“Muertes pequeñas”, de Emma Flint

Autor:

LIBROS

“Es precisamente esta indefinición la grandeza del personaje, del que no queda nada claro su carácter moralmente aceptable o no”

 

muertes-pequenas-09-03-18

Emma Flint
“Muertes pequeñas”
MALPASO

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

En un principio fue la mujer. Una madre de las que se revelan, en una magistral descripción inicial, esas mañanas de resaca maloliente y maquillaje preciso. Ruth Malone, con un matrimonio deshecho y problemas con la custodia de sus dos pequeños. Con problemas de integración en el barrio también. En la vida, diríamos. Una mañana como tantas otras —recuperarse de otra noche difícil, pasear al perro a primera hora—, al abrir la habitación de los niños, se la encuentra vacía.

Es un “noir” diferente. Algún macguffin por ahí, un tono de reportaje periodístico por allá —está levemente basada en una vieja historia de los sesenta—, un final inesperado, pero rápido y quizás forzado. Nada de ello sorprende al lector. Lo que sí que resulta desacostumbrado es la figura de Ruth Malone. Ningún hilo con los que el narrador teje su carácter está bien anudado. Se abandona, no se define. Pero es precisamente esta indefinición la grandeza del personaje, del que no queda nada claro su carácter moralmente aceptable o no. Una pintura sin acabar que expresa una sensación de ir absolutamente perdida. La portada desvela una escena memorable que se detalla en el cuerpo del texto: Ruth, en la ventana, mirando el vacío que hay fuera para no ver el que aparentemente tiene dentro.

La protagonista vive en medio de una inane dejadez, pero ello no oculta su carácter obsesivo. Se desespera realmente con la desaparición de sus hijos, pero se arregla con coquetería porque van a venir hombres a interrogarla. Es una figura poliédrica, pero sin color. Destrozada por dentro, nunca llora y es capaz de jugarse un despido por no ir a trabajar, en medio de un torbellino de acusaciones de sus vecinos. Esas botellas que la policía encuentra por doquier en casa no la emborrachan tanto como los deseos y la impotencia.

En el marco narrativo de la novela, dos hombres —aparte de los agentes— intentan sacar algo de luz. El primero es su exmarido, Frank; con el segundo apenas habla, el periodista Pete Wonicke, que llega a angustiarse con la historia al darse cuenta de que la visión que la sociedad presenta de Ruth es sesgada, marcada a priori por prejuicios. En todo caso, el periodista desaparece en la segunda parte de la obra, ya amortizado, tras desvelar una nueva cara de la madre. Final dominado por la literatura judicial —testigos, sesiones de juicio— que tampoco resuelve la desaparición de los pequeños.

Es años después cuando lo que siempre había sospechado la madre cobra visos de realidad. Y entonces, como en las obras bien construidas, hemos de volver al principio para comprender que la historia no es un juego intelectual, un tablero de delitos y pistas, sino que es una terrible y cruel historia de amor.

Anterior crítica de libros: “Casa de discos”, de Óscar Fernández y Javier Castro.

 

novedades-marzo-18

 

 

Artículos relacionados