Antes del brote libertino de La Movida, el rock madrileño de la Transición allanó espacio bailando con la más fea. El tiempo ha tratado con desigual justicia a los guerrilleros que profesionalizaron el circuito. A mediados de los setenta, José Carlos “Joe” Morales tocó el bajo en Eva-Rock, apabullante power-trío que tomó impulso a partir de un concierto memorable en el festival Pop Burgos. El grupo copiaba la estética de Led Zeppelin y las técnicas de maquillaje de los chicos del glam inglés. Tras una militancia breve, Morales fundó MAD (abreviación de Madrid) junto a Juan Márquez y Cutu de la Puente. Otro trío robusto con el que aparecía en “Nos va la marcha” (1979), el primer filme riguroso sobre rock español. La generación de MAD, Coz, Leño, Cucharada y Topo empleaba sofisticados equipos de sonido y se adecuó a espacios amplios. Por fin, plantaron los ejes para la gran experiencia del directo, la alharaca tribal. Y sin delegar tareas. José Carlos rememoraba con sudores la madeja de cables y el peso de los altavoces de aquellos montajes. El doble vinilo con la banda sonora de la película es hoy una pieza cotizada.
Luego, Juan Márquez se centró en Coz, con los hermanos De Castro (Barón Rojo), mientras Morales, notable guitarrista, mantuvo a MAD durante tres años, con variaciones en el puesto de batería. Apasionado de la historia del rock, de carácter noble y humilde, “Joe” ayudó a los Burning a traducir a los Rolling Stones y congenió con un travieso Wilko Johnson, entonces disparado con su mujer en las visitas al Madrid en color. De manera eventual, respondía a la llamada de su amigo Juan Márquez para girar como artista invitado. Pero la vocación de trotamundos le llevó a emprender un largo periplo vital por Estados Unidos, Francia y Canadá, entre otros países, donde nunca dejó de tocar, componer y estudiar las manifestaciones locales del rock and roll. Coincidió en tabernas con Leonard Cohen, estuvo en Woodstock. Era un alma inquieta.
Con la mochila cargada, Morales creó el proyecto The Boogie Brothers, en el que se había volcado las dos últimas décadas. Una defensa férrea del blues rock trotón para la que llegó a captar a más de una treinta de músicos de distintas ciudades del mundo. En 1999, Juan Márquez le echó una mano en la publicación de “Búscame” (Express Records), el disco de referencia de Boogie Brothers, que incluía una versión del ‘Anda suelto Satanás’ de Luis Eduardo Aute. Por suerte, José Carlos resumió en 2012 la trayectoria de las formaciones en tres álbumes autoeditados, con material nuevo añadido y actuaciones por la geografía nacional.
Felizmente instalado en Granada desde 2005, en su ciudad natal se desarrolló de manera prolífica. Nada más aterrizar, teloneó a Chuck Berry. Fiel a su imagen sempiterna —camisa negra, gafas de aviador, melena anacrónica—, contagió a la escena local de su entusiasmo enciclopédico. Ofrecía recitales todas las semanas. Sesiones didácticas que apelaban a la madre del cordero: blues de Robert Johnson, la corriente ácida de Jimi Hendrix, The Spencer Davis Group pasados por el tamiz de Johnny Hallyday. Astuto y ávido de compartir conocimiento, estiraba al máximo el periodo 64-66. Muchos le confundían con un guiri por su aspecto y el peculiar acento extranjero. Cantaba con una dicción perfecta en inglés y en francés. Así, atrajo a nombres de la canción de autor, el jazz y el blues a su abrevadero rock. Con el argentino Bruno Bonacorso formó Los Hermanos Baltimore, muy marcado por Tom Petty y The Traveling Wilburys. Algo similar maquinó con la cantautora Patricia Lázaro. En paralelo, sostenía otro combo de repertorio de los Stones.
La admiración de “Joe” Morales por Kiko Veneno obedecía a un precepto elemental: quien cruza el Atlántico, descubre las verdaderas costuras de este negociado. Carne de bar, se hizo parroquiano activo de templos del rock granadino como el Ruido Rosa o El Transistor. Le encantaba debatir sobre los orígenes del rock hispano, el blues eléctrico de Chicago y, por encima de todo, Bob Dylan. Se sabía de memoria —sin atril— medio centenar de letras de Zimmerman, a quien rindió tributo todos los lunes del último lustro en La Tertulia, epicentro de poetas. José Carlos bautizó aquello como Los Dylanesques. Se identificaba con Bob. “Me conformo con ser un artesano del rock and roll”, decía. No se cansó de reivindicar el Nobel de Literatura para Dylan, a quien consideraba el escritor perfecto, un pionero del trabalenguas rapero.
El último concierto de José Carlos Morales tuvo lugar en La Tertulia el pasado 13 de octubre. Lleno de amigos y seguidores, conscientes de su delicado estado de salud y de que “Joe” debía iniciar un duro tratamiento contra el cáncer de estómago. Atravesaba una etapa de influencia intensa de los Traveling Wilburys y pretendía captar para ello a Raúl Bernal (Jean Paul), teclista de Lapido y Grupo de Expertos Solynieve. Por la arena de su voz se filtraba la sabiduría de cuatro décadas de vibraciones de aquí y allá. Jamás miró por encima del hombro a músicos menos cualificados, lo que le engrandeció. José Carlos amaba las canciones y la charla. Era feliz acodado en una barra oyendo a Moby Grape. No le costaba reunir a Popi González, de Los Ángeles, y al guitarrista de jazz israelí Dan Ben Lior para improvisar una jam. A todos inyectaba el veneno del rock clásico. Y la ciudad se había sensibilizado. Esta semana estaba programada una noche benéfica bajo el rótulo de “Let’s rock for Joe”. En el cartel, los arrolladores El Doghouse de Richard Dudanski —primer batería de Joe Strummer en 101’ers—, Dorothy Perkins y el trío de Joaquín Sánchez.
Tristeza. “Joe” falleció a las cinco de la mañana de este lunes. Tenía 60 años. La noche benéfica, el 12 de diciembre en el Boogaclub de Granada, será lo que nadie deseaba, un festival en memoria del compañero perdido. La entrada (10 euros anticipada, 12 euros en taquilla) se destinará a la familia de Morales y a los costes del sepelio.
Texto: EDUARDO TÉBAR.