“Mientras sigan reproduciendo una fórmula totémica que nadie va a calibrar mejor que ellos, seguirán haciendo la cobra a la amenazante autoparodia”
Los británicos recurren a su versión más esencialista, tratando de reproducir cercanía de club en un gran estadio, para convencer con un argumentario repleto de hitos de la historia del rock and roll. En su concierto estuvo Carlos Pérez de Ziriza.
Rolling Stones
Estadi Olimpic, Barcelona
27 de septiembre de 2017
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Fotografía: PAUL CAPISTRANO.
Tienen arrugas hasta en el carnet de identidad, pero los Rolling Stones aún son capaces de extraer fragor y sacarle chispas a un repertorio repetido hasta la extenuación, repleto de hitos preferentes en la historia del rock, de esos que suelen prestarse al mecanicismo más funcionarial. Cuatro septuagenarios (más una estupenda cohorte de asistentes) enjutos que en esta gira “No filter” se han liberado de los efectismos circenses de otros tours (excepción hecha de la salva de fuegos artificiales al cierre de «(I can’t get no) Satisfaction») para recordar a aquella banda que, hace ya ni se sabe, destilaba su intransferible brebaje de rock bastardo y negroide en antros de dudosa reputación. Reproducir esa versión tan básica en un estadio abarrotado por más de 50.000 espectadores es algo así como la cuadratura del círculo, por mucho que el escenario disponga de una visera bien baja o que el único realce escénico lo constituyan unas pantallas de leds. Pero bien puede decirse que los británicos arañaron tan fibroso logro, especialmente en un segundo tramo de la noche que remontó un comienzo tibio. Noche de menos a más, en la que era su octava comparecencia en Barcelona, desde aquella histórica cita de 1976. Una cita en la que los valencianos Los Zigarros oficiaron de teloneros, con su habitual eficiencia en grandes recintos.
Volviendo a los Stones, fue a partir del peaje de los dos temas de su último álbum de versiones de clásicos blues (‘Just your fool’ y ‘Ride’ em down’), tras una un inicio con algo desvaídas relecturas de ‘Sympathy for the devil’ o ‘It’s only rock and roll but I like It’, cuando el concierto empezó a tomar velocidad de crucero. Tras el receso protagónico del aclamado Keith Richards (‘Happy’ y ‘Slipping away’, esta última única concesión propia a la fase post esplendor de la banda), llegó la traca final. Más que reseñables la tórrida ‘Miss you’, con sus luces de neón y el retumbante bajo de Darryl Jones, una abrumadora ‘Midnight rambler’ (lo mejor de la noche), con el fuego cruzado de las guitarras de Wood y Richards humeando, una intensísima ‘Gimme shelter’, con recordatorio desde las pantallas a los estertores convulsos de los años sesenta y lucimiento de la voz leonina de Sasha Allen, y el inevitable cierre con una ‘(I can’t get no) Satisfaction’ prolongada hasta el delirio.
¿Show repetido? ¿Nostalgia autocomplaciente? ¿Regodeo en los tics rockistas más recurrentes por parte de cuatro millonarios con ganas de pasar un buen rato? Algo de todo eso hay, no es ninguna novedad. Pero mientras sigan reproduciendo con tan vivificante arrojo (hay que estar ciego y sordo para no reparar en su perfecto estado de revista, especialmente el de ese espasmódico junco que es todavía Mick Jagger) y tan escaso artificio una fórmula totémica que nadie va a calibrar mejor que ellos, seguirán haciendo la cobra a la amenazante autoparodia. Un respeto, como mínimo.