«Hablamos de una rara avis, de un fulano que en el actual panorama de la industria, calamitoso, camina a su bola, sacando una obra original por año, de gira permanente, enfrascado en mil proyectos paralelos»
Coincidiendo con el lanzamiento de «Le noise», la nueva obra de Neil Young, Julio Valdeón Blanco se anima a analizar el último decenio creativo, disco a disco, de este incombustible y agreste superviviente de su propia leyenda. Uno de los últimos francotiradores del rock.
Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.
Sensible, tormentoso, alucinado, nostálgico, surrealista y sincero, aficionado a los pasotes, lírico hasta el mordisco, a veces garrulo, fastidioso cuando le da por apurar caprichos, siempre coherente con su rebeldía, reconocible incluso en la derrota, en los proyectos que salieron torcidos, Neil Young ha sembrado su carrera con discos imprescindibles, léase «On the beach», «Tonight’s the night», «American stars’n bars» o «Rust never sleeps». Asumiendo que alcanzó la gloria en los setenta, que sus obras más perdurables quedan lejos, nadie negará que también ha protagonizado espectaculares resurrecciones. A partir de 1989, tras diez años de productos experimentales, errabundos, mal comprendidos, engatilló el arrebatado «Freedom», trallazos del calibre de «Ragged glory», oscuros ejercicios de introspección como «Sleeps with angels», rotundas declaraciones de principios tipo el ‘I’m the ocean’ que cocinó junto a unos embelesados Pearl Jam en «Mirror ball» (el resto del disco no me interesa tanto) o ese memorable regreso a los pastos de «Harvest», o sea, «Harvest moon», donde acusaba el tiempo transcurrido para exprimir recuerdos de fantasmas y acústicas lágrimas que se clavan radiantes en tu agradecido pecho.
Durante la última década el viejo Neil ha sido fiel a su espíritu de corsario. Quiero decir que ha registrado lo que le ha salido de los cojones. Ha pasado de ejecutivos discográficos, acertado y fallado y vomitado soflamas políticas. También le ha dado por reforzar su a ratos mesiánica vena ecologista, con ese punto de, ejem, espiritualismo zen, tal y como corresponde a una rock-star hippy que vive desde hace incontables años en su rancho/comuna de California. A pesar de los resbalones supo mantenerse al quite y publicó, loados sean los dioses, la primera parte de sus mastodónticos archivos, un juguete tan caro como goloso, inaplazable. Quizá la desaparición en 1995 de David Briggs, productor de 18 de sus discos, explica en parte el convulso marco en el que ha trabajado. Ni siquiera con Niko Bolas, que ha estado tras los mandos en «This note’s for you», «Freedom», «Living with war» y «Chrome dreams II», alcanzamos a enjuagar tan notable pérdida. En busca del socio perdido, quizá, la aparición de «Le noise» lo emparenta con Daniel Lanois, productor, entre otros, de los U2 de «Joshua tree» y «Achtung baby», el Bob Dylan de «Oh mercy» y «Time out of mind», o el «Wrecking ball» de Emmylou Harris. Al cabo sobresale la certidumbre de que hablamos de una obra en marcha, mosaico casi infinito, difícil de calibrar mientras siga publicando a semejante ritmo. Lo que hoy parece menor ganará enteros visto con perspectiva. Fijo.
