«Cansado de las sesiones épicas en el estudio, de las pilas de tomas, las decisiones compartidas, las discusiones, el agónico perfeccionismo y la exagerada cantidad de horas que le habían supuesto sus discos, Bruce le encarga a su ayudante un cacharro para grabar»
Hoy mismo se celebra el treinta aniversario de la publicación de «Nebraska», el disco que presentaría a un Springsteen inédito y que marcaría un hito en la historia del rock. Julio Valdeón Blanco recuerda su génesis.
Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.
Solemos alabar los épicos conciertos de Bruce Springsteen aunque me consta que muchos de sus detractores aborrecen ese aspecto de la historia, seguros de que sus acólitos confundimos poesía y atletismo, hartos del fanatismo de los fanáticos y el papanatismo de los medios. Se equivocan, claro. Springsteen es más, mucho más, que las maratones sobre las tablas. Recordemos por ejemplo las palabras de Dave Marsh, cuando afirma que no existen muchos ejemplos de rockeros en los que los elementos folk y country, de un lado, y rhythm & blues y gospel, del otro, se entremezclen con tanta naturalidad. Una superación de barreras inherente a los orígenes del género, que nació del mestizaje entre las tradiciones afroamericanas que cristalizan en el blues, las baladas isabelinas que engendran el folk y las melodías de las que nace el country.
Consecuencia de la fascinación de Springsteen por los Four Tops, Sam Cooke, Otis Redding o sí, James Brown, es el manantial que cristaliza en canciones como ‘Hearts of stone’ o ‘The fever’, buena parte de discos como «The promise» y «Wrecking ball», así como los arrebatos sobre las tablas. El diálogo con un público enloquecido. Esa dialéctica, pregunta/respuesta, propia del predicador y sus fieles. Cuando pastorea a la masa lo hace reencarnado en una suerte de jinete rockanrolero. Oficia entre el altar de Sun Records y la iglesia baptista. Ahí reconocemos al Cooke de «One night stand! Live at the harlem Square Club». Un torbellino furioso y sensual. Desatado. Que anticipa muchas de las virtudes del de Nueva Jersey en vivo. Si quieren comprender su hemorragia eléctrica, que trasciende la acartonada liturgia del concierto pop al uso, hay que remar en busca de las odiseas a las que los grandes sacerdotes del r&b siempre nos invitaron.
«Homicidas irredentos, policías obligados a perseguir a sus hermanos, solitarios que conducen de madrugada y parados que no encuentran más bendición que la proporcionada por una automática»
Por otro lado a su fascinación con Woody Guthrie y Hank Williams le debemos su faceta más austera, seca e introspectiva, también la más social y preocupada por el reverso en sepia del sueño americano. Discos como el estupendo «The ghost of Tom Joad», el irregular «Devils and dust» (masacrado por una producción infecta) y, claro, «Nebraska». Con motivo del treinta aniversario de su publicación teníamos que rendirle unas líneas. Su génesis está en canciones como ‘Factory’, ‘Something in the night’ y, sobre todo, ‘Stolen car’. Arranca tras la conclusión de la gira «The river» y la boda de Clarence Clemons con Christina Sandgren. «Badlands», la película de Terrence Malik dedicada a las aventuras asesinas de Charlie Starkweather y su novia Caril Ann Fugate, parece ser una influencia temprana. Como lo son las narraciones de Flannery O’Connor, que estaba por entonces leyendo, las obras de Hank Williams y la película de John Ford, «Las uvas de la ira». Sin descontar los propios fantasmas del autor, incapaz de entregarse a fondo en ninguna relación, acosado por los recuerdos de una vida familiar desestructurada, la sombra del padre depresivo y ese gen de aislamiento que acompaña a muchos miembros de la saga Springsteen desde siempre.
A partir de una vena folk, sonámbula y terrible, brota una catarata de hombres perdidos, un centón de homicidas irredentos, policías obligados a perseguir a sus hermanos, solitarios que conducen de madrugada y parados que no encuentran más bendición que la proporcionada por una automática. Los hambrientos y ofendidos a los que cantó Guthrie, y también sus jueces y verdugos, nutren temas como ‘Johnny 99’, ‘Atlantic city’, ‘Highway patrolman’, ‘State trooper’, ‘Open all night’, ‘Reason to belive’, ‘Downbound train’… Añadan una ‘Born in the USA’ que, recién nacida y reducida a un esqueleto, mostraba su espléndido y herrumbroso filo. O la insuperable ‘Losin’ kind’ y la hermosa ‘Child bride’, ambas todavía inéditas. La mitad doliente y ensimismada en las heridas del autor, la que mira hacia dentro, donde el escritor desnuda sus obsesiones, será la espita que abra ‘My father’s house’, ‘Mansion on the hill’ o ‘Used cars’. Con el material todavía caliente, Springsteen acude a su técnico de guitarras, Mike Batlan, amigo de juventud, hombre de confianza y merecedor de todo un capítulo en una hipotética biografía de Bruce, pues le debemos algo más que la ayuda prestada durante la gestación del «Nebraska» (yo me entiendo).
