LIBROS
«La mirada se centra en el barrio, en la lucha de clases y en cómo la pandilla desaparece casi completamente en los ochenta, en el momento en que aparece la tribu urbana»
Iñaki Domínguez
Macarrismo
Akal, 2021
Texto: CÉSAR PRIETO.
Iñaki Domínguez es un doctor en Antropología peculiar. Por un lado, ha recorrido con esmero su currículum académico pero, por el otro, patea la calle y las subculturas con tanta soltura y familiaridad como la Universidad. Hasta la fecha, había publicado dos estudios académicos sobre el tema del macarrismo –de principio, lo prefiere a macarreo– en el que se ha basado especialmente en testimonios orales. Este es el gran hándicap que poseen los pocos investigadores que han abordado el fenómeno: que no bajan a la calle. En el caso de Macarrismo, se trata de una obra más divulgativa y más asequible al lector, sobre todo al madrileño, puesto que es en esta ciudad –y en parte en Valencia– donde asienta el foco su estudio.
Todo el mundo ha oído el término “macarra”, y seguramente lo asocia a una actitud –de matonismo y pequeña delincuencia– y una estética; así que no está de más que Domínguez haga un pequeño repaso de la historia del concepto, que procede de Francia, y en un primer momento designaba a los proxenetas, para poco a poco pasar a entenderse como personaje achulado y callejero que, sobre todo, se mueve en bandas. Esta traslación semántica se dio, casi de golpe, sobre todo en Madrid y sobre todo en los últimos años setenta; con lo cual, el macarra es, al fin y al cabo, un producto local. Recordemos que, por esos tiempos, lo usaban Ilegales y Sabina en sus canciones.
Tras este repaso, sucinto pero completo, a la historia, la obra está dedicada a los siete factores que actúan en este surgimiento. Así que poco a poco los va analizando y exponiendo ejemplos de bandas que entran perfectamente dentro de estos parámetros. El primero venía ya de años anteriores. El desarrollismo de los años sesenta creó en las grandes ciudades barrios de suburbio y aluvión, construidos de manera acelerada, para acoger a toda la inmigración que se necesitaba en las industrias. Los hijos de esa inmigración pasaron de golpe de ambientes rurales, que eran su medio natural, a un lugar neutro que tenían que hacer suyo.
Coincidió esa época con películas que se situaban en ese universo de bandas callejeras, tanto anglosajonas –como The Warriors, Grease o las sagas de Bruce Lee– o españolas –Perros callejeros y todo el cine quinqui– y, con ello, se creó un épica, en el mismo sentido que la Edad Media. Los delincuentes de José Antonio de la Loma o Eloy de la Iglesia eran entendidos por el público como héroes de un territorio –el barrio es el hábitat a defender– enfrentados a un poder injusto que intentaba atenazarlos y al que se debía combatir. Extrajeron la insatisfacción del público y se la devolvieron convertida en mito. Eso, y no otra cosa, es la cultura popular.
A partir de este momento, la mirada se centra en el barrio, en la lucha de clases –levemente, a las bandas se les dio una ética– y en cómo la pandilla desaparece casi completamente en los ochenta, en el momento en que aparece la tribu urbana, que ya no tiene su epicentro en el barrio; justo el instante en que la noche de Madrid entró en nuevas dinámicas, bares y costumbres. La tensión entre viejas y nuevas actitudes centra parte de la obra, y quizás sea las páginas más interesantes porque la historia oral –el libro es en gran parte eso– precisa como, poco a poco, en las calles van desapareciendo los nunchakos y aparecen los pelos de colores.
Se cierra la obra con el capítulo, inevitable, de las drogas. Los que empezaron en pandillas allá por los setenta, y fueron rockers, skins, grafitteros o bakalas en los ochenta, en los noventa eran traficantes o adictos. Pero esto ya es otra historia, la que cuenta el libro es qué pasó en las calles cuando la democracia no se sabía ni lo que era.
–