Neil Diamond: Mucho más allá de las lentejuelas

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“Entre el 77 y el 91 se encontró especialmente cómodo en el papel de baladista de su generación. Hablamos de solo 14 años ‘flojos’ en una carrera de 50. Hay mucho más donde rascar”

 

Tras casi seis décadas de intensa actividad musical, Neil Diamond se retira de los escenarios aquejado de parkinson. Javier Márquez reivindica lo mejor de su repertorio sin olvidar sus etapas más obviables.

 

Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.

 

Cuando Neil Diamond comenzaba a cantar muchos lo describían como “el Elvis judío”, en referencia a su arrolladora energía en escena y a la riqueza de matices de su poderosa voz de barítono. Y el caso es que, más allá de esas circunstancias, la carrera de este cantante y compositor, nacido en Brooklyn en 1941, acabaría teniendo alguna que otra semejanza con la del chico blanco con voz de negro de Tupelo, Mississippi. Muchos fieles y estudiosos de la obra de Elvis coinciden en que su periodo más rico y variado es el que abarca de 1968 a 1973, con grandes directos y una amplia diversidad de producciones que van del rock y el blues al country, el gospel o el soul. Sin embargo, para el gran público, lo que perdura de aquella etapa ya en Las Vegas (se convierte en un asiduo de los escenarios de la ciudad en el 69), son los trajes de una pieza con capa y lentejuelas, los sándwiches de plátano con mantequilla de cacahuete y el “Así habló Zaratustra” con el que arrancaba sus espectáculos. Y es que, ¡cómo nos gusta un tópico!

Algo muy similar es lo que le ha sucedido a Neil Diamond, autor de 32 álbumes en medio siglo de carrera, 16 de ellos alzados al Top 10, donde también colocó 37 sencillos, y que en 2008, con “12 songs”, se convirtió en el artista más veterano en llegar al número 1 en EEUU. También durante casi dos décadas se mantuvo entre los músicos con giras mundiales más rentables, y aún en estos últimos años ha sido capaz de colgar el cartel de “no hay billetes” varias noches seguidas en arenas tan exigentes como el Madison Square Garden o el O2 londinense. Sus canciones han sido versionadas por infinidad de artistas de varias generaciones y los más diversos estilos, composiciones que —al menos una docena— forman parte de la banda sonora de millones de personas. Y sin embargo, hasta hace poco, antes de la mesiánica aparición de Rick Rubin, para demasiada prensa especializada Neil Diamond seguía siendo el hortera de camisas con lentejuelas y cardados imposibles a lo José Luis Rodríguez “El Puma”, intérprete de melosas baladas olvidables. Una versión masculina de Barbra Streisand, se ha llegado a escribir y repetir. Y aplaudiendo por adelantado el talento de la cantante Williamsburg, ese retrato no es solo bastante forzado sino terriblemente simplista

Es cierto que entre el 77, con “I’m glad you’re here with me tonight”, y el 91, cuando edita “Lovescape”, Diamond se encontró especialmente cómodo en el papel de baladista de su generación (eso que llaman “adulto contemporáneo”), con arreglos algo barrocos y textos demasiado tópicos centrados en romances y sinsabores. Con todo, y a pesar de que la decena de discos que publicó en ese periodo incluía al menos otras tantas grandes canciones, hablamos de tan solo 14 años “flojos” en una carrera de 50. Así que hay mucho más donde rascar.

 

El rockero y sus violines

Neil Diamond comenzó a tocar la guitarra a los 16 años, y compuso sus primeras canciones inspirado por su admiración por Pete Seeger (‘Hear them bells’, se titulaba su primer tema). Tras pasar por el legendario Brill Building, componiendo temas a la medida de otros, en 1966 le llegó su oportunidad con un elepé que salió al mercado con el título “The feel of Neil Diamond” (que ya incluía ‘Cherry, cherry’ y ‘Solitary man’), seguido por “Just for you”, verdadera carta de presentación con canciones rápidamente convertidas en clásicos, como ‘Red, red wine’, ‘Girl, you’ll be a woman soon’, ‘Shilo’ o ‘I’m a believer’, tema que se mantuvo en lo más alto de las listas durante siete semanas, llegando a vender más de un millón de copias.

 

 

La creciente popularidad del artista hizo que Uni Records (más tarde MCA) le pusiese por delante un contrato para dar el gran salto. Aquello, en una nueva comparativa “presleyiana”, se tradujo en un nuevo sonido menos tosco y más sofisticado. En este sentido, es posible que Tom Catalano, productor de sus discos de esta etapa (del 68 al 74), sea el que mejor supo administrar el sonido Diamond, manteniendo la presencia de unas guitarras muy emocionantes y acompañándolas de una instrumentación variada, experimental en ocasiones, pero bastante equilibrada (para lo que estaba por llegar).

