«Es muy difícil escribir una canción: en tres minutos, cuatro, tienes que contar algo que tenga interés, que esté bien contado, que llegue a conmover o que llegue a hacerte reflexionar o que llegue a empujarte a bailar».
Excelso compositor, Luis Eduardo Aute reflexionó en un charla con Juan Puchades sobre el oficio de escribir canciones y reivindicaba el género como una de las bellas artes.
Texto: JUAN PUCHADES.
Hace unos pocos años, entrevistando a Luis Eduardo Aute, me comentó que nunca se sintió parte de «la familia de los cantautores. Creo que escribía las canciones que me salían. Tengo canciones de tonos muy diversos —incluso cuando iba sin grupo—, canciones más íntimas, otras más agresivas, incluso rockeras, y otras satíricas. No he sido muy afín al concepto del cantautor». Y no le faltaba razón. Al contrario que el grueso de sus compañeros de generación, y de educación anglosajona, la música de Aute no provenía de la escuela de la chanson francesa, sino que había escuchado a Dylan, a los Beatles, a Simon & Garfunkel. De ahí, tal vez, que no le resultara fácil encontrar acomodo durante los años sesenta y gran parte de los setenta, por ese salirse del traje que de él se esperaba, y sus canciones funcionaran, en realidad, interpretadas por otros, esencialmente mujeres: Massiel, Mari Trini, Marisol, Rosa León.
Pero Aute es que fue una rara avis: pintor profesional (y magnífico), cineasta amateur y artesanal, poeta y compositor (e intérprete) por necesidad vital, no se veía en los escenarios, y le costó años subirse por vez primera a uno. Luego, a finales de los setenta, cuando comenzó a cambiar de sonido con ayuda de Luis Mendo y a dejar atrás lo árido de sus producciones iniciales (una a veces sombría sobriedad), sus canciones comenzaron a ser populares en sus propias lecturas, y desde el elepé Albanta (1978), coincidiendo con los conciertos, el nombre de Aute fue cada vez más popular, hasta que en 1983 con el doble en directo Entre amigos (el primero que se grababa en nuestro país con esa fórmula, hoy tan gastada, de convocar invitados), comenzó a jugar en las grandes ligas: Aute, sin despeinarse (y quizá sin pretenderlo), podía llenar plazas de toros. Lo que nos sirve para recordar una vez más que los años ochenta no fueron unidireccionales, como algunos se empeñan en trasladar, y que la canción de autor (que no tiene nada que ver con la canción protesta) reformulada y puesta al día gozó de notable salud en aquella década en la que Serrat, Víctor Manuel (con y sin Ana Belén, a la que también podríamos adscribir al movimiento), el incipiente Sabina y el propio Aute vivieron su pico más alto de popularidad.
Fueron los ochenta un tiempo dulce en lo musical para Aute, que prácticamente mantuvo el ritmo de disco por año, y su imagen se transformó, incluso, en objeto de deseo: su barba de varios días creó escuela. Todos queríamos ser Aute. Y es que, pasados los 40, rompía con la imagen austera de otros de sus compañeros, incluso cuesta reconocerlo en esas instantáneas suyas de los años sesenta, siempre enfundado en una americana, con corbata y con el pelo «aseado». Aute era un bohemio que pintaba y dirigía cine pero que, por planta, perfectamente podría haber sido intérprete (claro, hizo sus pinitos como actor). En realidad podría haber sido lo que le hubiera dado la gana, porque era uno de los artistas más notables y completos que ha dado este país, e intuyo que le fastidió un poco que los brillos refulgentes de la música popular opacaran su trabajo como pintor, en el que se volcaba. Pero, a la vez, fue uno de nuestros mayores letristas y compositores, con piezas perfectas instaladas en la memoria de muchos de nosotros: “Al alba”, “Pasaba por aquí”, “Anda”, “No te desnudes todavía”, “De tripas corazón”, “Vailima”, “Una de dos”, “Rosas en el mar”, “A por el mar”, “Las cuatro y diez”, “Slowly”, “Albanta”, “De paso”…
Canciones que no nacían de la casualidad, como me comentaba en aquella entrevista, detrás de ellas estaba el trabajo constante, ese que no vemos pero que marca la diferencia: «Cada vez vigilo más que en la canción haya una estructura que tenga una cierta coherencia, que haya un planteamiento, un nudo y desenlace cuando haya una narración, porque hay canciones mías menos costumbristas. Componer canciones es muy “torturante”. Para mí la experiencia de escribir canciones es terrible, pero tan terrible como apasionante y luego, cuando la canción está terminada, cuando ya toda esa arquitectura oculta está ahí, se trata de que no se note, y es sobre la que se asienta la canción. Pero a la hora de construir esa arquitectura es muy complicado, es muy difícil, porque tienes que contar. Es lo que he dicho muchas veces, que el género canción ha sido muy injustamente valorado, es un subgénero, están los poetas y los que escriben letras de canciones, están los músicos y los que escriben canciones, siempre como un subgénero, y yo creo que no, que es un género tan digno como la poesía o la música seria, digamos, la que llaman seria. Es muy difícil escribir una canción: en tres minutos, cuatro, tienes que contar algo que tenga interés, que esté bien contado, que llegue a conmover o que llegue a hacerte reflexionar o que llegue a empujarte a bailar. Y todo eso en tres o cuatro minutos, que tenga sentido y que tenga eso, un planteamiento y un desenlace. Es contar una historia en poquísimo tiempo, y además interactúan texto y música, no solamente un texto, sino el texto y la música, son muchos elementos al mismo tiempo en muy poco tiempo. Y creo que no es, de ninguna manera, la asistenta de las Artes, es otra de las Bellas Artes». Sin duda, y Luis Eduardo Aute contribuyó a que la canción sea una de las más hermosas Bellas Artes.
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