Hablamos de una rara avis, de un fulano que en el actual panorama de la industria, calamitoso, camina a su bola, sacando una obra original por año, de gira permanente, enfrascado en mil proyectos paralelos, documentales, películas, los archivos, los conciertos dedicados al Bridge School, los conciertos desde 1985 en favor de Farm Aid, el regreso junto a Crosby y cía., la próxima actuación junto a Buffalo Springfield, etc. Encima, mantiene desde 2005 una fascinante web paralela dedicada a recordar el precio en sangre de las guerras imperiales, a rastrear la suerte de las soldados muertos y sus inconsolables deudos. Y recuerden que en el concierto dedicado a los héroes del 11-S cantó nada menos que ‘Imagine’ –inolvidable la furia reaccionara que desató entonces–, que es muy capaz capaz de escribir y grabar un estupendo disco («Living with war») en tres días, que a diferencia de, pongamos, Bruce Springsteen, prisionero del éxito, del monstruoso «Born in the USA», del adelanto de ciento y pico millones de dólares que le soltó Sony a finales de los noventa, jamás ha seguido los tiempos que exigen los expertos en marketing. Ofrece a las bravas, más allá de lo artístico, de sus espeluznantes cimas e inevitables sombras, el perfecto manual de cómo sobrevivir sin traicionarse. Recuerda: mucho antes de que el gran Andrés Calamaro metamorfoseara en salmón, Neil Young ya había enunciado en ‘Will to love’ las virtudes del pez que pelea a la contra, aquel que nada frente a las olas para remar en la dirección menos razonable, que transforma su lucha en virtud creativa con justificado rango de épica aventura no apta para comemierdas, tan abundantes. Caen imperios, sistemas, mitos, sueños y libros, pero él sigue en la corriente principal, «uno de los pocos artistas que ingresan en el Rock and roll hall of Fame siendo todavía relevantes, con algunas de sus mejores canciones presentes en su último disco» (Eddie Vedder dixit), dando por bullate a quienes en los ochenta quisieron enterrarlo, enseñando a quemar amplificadores a varias generaciones.
Dejo fuera por cuestiones de espacio la avalancha de conciertos más o menos recientes –ese glorioso «Red rocks live / Friends + relatives» del 2000– y antiguos –»Live at Filmore East», «Live at Masey Hall», «Sugar Mountain-Live at Canterbury House»– encuadrados en «Neil Young Archives Vol. 1 (1963-1972)», que también reservamos para mejor ocasión, así como el reciente «Dreamin’ man live ’92» –gira previa al «Harvest moon», donde presentaba los temas que irían en el disco sin el acompañamiento de los Stray Gators.
LOS DISCOS DE LA DÉCADA
A efectos de este artículo década es el periodo de tiempo comprendido entre «Silver & gold» y «Le noise». Dicho lo cual añado que en 2000 tenía casi listo un disco acústico. Cambió de idea para ceder un puñado de temas al nuevo artefacto de Crosby, Stills, Nash & Young. Acabada la gira de turno regresaba al estudio. Allí reunió a Ben Keith, Spooner Oldham, Jimi Keltner, Duck Dunn, Emmylou Harris y Linda Ronstadt. Urdieron un disco maduro, cálido y acogedor. Obligatorio el DVD en el que Young interpreta desnudas la mayoría de las canciones. También interesante, aunque tenga menos que ver, el disco resultante de la gira de «Silver & gold», el «Rock road V1, friends and relatives», y aún más jugoso el DVD «Red rocks live: friends and relatives», donde la banda repasa su repertorio más orientado al country & rock, de ‘Winterlong’ a ‘Motorcycle mama’, ‘Powderfinger’ o ‘Everybody knows this is nowhere’. Cae la nieve bajo un viento cabrón, desafía al público y a los músicos. Nadie se mueve porque en el escenario se ha hecho fuerte un centauro eléctrico. A medida que caen las canciones sube la intensidad y una suerte de aislante térmico brota de las cuerdas de la Gibson Les Paul Goldtop del 53 pintada de negro que el mago Larry Cragg afina desde hace siglos.
