternura imprescindible de quien recuerda a sus muertos sin necesidad de curas o supersticiones, fiado al músculo de una poesía que brota a quemarropa»
Julio Valdeón Blanco pasa gran parte de sus noches neoyorquinas asistiendo a conciertos, sin embargo, reconoce que el mejor concierto que ha visto este año ha sido en la tele. El protagonista fue Rufus Wainwright.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
A veces transformo a un artista regular en uno grandioso. O rebajo méritos, incluso manteo, a quien merece reverencias. No debiera de ocurrir, pero… Que levante la mano quien no haya levitado durante la primera escucha de un disco. Luego, una vez publicada la reseña, concluyes que bueno, oye, tampoco brilla tanto. En un oficio adicto al pomelo de adrenalina y sus penososos colocones, admiran los fulanos tipo Lester Young, incapaces de esperar a ver qué ocurre. No por impulsivos, descerebrados, brutos, sino por valientes. Con independencia de que en un futuro sus intuiciones resulten proféticas o miopes. Amo a los audaces, pero traicionado por excesivos arrebatos envidio a quienes cuidan el retroceso de la pistola, bien calculada la dosis de ironía, «spleen», distanciamiento. Aunque no me entusiasman reconozco que rara vez patinan. Cómo van a fallar, coño, si nunca apuestan, siempre mimetizados con el higiénico término medio.
Consciente de mis fallas, mis prontos y filias, incapaz de madurar hasta labrarme el sólido prestigio de quien acierta siempre a costa de no acertar nunca, regreso a los hábitos pistoleros y digo que el mejor concierto que he visto este año, en bastantes años, ha sido uno de Rufus Wainwright. Grabado en una coqueta iglesia neoyorquina por la PBS, el canal público estadounidense, hogar de «Barrio Sésamo», ese programa, dicho sea con lástima, que ha prometido cerrar un simpático ministro mormón, especialista en trocear empresas, de ganar las elecciones. Menuda sorpresa, dirán. A Rufus lo conocemos todos. Respecto a su labor sobre las tablas está el deuvedé de «Milwaukee at last», y recuerdo sus apariciones en actos colectivos, especiales de navidad junto a su hermana Martha, etc. Maldita la gracia, por otro lado, saber que no estuve donde debía, sentado en aquella capilla una tarde de primavera, en lugar de verme obligado a esperar durante cinco meses para sintonizar la tele y disfrutarlo. Sea como fuere he gozado antes de Wainwright, de sus portentosas facultades vocales, su ambición, ingenio y chispa, pero todo esto no explica la sorprendente mezcla de luz y sombra sobre la que se asienta el directo de marras.
Genial gamberro, iconoclasta con justificado respeto a sus mayores, niño terrible, ha celebrado a Judy Garland y compuesto óperas, aunque donde mata, me mata, es en su consolidada faceta de trovador malherido. Despojado de oropeles, como demostró en el absoluto menor «All days are nights: songs for Lulu», luce como heredero indiscutible de Scott Walker pasado por un Leonard Cohen que amo y otros, torpes, detestan. O sea, el del discazo bizarro que cocinó junto a Phil Spector. Adoro cada faceta de Cohen, del cantautor errante al hombre del traje oscuro que a ritmo de sintetizador anunciaba el Apocalipsis, y sin embargo siento una querencia especial, no sé si inexplicable, por «Death of a ladies man». Escuchándolo me dije por fin, por fin alguien entiende que bajo las capas de terciopelo de la factoría Spector soplan los vientos de una tristeza cósmica. Algo así me sucedió el otro día, algo semejante pensé mientras Wainwright arrojaba en mi habitación unas canciones como animales nocturnos, aupados a la escalera de una voz pintada con elegante Titanlux negro. En el fondo del pecho, allá donde algunas periodistas acéfalas, aunque forradas, creen encontrar el alma, allí donde otros, menos líricos, acariciamos víscera, hígado o pulmones, le ha crecido a Rufus una flor roja, un listado de muertos, un teléfono con una vía al jergón y otra al cementerio. O si prefieren una limpia agonía que necesita cuidar con mimo.
Descubro luego que al concierto, parte de una serie titulada «Live from the artists den», solo podía asistirse por invitación y que necesitas suscribirte. La actuación de Rufus fue especial porque presentaba nueva obra, «Out of the game». Además, rendía tributo a su madre, la cantante folk Kate McGarrigle, fallecida en 2010 víctima de un cáncer. La voz de Kate, junto a la de su hermana Anna, puede escucharse en casi una docena de discos propios, comenzando por el delicioso «Kate & Anna McGarrigle», de 1976, así como en obras de su gran amiga Emmylou Harris («Wrecking ball»), Nick Cave («No more shall we part»), Joan Baez («Ring them bells»), Lou Reed («The raven»), Linda Thompson («Dreams fly away»), The Chieftains («The bells of Dublin») o, en 1974, «Unrequited», de su entonces marido, y padre de Rufus y Martha, Loudon Wainwright III. Acaso el recuerdo de Kate sea el motivo por el que Rufus parece cantar tras volver del infierno. No ahogado en llamas sino superviviente de un barco hundido, naufrago recién devuelto a la playa tras la galerna. Luego de escapar de las olas desgranará imprecatorio el parte de bajas. Como buen caballero, no puede presentarse en sociedad de cualquier forma, de modo que elige unos pantalones dorados, imposibles, y unas botas rojas, por si alguien comete la torpeza de confundir su depresión con abandono. La primera canción es ‘Candles’s. De ahí al final, con ‘Bitter tears’, tan orgullosa como agridulce, el escenario será un recinto incandescente, un cuarto íntimo, perfumado, para desgranar la crónica de los amores perdidos, mostrar las llagas y animar al respetable a que enseñe las suyas. Hasta que alcanza temperatura de misa laica o aquelarre sagrado. La primera enseñanza que recibes al seguir vivo entre ahogados es que tampoco puedes confiarte: el abismo, sus terrores, acecha, y la certidumbre del fundido inevitable, propio y ajeno, empapa sus versos con una dosis de pena extra, no autocompasión, qué asco, mejor melancolía, aunque nos resta el consuelo de apurar las últimas copas entre amigos.
Rufus, comandante de un velero fantasma, gasta la ternura imprescindible de quien recuerda a sus muertos sin necesidad de curas o supersticiones, fiado al músculo de una poesía que brota a quemarropa y un chorro de lirismo que fluye con la naturalidad de un arroyo en primavera. Desde el revelador «Rufus Wainwright», pasando por «Poses», «Want one», «Want two», «Release the stars», «All days are nights: songs for Lulu» y el engañosamente florido «Out of the game», que produce el listísimo Mark Ronson (Amy Winehouse), el neoyorquino/canadiense que sobrevivió al cristal, vivió en Montauk, Long Island, y es hermano de una crooner sublime, ha dado carne a una obra suntuosa.
Consolidado junto a Antony Hegarty como el hombre imprescindible del pop, quienes lloriquean porque no hay nuevos Wilson o McCartney, los del esto no es lo que era, coleccionistas de agravios entre las momias, no saben lo que se pierden.