Las composiciones, por otro lado, brillaban aún más si cabe, demostrando el talento del artista no solo para crear estribillos pegadizos y melodías intimistas, sino también para contar historias emocionantes, concibiendo toda una galería de personajes memorables (imposible no estremecerse con la historia del anciano de ‘Morningside’). Si bien los tres primeros discos en Uni eran bastante correctos, incluyendo ya piezas relevantes como ‘Brother love’s travelling salvation show’, ‘Juliet’, ‘Holly Holy’, ‘Glory road’ o esa reina de bodas y karaokes que es ‘Sweet Caroline’, es la trilogía compuesta por “Tap root manuscipt” (1970), “Stones” (1971) y “Moods” (1972) la que probablemente constituya lo mejor de su creador, ofreciendo no solo excelentes composiciones propias (‘I am… I said’, ‘Stones’, ‘Song sung blue’, ‘Play me’, ‘Morningside’, ‘Done too soon’, ‘Soolaimon’…), sino también algunas versiones contemporáneas bastante convincentes (‘Suzanne’, ‘If you go away’, Chelsea morning’…). Por cierto: con “Tap root manuscipt” Diamond se adelantó década y media a las inquietudes de Peter Gabriel, Brian Eno o Paul Simon por lo que habría de llamarse world music con toda una segunda cara de ese álbum consagrada a lo que el artista bautizó como “The african trilogy (a folk ballet)”, siete cortes de clara influencia africana.

 

 

En esos años salen a la venta dos trabajos en directo bien distintos. En el 71 se publica “Gold”, una selección de diez cortes grabados en la legendaria sala Troubador y que supone una oportunidad única de escuchar a un Diamond más rockero, en la línea de sus trabajos para Bang, libre aún de toda esa cuerda que va a ir domando algunas de sus composiciones más enérgicas, sobre todo a partir de su salto al sello Columbia. Al año siguiente, en 1972, llega a las tiendas el disco icónico del artista y uno de los directos más famosos de la historia: “Hot august night”, un trabajo hipnotizador, genuino, y verdadera piedra angular del mejor Diamond, registrado en el Greek Theater de Los Ángeles con una vibrante orquesta de 35 músicos y un protagonista electrizante en auténtico estado de gracia.

En el 73 se impuso el comentado cambio de compañía discográfica, saltando a Columbia Records después de que esta pusiese sobre el contrato un cheque de un millón de dólares y el compromiso de plena libertad creativa. Es entonces cuando lanza un álbum que daría el primer golpe de timón a su imagen, haciendo que el sector más duro de la escena rock comenzase a verlo como un talento perdido para la causa y entregado definitivamente a un pop complaciente. Hablamos, claro, de “Jonathan Livingston Seagull”, banda sonora de la película “Juan Salvador Gaviota” (1973, Hall Bartlett). Al contrario que la cinta, que pinchó en taquilla, el disco alcanzó el número dos de Billboard, se llevó el Globo de Oro y el Grammy en su categoría, y nos regaló una serie composiciones tan inspiradas en los textos como en sus melodías, entre las más bellas firmadas por el autor, como ‘Dear father’, ‘Be’ o ‘Lonely looking sky’.

La juventud musical de Diamond, por llamar de algún modo a este periodo, concluye con “Serenade” (1974) y “Beautiful noise” (1976). Si bien el primero incluía tres joyas tan grandes en su concepción como discretas en su popularidad (‘I’ve been this way before’, ‘Longfellow serenade’ y ‘Lady Magdelene’), el segundo, producido por Robbie –The Band— Robertson, lograba combinar la fiereza de sus primeras grabaciones con una orquestación bastante comedida y espíritu más rockero, todo ello al servicio de una sensacional cartera de canciones: ‘Beautiful noise’, ‘If you know what I mean’, ‘Lady-oh’, y sobre todo el trascendental ‘Dry your eyes’, que quedaría para posteridad en la grabación del concierto de despedida de The Band: “The last waltz” (1978, Martin Scorsese). En definitiva, fue un gran disco para cerrar una etapa.

 

 

La mesa de los adultos

Después de unos años alejado de los escenarios y volcado en las grabaciones, Diamond volvió a recorrer mundo en 1976. De algún modo, el artista que daba a conocer sus canciones en directo se había convertido ahora en un monstruo de los escenarios, un espectáculo en vivo capaz de llenar estadios sin problema en cualquier parte del globo y con una cartera de canciones capaz de no dar un respiro al respetable a lo largo de dos horas de puro show. Era tan consciente de ese carácter de hombre espectáculo que empezó a vestir vistosas camisas y monos de colores y lentejuelas que permitían que alcanzara a verlo cualquier persona del graderío (antes de la época de la retransmisión en pantallas). Desde aquellos setenta hasta ya comenzado el nuevo milenio, el sastre Bill Whitten fue el encargado del diseño y confección de su vestuario en vivo.