Nada menos que Boker T. & The MG’s, legendaria sección rítmica del sello Stax, lo acompaña en este homenaje al r&b y el soul. Sí, sí, es el disco con ‘Let’s roll’, la oda post 11-S levantada a partir de las palabras de Todd Beamer, pasajero del vuelo 93 estrellado en Pensilvania. «Supuse», explicó más adelante, «que habría diez personas con una canción llamada ‘Let’s roll’ a la semana, que habría dos canciones country llamadas ‘Let’s roll’, una versión rock and roll del asunto, un tema de r&b de nombre ‘Let’s roll’, que estaría en todas partes, vamos. Así que me senté y esperé unas seis semanas, y no ocurrió nada. Y después aparece Bush en la tele y dice ‘Let’s roll’ y ese, para mí, fue el remate. Me dije, ‘tengo que hacerlo, me da igual si parece la cosa más obvia del mundo'». También atrapa ‘Goin’ home’, registrada junto a los Crazy Horse en las sesiones del abortado «Toast». Bonito, curioso si quieren, «Are you passionate?» Acaba siendo un pulcro ejercicio de estilo que demuestra hasta qué punto el ajustarse a los patrones de un género anestesia su musa. La versión que hace del soul se le atraganta por falta de voluntad o locura. Mejor no compararlo con el disco de los Bluenotes, y especialmente con la incendiaria gira del 88.
Uh, aguarden, ¿Neil Young fabricando una especie de ópera-rock? ¿Repleta de evocaciones de la Madre Tierra, lamentos ecológicos, etc.? 2003 encontró al artista enfrascado en la preparación de un proyecto multimedia –disco, película en la línea de aquella «Human highway», novela gráfica publicada este mismo año– que salva el cuello del modo más insospechado. Según explican Gary Graff y Daniel Durchholz se trata de una versión fin de milenio en clave rock del «Our town» del novelista y dramaturgo Thornton Wilder. Pudiera ser, mas al final el énfasis puesto en la narrativa naufraga de forma estrepitosa y, de algún modo perverso, nos libra del ensayismo para apuntar al tuétano, o sea, hacia un disco donde Crazy Horse demuestran que son el peor/mejor grupo de garaje de la historia, brutos, torpes, salvajes y vibrantes, imprescindibles. Una obra atiborrada de sonidos calientes, menor pero disfrutable, con delicias como la efervescente ‘Be the rain’. Tras el planchazo soul, el rumbo se endereza en parte con el catecismo rock en bandolera.
Un repertorio melancólico, que huele a tierra empapada y te abraza en su seno de paisajes auríferos, bulbos dorados, cielos con caperuzo de estrellas, fogatas nocturnas y sueños de clorofila. Súbete al coche, parece decir, y acompáñame en este regreso al bosque materno, al viento que ulula entre retama y siempre dice verdades. Recordemos que 2005 no fue un buen año. Sufrió un aneurisma y acudió al quirófano en mitad de la grabación del disco. Además, en julio falleció su padre, Scott Young, periodista deportivo y novelista negro. Todo un personaje, adorado en Canadá, había abandonado el hogar familiar cuando Young era niño. Nunca perdieron el contacto. Quien quiera indagar más en el particular, busque el libro «Neil and me», de 1984. Añada, si tiene gusa, «Being young: Scott, Neil and me», de Astrid, la hermana y colaboradora de Neil. Como epílogo a tanta zozobra brotan diez gemas enhebradas por el equipo médico habitual (Keith, Oldham, Rick Rosas, Chad Cromwell, etc.) que fluyen de lo elegíaco, ‘The painter’, a lo nostálgico, ‘He was the king’. Gana con cada escucha y poco a poco se ha hecho hueco entre los desenchufados necesarios del autor. A colocar junto a «Haverst moon» y (sólo) un ligero peldaño por debajo de «Harvest» y «Comes a time». Como colofón, Jonathan Demme grabó un elegante concierto de presentación del disco nada menos que en el Ryman Auditorium de Nashville. Tres años después, durante la gira de «Chrome dreams II», Demme filma «Trunk show», otro concierto, pendiente de estreno comercial, en el que sobresalen, entre otras, ‘Harvest’, ‘Spirit road’, ‘Mellow my mind’, ‘Sad movies’, ‘Like a hurricane’ o ‘The sultan’.
