«Su huella salpica a todo el rock de autor que se ha hecho después: incluso quienes no han escuchado a Moris en versión original, por delegación o herencia genética, provienen del bello y frondoso árbol que él plantó»
Moris cumple hoy setenta años, y Juan Puchades, director de EFE EME, vestido con su traje de admirador incondicional, recuerda la efeméride homenajeando a quien es una de las figuras principales del rock en español.
Texto: JUAN PUCHADES.
No recuerdo exactamente cuándo escuché por primera vez a Moris, supongo que sería en la radio, con ‘Zapatos de gamuza azul’ o ‘Sábado noche’, en aquellos tiempos en los que en la radio musical comercial convivían sin problemas el rock, el pop y los baladistas sin que ningún sabio del marketing radiofónico creyera que los jovenzuelos cambiarían de dial ante una guitarra eléctrica. No soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero hay que ver cómo hemos retrocedido en muchos aspectos. El caso es que no sé dónde, pero oí a Moris, y conservo nítida la imagen de verlo en un «Popgrama» de aquellos maravillosos que dirigían Carlos Tena y Diego A. Manrique (de la tele musical de hoy, mejor ni hablar) con tomas en directo y entrevista incluida, como lo recuerdo haciendo playback en «Aplauso» (aunque esto tiene truco, porque aquellas imágenes circulan por Youtube y en varias ocasiones les he puesto el ojo encima).
Pero lo que quería contar es que algo sucedió, una de esas cosas inexplicables que solo ocurren cada tanto y que te cambian la vida para siempre, pero escuchar a Moris fue como si un rayo me cayera encima. A mis doce o trece años quedé conmocionado con su voz grave, con aquellas hermosas «baladas del empedrado» y esos furiosos rockanroles de corte clásico pero impregnados del sabor de la tradición musical latina. Moris pasó a ser uno de mis ídolos mayores. Nunca en mi vida (por entonces no demasiado larga, es cierto) había escuchado nada igual que aquello que brotaba desde el vinilo de su primer elepé español, «Fiebre de vivir» (1978): ‘Nocturno de Princesa’, ‘Rock de Europa’, ‘Sábado noche’, ‘Balanceo del rock’, ‘Rock del portal’, ‘Tarde en el metro’, ‘La ciudad no tiene fin’, ‘Para ti una mentira’, ‘Balada de Madrid’… ¡Qué canciones las de ese disco! Además, los músicos que lo acompañaban eran los componentes de Tequila, que ya me habían pegado una buena bofetada sonora y trastocado mi breve argumentario rockero. Y Moris era argentino, como Ariel Rot y Alejo Stivel… ¿Qué coño pasaba con los músicos argentinos, capaces de sonar de ese modo? ¿Por qué diablos yo conectaba de tal forma con esa música?
Por si no había bastante, en el verano de 1979 «Vibraciones» publicó una entrevista antológica con Moris que devoré: el tipo contaba unas cosas increíbles, hablaba de un Buenos Aires del que yo no tenía ni idea, de una escena rockera que enlazaba con el tango, de una canción que había sido un himno y que se llamaba ‘La balsa’… No recuerdo cuántas veces leí aquellas cuatro páginas, pero estoy seguro de que fueron las que me hicieron querer en la distancia a Buenos Aires y a un rock del que no sabía absolutamente nada y del que todavía tardaría mucho en saber algo. La releo ahora y tropiezo con estas lúcidas declaraciones: «Yo soy tanto Lucho Gatica como Presley, y soy tanto Carlos Gardel como Little Richard. Esa es mi desgracia, o mi suerte». Con ellas, Moris estaba explicando la singularidad del rock vertebrado en la órbita hispana, definiendo lo que lo convierte en algo tan asombrosamente especial, uniendo dos mundos, el anglosajón y el latino, para conformar algo rotundamente original (en 1985, en la contraportada de su disco «Sr. Rock presente», ya hablaba de «rock latino», mucho antes de que tal denominación fuera de uso corriente).