Tras esos citados años sabáticos, Diamond parecía encontrarse cómodo en ese nuevo hueco que le dejaba el mercado, el de baladista romántico para los chicos y chicas de su generación que, como él, ya habían sentado la cabeza, se habían casado y tenían tres niños, dos perros, una amante y una casa en las afueras. ¿A qué nos referimos exactamente? Lo resume a la perfección el tema ‘You don’t bring me flowers’, incluido inicialmente en el álbum “I’m glad you’re here with me tonight” y que alcanzó cotas estratosféricas cuando los dos viejos compañeros de escuela, Neil y Barbra Streisand, lo grabaron juntos. La historia, por cierto, es curiosa: a los pocos meses de salir el álbum, ella decidió incluir el tema en su siguiente trabajo de 1978. El director de un programa radiofónico de Louisville se sintió especialmente tocado por aquella historia en la que una pareja se recrimina los pequeños detalles por los que “se les rompió el amor”, porque de hecho él acababa de divorciarse. Así que decidió hacerle un pequeño regalo a su mujer: una mezcla del tema en el que iba intercalando la voz de Neil y Barbra según pedía la historia. Aquella versión precaria empezó a correr como la pólvora por las emisoras de todo el país y los dos viejos camaradas no tuvieron más remedio que grabarla en condiciones (y de paso, llevarse un Grammy con ella). Tras cantarla en directo en la ceremonia de 1980, la actuación quedó grabada como uno de los momentos legendarios de los célebres premios musicales.

 

 

Aunque hay canciones salvables en los últimos discos de los setenta y a lo largo de los ochenta, por mera comparación con lo ya conocido y lo que habría de llegar, sin duda estamos ante la etapa más floja del cantante, tanto en lo referente a los textos, demasiado reiterativos, como sobre todo a las melodías e instrumentaciones. En este sentido es clave el cambio en la producción. Tom Catalano se despidió (a lo grande, por cierto) en “Serenade”, y tomó su relevo, tras el trabajo con Robertson, Bob Gaudio, que desplegó todo su potencial orquestal a lo largo de cuatro trabajos que asentaron su nueva imagen musical. Una época en la que el neoyorquino, convertido plenamente en un Diamond Superstar, delega parte o toda la composición de sus canciones en gente como Burt Bacharach o Alan Lindgren. Con el primero firma seis de los once cortes de “Heartlight”, álbum de 1982, que pone de manifiesto que aunque su enérgica voz es capaz de cantar lo que le echen, debería pensárselo dos veces antes de dar por buena cualquier composición. La pieza que da título al disco, por cierto, fue compuesta al salir de una proyección de ‘E.T.’ (1982, Steven Spielberg), y puede llegar a resultar tan… bueno, dejémoslo en que que hacía honor al tono de la película. Aquel fue uno de los tres discos caóticos que grabó Diamond en los 80, con hasta siete productores para una doce de canciones.

De esta etapa, quizás sea “The best year of our lives” (1988) el trabajo más equilibrado y representativo (y con solo un productor), manteniendo el foco en el estilo “adulto contemporáneo” pero apostando por un tono más reflexivo y comedido, con menos charanga orquestal y versos ripiosos, y cortes de la solvencia de ‘Hooked on the memory of you’ o el que da título al largo. En este caso tuvo el buen ojo de firmar un buen puñado de piezas con el productor y compositor David Foster, con el que consiguió resultados más convincentes que con Bacharach. No obstante, de esta década su trabajo más perdurable es la banda sonora de otra película, “The jazz singer” (1980, Richard Fleischer) protagonizada por el propio cantante junto al legendario Laurence Olivier. Si bien la cinta solo es recomendable para el público más fiel, su álbum recoge algunos temas que pasaron a engrosar la cartera de clásicos del autor, como ‘Love on the rocks’, ‘Hello again’ o ese himno proinmigración que es ‘America’.

 

Buscando su destino

La década de los 90 fue la más irregular en la producción de Neil Diamond. Daba la impresión de sentirse algo desubicado, en busca de nuevos territorios en los que desenvolverse, lo que le llevó a lanzar unos trabajos que daban la sensación de palos de ciego artísticos con desigual fortuna. Con sus quince cortes y seis productores, “Lovescape” (1991) arrancaba con tres temas potentes para luego perderse en una compilación de piezas que adolecían de la falta de un alma común; una pena, porque su voz brillaba en este disco como hacía tiempo que no se disfrutaba. Muy distinto resultó “Tennessee moon” (1996), que podría haber resultado un trabajo bastante destacable si se hubiesen filtrado sus 18 cortes dejándolos en una más que aceptable decena. Con todo, la apuesta de Diamond al poner rumbo a Nashville se tradujo en un disco de clara influencia de country contemporáneo, a lo que ayudó también la coautoría en las canciones con algunos de los mejores compositores del momento en la Music City. No faltaron, además, dúos bastante sugerentes, con gente como Raúl Malo, de The Mavericks, Beth Nielsen Chapman o sobre todo Waylon Jennings.