Young, en declaraciones a «Rolling Stone»: «Me acerqué a la máquina de café y tenían el ‘USA Today’. La portada mostraba un enorme avión militar transformado en hospital. Los titulares decían algo acerca de los grandes adelantos que estábamos haciendo en medicina gracias a la guerra en Irak. Me cogió con la guardia baja, así que subí las escaleras y escribí ‘Families’, para uno de esos soldados que nunca regresará a casa. Después lloré en brazos de mi mujer. Para mí, no había vuelta atrás». Uf. «Living with war». Lo amas o lo odias. No hay medias tintas. Servidor milita entre quienes lo escuchan con embeleso. Ciertamente Young abusa del panfleto. Hace campaña presidencial. Acumula en los bajos todos las minas antitanque propias de las obras demasiado cosidas a la actualidad, demasiado pegadas al vacuo torbellino de noticias. Pero carajo, las guitarras escupen chispas, la voz quema, los coros aúllan, las trompetas parecen sacadas de una ranchera apocalíptica o una banda sonora de Morricone pasada de anfetas, nos devuelve la áspera rabia de «Ragged glory» pero sin improvisaciones, y hay canciones, ramillete de estupendas canciones que salen disparadas de los altavoces como esquirlas de metralla, que justifican la devoción por el talento de este chiflado y mercurial experto en reinvenciones inesperadas y contundentes zurriagazos eléctricos. Para redondear la jugada Young sacó de gira a sus compinches Crosby, Stills y Nash y los puso a cantar el repertorio antibélico. Cosecharon reacciones de una estimulante visceralidad, poco habitual en los reencuentros de dinosaurios. Con los frutos del accidentado viaje produjo y dirigió junto a su socio L.A. Johnson –ancestral mano derecha en todos sus proyectos audiovisuales, también fallecido en 2010– «CSNY/Déjà vu», un sabroso documental del que también hay disco. Los aficionados a la quiromancia recuerden de paso que en ‘Lookin’ for a leaer’ ya aventuraba, con tres años de antelación, la posibilidad de que el presidente fuera un entonces desconocido Barack Obama. ‘The restless consumer’, ‘Shock and awe’, ‘Families’ o ‘Flags of freedom’ presentan la mezcla justa de melodía y ruido, musicalidad y acoples. Machacan la concepción del arte político como material endeble, mal equipado para sobrellevar la corrosión del óxido. Son canciones orgánicas, escritas sin respiro y disparadas a lo grande, con dientes nocturnos y galope oceánico, enemistadas con la posmodernidad y sus verduras de temporada, frescas, lustrosas, ágiles, necesarias, al lustro de su edición. Siete meses después, en diciembre de 2006, veía la luz «Living with war: in the begining», también producida por Young y Niko Bolas («The volume dealers»), algo así como la cara B, aún más cruda, del visceral asunto.
Qué barbaridad es ‘Ordinary people’, el temazo del que Briggs descreía («Qué sabe Neil de las tribulaciones de la clase trabajadora», comentó en más de una ocasión). Sin ánimo de contradecir al irascible y totémico productor, los 18 minutos de la canción pueden con los abundantes lugares comunes de la letra. Devuelven al Young de los paisajes volcánicos. Añadan unos vientos crujientes y el resultado luce como puro caramelo, un apoteósico descarte de los días con los Bluenotes. ‘Beautiful bluebird’ es una deliciosa oda que retrotrae a los poemas amables de finales de los setenta, ‘Dirty old man’ puro garaje y ‘No hidden path’ una bestia parda, turbia, fiera. ‘Boxcar’, inédita de «Times Square», el disco nunca publicado del 88 grabado en compañía de Cromwell y Rosas, recuerda la existencia de las obras que pudieron ser y nunca fueron, caso del «Chrome dreams» original, registrado en 1977, y cuyas canciones –muchas, no todas– figuran en «Rust never sleeps», «American Stars N’ bars» o «Freedom». Otras acabaron en el archivo, esnifando polvo. De alguna forma, «Chrome dreams II» recoge ese espíritu poliédrico. Con artillería tallada en diferentes épocas, sólido atlas de la condición humana.