Seguí de cerca la carrera de Moris, y aunque nunca logró igualar la formidable magia de «Fiebre de vivir» (¡él mismo se había puesto el listón muy alto!), sus siguientes discos los recibí con alborozo pese a lo irregulares que pudieran ser (hasta «Sur y después», de 1995, las producciones nunca lo trataron muy bien). Fui descubriendo a un compositor con corazón de poeta que, como pocos, le sabe tomar el pulso al mundo urbano mientas contempla con añoranza el rural, a un profundo libertario, a un pacifista convencido y a un temprano ecologista. Luego dejó Madrid, le perdí la pista, por fin me hice con sus primeros álbumes argentinos (qué dos joyas más vívidas son «Treinta minutos de vida» y «Ciudad de guitarras callejeras») y en uno de sus regresos a España (el último, por el momento) tuve la fortuna de entrevistarlo, en Zaragoza. Para mí fue como conocer al mismísimo Bob Dylan, al puñetero Elvis bajado del cielo y cogido del brazo de Lennon, a quien quieran, da lo mismo: Moris, en mi santoral rockero, está por encima de ellos, y no bromeo. En absoluto. Si alguien alguna vez se ha preguntado por mi extraña pasión (u obsesión) por el rock argentino (y por todo el rock en nuestro idioma), que sepa que la culpa la tuvo Moris con sus canciones. Sin él es probable que yo no estuviera hoy juntando letras alrededor de la música y también es muy posible que EFE EME no existiera.
Nunca olvidaré la tarde que nos citamos en el Café La Biela, enfrente del cementerio de Recoleta, en su barrio. Apareció juvenil, con el pelo largo, con cazadora de cuero marrón y una carpeta de dibujo debajo del brazo. Charlamos de esto y aquello, pero él, lo que realmente quería, era mostrarme sus collages, los que llevaba en la carpeta: imágenes que recuerdo como de inspiración egipcia, con fotos recortadas de revistas porno en las que se había entretenido en pintar con primor sujetadores y bragas. ¡Pura bohemia la suya! ¡Puro rock and roll! Le traía al pairo que yo estuviera tratando de convencerlo de publicar un libro de entrevistas con él: educado me dijo que no, me explicó sus razones, y pasó a otros temas. Recuerdo que comentó que guardaba la sensación de que su carrera, de haber seguido en Madrid, quizá hubiera sido distinta. Me contó que le rondaba la idea de grabar clásicos del tango en inglés y me cantó brevemente ‘El día que me quieras’ (escucharlo en versión inglesa y cantado por Moris es bastante tremendo). Nos despedimos en la puerta, nos dimos un abrazo y él giró la esquina. Fue la última vez que lo vi. Conservo perfectamente las sensaciones que me cruzaban por la cabeza mientras un taxi me llevaba de regreso a plaza de Mayo: aunque en lo más profundo me jodía que me hubiera dicho que no al proyecto de libro, sé que mientras miraba por la ventanilla del coche sonreí por sus cojones: otro me habría dado dos besos ante la perspectiva de un libro que iba a salir en los dos países (había editor), él pasaba, se la resbalaba olímpicamente. Pensé, ¡pero qué grande es este Moris!
Hoy Moris, Mauricio Birabent, cumple setenta años y supongo que seguirá como siempre, hecho un chaval (así lo aparentaba en «Familia canción», el reciente disco grabado junto a su hijo, Antonio Birabent). Es una fecha tan buena como otra para agradecerle todo lo que ha significado en mi vida y en mi formación musical, pero, sobre todo, no ya de recordarle la importancia que tuvo en el rock argentino (que bien lo sabe y los textos teóricos escritos allí cada tanto se lo recuerdan), como de rememorar la que tuvo en el rock español. Con «Fiebre de vivir», esencialmente con ese disco, escribió una de las páginas de oro de la historia de nuestro rock, una obra en la que enseñó una nueva forma de cantarle a la ciudad (a Madrid, a la que escribió mientras iba descubriéndola), de mirarla, de sentirla, de vivirla, fijó una renovada estética con la que reescribir la canción rock introduciendo la poderosa poética del rock argentino, tan heredera, en su caso, de la mejor escuela de los letristas del tango y el bolero. Fue un disco absolutamente influyente cuya huella salpica a todo el rock de autor que se ha hecho después y del que hasta Joaquín Sabina o Andrés Calamaro se reconocen deudores: así que incluso quienes no han escuchado a Moris en versión original, por delegación o herencia genética, provienen del bello y frondoso árbol que él plantó.
Como todos, tengo algunos discos de cabecera a los que regreso cada tanto, de los que permanecen vivos en la memoria, los de Moris son de esos. No son demasiados, que ha grabado poco y ese ha sido para mí siempre el gran misterio: ¿por qué nos ha dejado tan escasa obra? En aquella lejana entrevista de «Vibraciones» hablaba de un par de maletas plagadas de canciones… hoy será un arcón, supongo. Grábalas, Moris, grábalas todas, aunque solo sea con la guitarra, como en esos shows electrizantes que ofrecías en solitario. Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por nosotros, por los que las estamos esperando, porque tu historia y tus canciones son nuestras también.
Feliz cumpleaños en la distancia, maestro. Se te quiere y añora. Con nostalgia porteña, por supuesto. Te seguimos escuchando.