“Él, que nunca se las dio de listo como buen licenciado en la Universidad de la vida, besaba a las chicas y tocaba instrumentos con la misma suavidad que atracaba: tenía clase”
Apenas un año después de la muerte del californiano Merle Haggard, Ada del Moral dibuja un retrato poético y canalla sobre una de las grandes figuras del country.
Texto: ADA DEL MORAL.
Corrían los tiempos en que los hombres se medían por botellas, la suite nupcial era el asiento de atrás de un carro de grandes aletas, Hank Williams, el mesías pecador, ya había dejado este mundo y el diablo respondía por Chuck Berry cuando Johnny Cash dio su famoso concierto en San Quintín. “No fue el mejor”, solía recordarle Haggard, –Hag, para los folks–, que estaba allí, vestido con el uniforme de residente por chico malo de verdad. “Eres lo más feo de la música country, Merle.”, respondía el otro.
Nunca hablaban de sus carreras, sí de sus familias. Un hombre solo no es nada. Bien lo sabían. Lo cierto es que al chaval Haggard, destetado con carne de zarigüeya y güisqui casero por el cual los mooshiners podían perder algo más que el sombrero durante la Ley seca, aquel concierto le encendió las ganas de expresarse, navaja y puños aparte. Le gustó que el gran hombre bajara a las celdas de muchachos nacidos tan pobres y analfabetos como él y que, a pesar de perder la voz en plena actuación, mascara chicle con arrogancia, escupiera el agua que bebían con su mismo desprecio y les cantara cosas que podían entender. Bonita mala pinta gastaba Hag entonces, con esos ojos garrapiñados, las áridas facciones y la boca en cabreo permanente. Hag, que en slang alude a un cuelgue por fumar maría, había elegido el lado salvaje porque la pobreza y la mala leche se pegan como la tiña.
Durante mucho se encomendó al Santo de los asesinos y pasó por toda clase de hoteles a la sombra. Las ejecuciones de su vecino Caryl Cheeseman y su amigo de fechorías, Rabbit, le hicieron pensar sobre el futuro en la celda de castigo, su lugar de vacaciones gratuito. La leyenda cuenta que la voz anfetamínica del man in black le puso en el camino correcto, hizo que sus dedos empezaran a picar en busca de las cuerdas y a vomitar canciones su corazoncito de vagabundo, proletario campuzo, white trash y bandolero, pues Hag siempre tuvo muy alto el pedigrí de americano original. Sus raíces se pierden en bastardías, contrabandos, matanzas y tumbas sin nombre en las espesuras vírgenes de una América que, cuentan, ya se ha perdido. Él, que nunca se las dio de listo como buen licenciado en la Universidad de la vida, besaba a las chicas y tocaba instrumentos con la misma suavidad que atracaba: tenía clase.
Nunca fue un recién llegado a la música. Los perros callejeros aúllan mejor a la luna que los tenorinos constipados y, cuando no tienes un dólar, a la moza te la ligas con las canciones que tu madre cantaba por las noches y otras que fueron el arma de tu padre para enseñar verdades sabias. El toque mágico le venía de lejos, incluso antes de que Lefty Frizztel se negara a seguir un concierto si aquel chaval con cara de comadreja no le acompañaba en los trinos. El día que Merle puso los pies fuera de la jaula se inventó el Barkesfield Sound junto a sus Strangers y el Buck Owens de los sublimes Buckaroos, luego encarnó el Outlaw Movement y le dio aire a la Fender Telecaster como quien hace legítima a la querida de muchos años. El mendigo había llegado a rey y ya no tenía que pagar el pato de la miseria. Sonaba a Haggard, simplemente.
Nunca se escucha en vano a este hijo de los temporeros depauperados que tan bien retrató Steinbeck en “Las uvas de las ira”; ha cantado ¡y cómo! su ‘Okie from Musgokee’, ‘Sing me back home’, ‘Kern River’ y el ‘I am a lonesome fugitive’ que le subió a la palestra en 1966, pasado de alcohol, con cáncer y neumonía. Así, hasta su discreto mutis después de evocar a lo peor de cada casa y dar lustre a la cochambre. Nunca se le puso nada por delante y, mucho menos, su propia mortalidad. Aquel mozalbete chuleta con look imposible logró una elegancia a su manera, con sombrero aseado y gafas de cristales azules de lefty boho, esa barbita de capitán Ahab y la arquitectura de quien se ha curado el hambre con colillas y serpientes. Resistió las bondades de la buena fama como jamás le pasó a otros hellraisers, pues con su aire de trampero algo diluido en el negro neoyorquino que le endilgaron manos femeninas de última hora, ocultaba al Pablo de Tarso que llevaba dentro, ese escéptico que se cayó del mustang apaloosa y se fue a dar de bruces con la fe sin dejar de creer que la única Biblia válida la escriben nuestros actos y lo demás son cuentos de Mamá Oca.
Nunca dijo “adiós” sino “Dejo esta ciudad mañana. / Cerraron todos los Honky Tonk y la ciudad murió anoche. / Fui a enterrar mis canciones en el río pero está seco./ Mi desayuno está en el cielo”.
[Arrúllanos, Tío Hag, monarca de los paisajes interiores donde los árboles manan sangre, las aguas son radiactivas, por almohada nos queda la llanta pasada de una woody castaña y una calavera para alegrarnos la madrugada.
Nos aferraremos a esa jeta de rufián, a tu voz errante que pulsa con tanto gusto la vida cotidiana de canallas y perdedores en quienes yace la esencia fundamental del hombre. Siempre supiste qué clase de animal somos. Bestias a las que una canción regresa al hogar mientras mueren en manos extrañas, ya nunca al raso, como tus anónimos antepasados.