FONDO DE CATÁLOGO
«Un encuentro apasionado con América, desde el Caribe a la Tierra de Fuego, atravesando la samba infinita o el desespero del bolero»
En 1992, el maestro Carlos Cano firmó una de sus obras más necesarias, Mestizo, una cruzada entre orillas y géneros que contiene las claves de por qué el granadino fue, más que autor e intérprete, un género en sí mismo. Por Luis García Gil.
Carlos Cano
Mestizo
CBS/SONY
Texto: LUIS GARCÍA GIL.
Cuando se vuelve la vista y el oído al cancionero de Carlos Cano es inevitable sentir cierta nostalgia ante la falta de continuidad de una nueva canción andaluza que él representaba y a la que dotó de personalidad propia. Desde la tradición, sin desdeñar todo lo que había aportado la copla, Carlos Cano fue capaz de desarrollar, partiendo de fuentes diversas, un lenguaje propio. Nadie ha sido capaz de recoger del modo debido las lecciones que emanan del cantautor granadino. Más bien seguimos anclados a una canción andaluza, que aun pudiendo ser exitosa en algunos casos, carece de expresividad, de contenido, de sustancia e identidad propias, excepciones al margen que las hay, pero no suelen estar en el candelero.
En el ya lejano y fastuoso 1992 Carlos Cano grabó Mestizo, un título que suponía toda una declaración de principios de quien se sentía dueño de una ética y una estética personal que podía navegar en mares musicales diversos. Ángel Álvarez Caballero supo ver en la obra de Cano todo un caudal de imaginación, lleno de sugerencias, a veces con una carga poética densa, a veces rebosante de humor. Así lo describió, ese mismo año, en las páginas de El País, cuando el granadino se presentó en varias noches primaverales del mes de mayo en el Teatro Monumental de Madrid.
Tras culminar los movidos años ochenta con Luna de abril y Ritmo de vida, Carlos Cano abrió discográficamente los noventa con un disco grabado en directo al que siguió este americanista Mestizo que agrupaba diez canciones y se abría con la canción que daba título a todo el disco y que lo vertebraba a modo de manifiesto sonoro. El año de la Exposición Universal de Sevilla, Carlos Cano se desmarcaba del discurso oficial para abrazar de un modo muy fraternal a esa América, preferentemente de habla hispana, que sentía muy próxima a su sensibilidad. «Son canciones que nacen de la ruta de la sangre, del otro lado del mar. Son la voz de un mestizo que naufragó para siempre en la isla tropical del corazón», describía en el interior del disco.
Las canciones
“Verigües fandango”, cuarta canción del disco, con su cachondeo implícito, iba en esa línea de humorismo crítico, sin perder fineza en el mensaje, algo propio del granadino. El retrato jocoso de la artista flamenca Maruja Pérez Limón era a su vez un retrato de la odisea musical andaluza y su tergiversación histórica. Entre la castañuela y la guitarra eléctrica, Carlos Cano ofrecía un relato ácido y conscientemente híbrido.
Mestizo era un disco de venas abiertas —citando a Galeano— y hondos homenajes abolerados y sentimentales como “Qué desespero”, que conectaba con Los Panchos, guitarra incluida de los muy ubicuos Gemelos. El disco comenzaba la frecuencia de sus latidos con “Habaneras de la Habana”. Entre las habaneras y Carlos Cano siempre hubo una relación personal. Tras las de Cádiz y las de Sevilla llegaron estas de La Habana de delicadísima fluencia. El paisaje andino y boliviano recorre la “Cueca de los querubines”, otra de esas canciones que irradian luz en el repertorio de Carlos Cano, que ensanchan horizontes y a la manera de Yupanqui ensalzan el camino.
“Cueca de los querubines” —tercera canción del álbum— precede a “Verigües fandando”, seguida por la misiva tangueada de “Me llaman sudaca” que formará parte de la última gira de Cano que quedó registrada en disco. He aquí, en primera persona, la historia de un argentino que llega a la madre patria y se da de bruces con la insolidaridad y la patada en la puerta de aquella Ley Corcuera de infausto recuerdo en tiempos de decepción socialista.
En Carlos Cano pueden cruzarse legítimamente el tango porteño y el tango gaditano. Mestizo es como un cante de ida y vuelta con la sensibilidad exquisita de piezas como la mexicana “La reina de los mares”, cuya letra tiene el desgarro y el desplante de una ranchera de José Alfredo Jímenez, o “Corazón de sirena”, en tempo de bossa nova, algo premiosa, saxo melancólico y un nombre propio, el del padre Casaldaliga, religioso vinculado a la Teología de la Liberación.
La grabación contó con músicos de absoluta confianza para el autor de “María la portuguesa”: Juan Cerro a las guitarras —acústica y eléctrica—, Manuel Toro al bajo y Luis Jardim a la percusión. Al piano y como responsable de los arreglos destacaba el muy experimentado Eddy Guerin, músico zaragozano cuyo currículum incluía colaboraciones señaladas con Alberto Cortez, Raphael o Isabel Pantoja. Es decir, se adaptaba a las más distintas sensibilidades musicales. Con Carlos Cano ya se había dejado ver en otras producciones.
Raíces del disco
Mestizo, que produjo Manuel Díaz Pallares, suponía un encuentro apasionado con América, desde el Caribe a la Tierra de Fuego, atravesando con la palabra y la música la samba infinita o el desespero del bolero o el murmullo febril de la calle Corrientes de Buenos Aires. Como se apuntó en Carlos Cano, una vida de coplas, la biografía firmada al alimón por Juan José Téllez y Antonio Ramos Espejo, América Latina fue, tal como él mismo terminó confesando, una respuesta y un idilio a la decepción que el cantante granadino sentía por Andalucía. Tenía además la virtud de abrir la mirada musicalmente hacia territorios que sentía musicalmente cercanos sin dejar de dialogar con el sentimiento andaluz, como reflejaba “Manzanas”, una de esas canciones en las que mostraba su querencia por Cádiz y los sonidos de los coros de Carnaval, prolongando el fervor que suscitó sus trascendentes “Habaneras de Cádiz”.
Mestizo finalizaba con el último suspiro amoroso y sentimental de “Baja de la luna”, en la que se refrendaba hasta qué punto el cantautor granadino había asumido como propias las sonoridades de todo un continente, la misma década que reivindicó a Federico García Lorca y a la copla, parte esencial del equipaje andaluz que siempre llevó consigo, con sumo orgullo, pero sin dejar de lado nunca el inconformismo y la crítica.
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Anterior entrega de Fondo de catálogo: Brighter days, de JJ Grey & Mofro.