“Tiene la melancolía de no ser canalla y, cuando no queden monstruos sagrados, este honky tonk angel peinará los caminos con más ardor todavía”
Entre el pompadour de Porter Wagoner y el rockabilly de Johnny Cash encontramos al músico de Misisipi Marty Stuart. Figura del country, que ha mezclado lo tradicional con el rockabilly o el honky tonk, es protagonista de esta semblanza de Ada del Moral.
Texto: ADA DEL MORAL.
América es un país de tupés. Desde los fundacionales de Andrew Jackson y el jefe indio Toro Oso hasta el alienígena de Donald Trump. Pero quien ha fusionado, con amoroso eclecticismo, el pompadour de Porter Wagoner, el rockabilly de Johnny Cash, y la cresta punki de los ochenta con un toque cardado a lo Dolly Parton es Marty Stuart, el verdadero guardián de la llama y la esencia de esa música americana donde cabe el honky tonk, el hillbilly, el bluegrass, el góspel, los ritmos negros, el country de Nashville o Bakersfield, y laten fantasmas, leyendas entre el banjo de Lester Flatt y el sombrero de Bill Monroe bajo una luna azul que oculta el brillo de las pistolas bajo las almohadas.
Marty creció en una estirpe devota de la música. Los auditorios de campo son congregaciones a donde las familias de la basura blanca van a pacer sus sueños. Aquel niño de ascendencia irlandesa, escocesa, colombiana y chocktaw era, también, un fruto de la América que se disputaban Jerry Lee Lewis y Elvis cuando, en los circuitos rurales, a los cantantes se les consideraba instrumentos de un dios más bondadoso que el que condenaba a los muchachos de rock. Marty supo que quería consagrarse a la música cuando escuchó en la radio a Johnny Cash, y no perdió un segundo. Ambos, todos, vienen de una tradición donde unas manos que aran tocan con igual pericia un fiddle o un autoarpa. Él se hizo con una mandolina y se presentó ante Lester Flatt, que se aguantaba en pie gracias al olor de la multitud, enganchado a una bombona de oxígeno tanto como a los aplausos. Al lado del cascado guerrero de la carretera iba Earl Scrugss y detrás vinieron Vassar Clemens, Doc Watson, Faron Young, Roy Acuff y una América descalza que soñaba con unas botas de cuero rojo para alcanzar un paraíso donde Marty Robbins, Hank Williams y Jimmy Rodgers cantan juntos y la paloma sagrada tiene la sonrisa fácil de Ferlin Husky. La estrella polar del peregrino Stuart se llamaba Johnny Cash, dijimos. Nunca ha dejado de formar parte de su órbita, y su epitafio al amigo muerto se llama “Dark Bird”.
Luego se posó al lado del rey del country góspel, del country gótico y del manicomio de Parkview: Porter Wagoner, gran bestia desangrada por la tortura interna que dominó el Gran Ole Opry. El buen Peregrino Stuart está detrás de su testamento “Wagonmaster” (Anti–records) y nos mostró cuánto debemos respetar al hombre delgado de West Plains, Missouri. En “Ghost train”, le dedicó ‘Porter Wagoner´s grave’ donde confirmaba que no descansará jamás mientras a Dolly Parton le quede fuelle para cantar ‘I will always love you’, una patada en el culo magistral. Por suerte, a Marty le van las historias de amor sólidas y fou, según demuestra su sólida relación con la gran Connie Smith. La conoció en su época de aprendiz y juró que se casaría con ella. Lo hizo, al fin, en una reserva india tras divorciarse de Cindy Cash, quien, al cantar con papá ‘Lay me down in Dixie’, nos hace entender que se es sureño solo por la gracia divina.
Firme defensor de aquello de “oldies but goodies”, este apolíneo dedicado a los dionisiacos y los diablos eternos, al calor de un ejército de reyes cada uno con sus fieles, se ha ido puliendo un estilo estético que mezcla nudie suits, el traje de predicador y al gran dios pájaro de los pantanos. Sabe mucho de los antiguos tonos desde las Ozark y los Apalaches hasta las reservas indias y los violines cajunes, su “Badlands” lo confirma. Que a nadie engañe su cara inocente. Se ha ganado su cruz y sus estrellas. Keeper of the flame, capaz de calmar al mismísimo Travis Tritt con sus mejillas de muffin, sus ojos sabios, su cresta de profeta cada vez más blanca y esa voz siempre joven que sólo ha empezado a utilizar en serio cuando los testigos le han tendido la antorcha.
Sabe dónde está su sitio, mimando el sonido a través del “Marty Stuart Show”, su colección de memorabilia Country, sus libros de fotografías “Country Music: the masters” y “Pilgrims, sinners, saints and prophets”, donde demuestra un ojo superior a su técnica. Arcángel que conduce a los pecadores a la buena muerte, tiene la melancolía de no ser canalla y, cuando no queden monstruos sagrados, este honky tonk angel peinará los caminos con más ardor todavía sin rechazar poner su telecaster al servicio de estupendas chicas malas como Carlene Carter –la sombra del Hombre de negro es alargada–.
Marty Stuart sabe que la música viaja e impregna con su historia pasada, presente y futura a quien la escuche. Como el Ismael de “Moby Dick”, será quien quede para contar la historia de la música americana. Y estará en buenas manos.