¿Se sintió cómodo Neil Diamond con aquella grabación? Cualquiera diría que sí, por lo que no se entiende que a continuación afrontase el disco más prescindible de su carrera. Ya en 1993 había dejado el lápiz y el cuaderno para presentarse exclusivamente como intérprete con “Up on the roof”, un homenaje a la legendaria producción de los autores del Brill Building; un trabajo agradable que poco aportaba a su obra. Cinco años después, “The movie album” llegó para espolear —y con razón— a sus detractores con una veintena de canciones que volvían a reivindicarlo como el Streisand masculino. Con una orquesta a cargo de Elmer Bernstein, llevó a cabo una innecesaria revisión de temas legendarios de Hollywood que parecían clavar definitivamente la tapa de su ataúd artístico, habiendo consagrado el resto de la década a recopilaciones, directos y los consabidos trabajos navideños.

 

Bienvenidos al siglo XXI

Definitivamente muerto y enterrado para la crítica y convertido en un personaje kitsch para el público, Neil Diamond arrancaba el nuevo milenio con un disco que sonaba a nuevo comienzo. Con una imagen de portada sobria (chupa de cuero y guitarra en mano) y un título que prometía algo de austeridad musical, “Three chord opera” (2001) era el primer trabajo compuesto por canciones exclusivamente propias, firmadas en solitario, a lo largo de 27 años (desde “Serenade”, en 1974). El tono de las composiciones, tanto las más introspectivas como las románticas, reflejaban un cierto aura otoñal, de seductora oscuridad. Cortes como el melancólico ‘I haven’t played this song in years’, ‘Midnight dreams’, ‘I believe in happy endings’ o ‘A misión of love’ destilan algo del mejor Diamond, que parecía volver a encontrar su sitio no ya como baladista sino como cantautor de vuelta de todo.

 

 

Algo así fue lo que debió pensar Rick Rubin cuando escuchó aquel disco, y se dijo que al de Brooklyn le faltaba aún un empujón. Necesitaba encerrarse, apagar la luz y perder el pudor a volver a mostrar sus sentimientos. Así que se animó a llamarlo y juntos grabaron dos trabajos excepcionales, “12 Songs” (2005) y “Home before dark” (2008), que recuperaban en cierto modo la austeridad de los días de Bang Records y la introspección de sus composiciones en la etapa Uni y pre “Salvador Gaviota”: composiciones viscerales y protagonismo recuperado de unas guitarras estupendas, todo ello al servicio de una voz capaz de llegar al alma de cualquiera (cualquiera que la tenga, claro). Desde entonces han llegado al mercado un directo y otros dos trabajos de estudio –“Dreams” (2010) y “Melody Road” (2014)—, ya sin Rubin, en los que Diamond ha mantenido el tipo, definitivamente asentado en esa cumbre de la veteranía de autor. ‘Captain of Shipwreck’, ‘Delirious love’, ‘Pretty Amazing Grace’ o ‘Home before dark’ son algunas creaciones destacables de este periodo, entre las que destaca una trilogía oscura, absorbente, algo amarga y a pesar de todo vitalista, muestra de que el músico neoyorquino aún tiene intestinos para seguir emocionando con sus versos y melodías: ‘If I don’t see you again’, ‘Hell yeah’ y ‘Nothing but a heartache’.

Hace unas semanas el cantante anunciaba que se retiraba de los escenarios por recomendación médica después de que le diagnosticaran que sufría Parkinson. Pero no piensa en absoluto guardar la guitarra. Habrá nuevo disco de estudio, ha anunciado. Y esperamos que así sea, desde luego. Cuanto más austero musicalmente, mejor, más profundos suelen resultar sus textos.

Es difícil escribir sobre Neil Diamond en España, en cualquier caso, un artista que se ha labrado buena parte de su reputación por su arrolladora entrega en los escenarios y que nunca pisó tablas por estos lares más allá de los estudios de Televisión Española en los setenta. Su adiós merece un aplauso puesto en pie después de décadas recorriendo kilómetros y uniendo generaciones bajo una misma melodía. Pero el tiempo, ya sabemos, es inclemente. Y para quien quiera comprobar lo dicho, solo quedan las grabaciones en directo, en vídeo o audio. No obstante, esto no ha sido una despedida. Pronto, esperamos, habrá un nuevo trabajo de estudio de Neil Diamond, y con algo de suerte, todo lo ocurrido inspirará a lo que aún late en él de aquel chico del Brill Building. Ojalá nos regale un puñado de piezas que nos hagan estremecer.

 

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