Asociado con Jonathan Goodwin’s H-Line Conversions y Alternative Energy Techonologies, Young y su equipo han transformado un inmenso Linc/Volt del 59 (5,79 metros de longitud, dos toneladas y media de peso) en un automóvil híbrido con un consumo de 2,8 litros de gasolina por cada 100 kilómetros. Según recoge el reciente «Long may you run, the ilustrated history», el propio Young ha comentado que «la gente ama sus coches, especialmente aquí en América, y el espíritu que va asociado a ellos. Aman sus enormes coches, las grandes carreteras… ellos mismos son grandes. Así que no puedes vender un diminuto coche eléctrico a los americanos. Bueno, puedes, pero no será fácil (…) Queremos reducir la dependencia del combustible sin perder el espíritu del coche (…) Y si el Linc/Volt no funciona, quizá le demos ideas a alguien más para encontrar la solución». «Fork in the road» abre con la potente ‘When worlds collide’ y mantiene un tono aceptable, más meritorio si reparas en que se trata de un artefacto conceptual, dedicado a las virtudes del coche, casi un dietario íntimo donde ofrece sus opiniones respecto al futuro de la industria y los esfuerzos para transformar su Linc/Vol, un monstruo, en gigante amable. Al cabo, una alegre declaración de amor a uno de los protagonistas fundamentales del imaginario rock, que gana enteros merced a un tema como ‘Light a candle’, con el recientemente fallecido Keith haciendo diabluras en la pedal-steel. Esa canción demuestra por enésima vez que ninguna obra suya merece despacharse sin estudiarla a fondo. Por cierto, Young ha comentado que desprovisto del concurso de Keith tal vez se vea obligado a renunciar al 70 por ciento del repertorio, incapaz de interpretarlo en vivo sin aquella pedal steel magmática.
Hace tres días que no abandona mi iPod. Salgo a la calle, paseo a los perros, meo y respiro atrapado en sus surcos. Me emborracha sin besar la botella; es una ola desbaratada que enciende metales. La luz que ofrece «Le noise» relampaguea con gracia de miniatura en celo, adornada por la presencia de una Old Black que hacía siglos no sonaba tan imponente. Encontrarás el eco aterido de dos baladas cruzadas de pliegos sombríos y los sutiles toques de un Daniel Lanois que, lejos de apropiarse del cuadro, añade leves volutas, sutiles distorsiones. Lo imaginamos igual de pasmado que nosotros ante la avalancha de un disco orgánico, más esponjoso de lo que pudiera creerse, enfrentado al cerco donde la guitarra de Young da vueltas como un leopardo enjaulado. Como «Mirror ball» y la citada ‘I’m the ocean’, cuenta con otra canción autobiográfica, ‘Hitchhiker’, un espeluzante retrato de su relación con las drogas. Atención: se trata de un tema de mediados de los setenta, de las noches en que grababa junto a Briggs en los estudios Indigo, en el cañón de Malibú. Allí registró, entre otras, ‘Powderfinger’, ‘Pocahontas’, ‘Ride my llama’, ‘Campaigner (after the fall)’, ‘Captain Kennedy’, ‘Will to love’ o, el 11 de agosto de 1976, ‘Like an inca (Hitchhiker)’. Aunque la interpretación actual quede lejos del caos desbaratado de aquella nihilista toma, tampoco desmerece, y desde luego se trata de una de las grandes letras del autor. Asombroso que haya decidido publicarla a estas alturas. Muy lejos, en intención y resultados, de los baudelerianos paseos por el lado salvaje («Todavía no sé como aguanto de pie, viviendo mi vida / se lo agradezco a mis hijos, y mi a fiel esposa», dice al final, en unas líneas añadidas recientemente). El prodigio consiste en haber incluido una de sus grandes canciones perdidas, perteneciente a uno de sus periodos más fértiles, y que el resto del disco no sólo no desmerezca, sino que esté a la altura. «Le noise» será tratatado con gentileza y cierta apatía por la prensa especializada, secretamente hartos sus oficiantes de escribir sobre el mismo fulano desde que echaron los dientes. Da igual. Con empaque de bandolero, impetuosos hachazos y poemas paridos bajo el sol de los muertos Young ha firmado un disco más que notable, otro.