Cansado de las sesiones épicas en el estudio, de las pilas de tomas, las decisiones compartidas, las discusiones, el agónico perfeccionismo y la exagerada cantidad de horas que le habían supuesto sus discos previos, Bruce le encarga a su ayudante un cacharro para grabar. Batlan regresa a la casa de Springsteen con una primitiva Teac de 4 pistas. Para mezclar las demos usarían una Panasonic medio destrozada: meses antes había acabado en el fondo de un río. El 3 de enero de 1982, al atardecer, Batlan colocó en el dormitorio de Bruce dos micrófonos y la Teac. Aunque ninguno conocía los mínimos rudimentos del equipo (ni siquiera se les ocurrió limpiar los cabezales), les pareció perfecto. Tiempo habría para enseñarle a la banda las nuevas canciones. Durante la noche grabaron quince temas. Uno tras otro. Un par de días más tarde estaban mezclados.
Con la cinta, la única copia existente, en el bolsillo, Springsteen convoca a Landau y la banda. Durante los primeros minutos en el estudio, en apenas dos tomas, rematan la bestial ‘Born in the USA’ que hoy conocemos. Le siguen muchas de las piezas que conformarán la primera hora del «Born in the USA», tipo ‘Pink cadillac’, ‘My hometown’, ‘Glory days’ o ‘Cover me’. Relucientes, grasientas, juguetonas o huracanadas bajo el fuego de la E Street Band. Pero cuando afrontan la demo original, las ‘Atlantic city’, etc., algo no cuadra. Se ha perdido el aura, la espectral intimidad de la grabación acústica. Incapaz de rechazar esas canciones, Springsteen pregunta a su ingeniero, Toby Scott, si ve posible editar el material tal cual, partiendo de la cinta, sin añadidos.
En una entrevista concedida por Scott a «Tascam Teac Professional» muchos años más tarde, el hombre, que había comenzado a colaborar con Springsteen durante «The river», recuerda la escena: «Podías escuchar las quejas de los ingenieros en la habitación. Estábamos entrenados para extraer el mejor sonido posible en el mejor equipo, y aquí está nuestro artista, pidiéndonos que vayamos contra todo lo que sabíamos. Le dije ‘Sí, Bruce, podríamos. No estoy seguro de si te gustará, pero podríamos’. Debería de haberle dicho que no, que el sonido no era suficientemente bueno para sacar los masters, pero no se trata de eso. Trabajamos para el artista, para ayudarle a alcanzar su visión, incluso aunque vaya contra todas las reglas de la ingeniería. Supongo que es parte de la explicación de por qué sigo trabajando con Bruce después de todos estos años. De modo que se la di a un asistente para que la grabara en una buena cinta. Fuimos al menos a cinco laboratorios especializados en masters, pero nadie conseguía plasmarla en un acetato –había demasiados desajustes y otras imperfecciones, la aguja no dejaba de saltar. Acudimos a Bob Ludwing y Steve Marcussen en Precision. Finalmente acabamos en Atlantic, en Nueva York, y Dennis King lo intentó pero tampoco logró obtener un disco. Así que intentamos un nuevo enfoque, en un nivel mucho más bajo, y pareció funcionar. Al final necesitamos que Bob Ludwig usara toda su inteligencia y las capacidades de su estudio, pero siguiendo los parámetros de masterización de Dennis. Y ese fue el master que acabamos usando. El disco suena como suena por todos esos factores –las múltiples cintas, los cabezales sucios, la velocidad alterada– es todo parte de su atmósfera, y parte de lo que a Bruce le gusta de esas canciones». Sabrosa enseñanza, en especial para quienes desprecian a los técnicos, convencidos de que la creación es una píldora angélica que el creador exuda o mea sin otra compañía que sus musas ni más sabiduría técnica que la que proporciona el talento natural: la gestación casera, espartana, del «Nebraska», necesitó de la sabiduría de unos ingenieros bregados, maestros en lo suyo, para sonar precisamente así, viva, cruda, crepitante y casera.
«Mis canciones de ‘Nebraska’ eran lo contrario al rock que había estado escribiendo. Eran narrativas, contenidas, lineales y minimalistas. Si bien su descripción de personajes en el límite las contextualizaba como rock and roll»
Con el disco rematado, la portada fue elegida por Springsteen y el diseñador Andrea Klein. Según explica la web «Backstreets» (de la que también tomamos la entrevista con Scott), se inspiraron en la fantástica cubierta de «Two great guitars», de Bo Diddley y Chuck Berry. Más la influencia, obvio, de Robert Frank y su libro de fotografías «The americans», con las que tanto comparten las estampas, paisajes y personajes de Nebraska. Como en las lentes de Frank, las canciones caminan por una América derruida. El recorrido temático, iniciado con «Greetings from Asbury Park» culmina sin esperanza, en las alcantarillas. Como un rayo de muerte que traspasando los ventanales el monacal hogar de Colts Neck hubiera ido a posarse sobre los micrófonos. Si los tres primeros discos fueron los de la adolescencia y «Darkness on the edge of town» y «The river» los de la madurez temática, las canciones de «Nebraska», según explica Springsteen, inician un viaje inverso, a la semilla, con las enseñanzas y desilusiones descodificadas por la edad. «Son las más conectadas a mi infancia», escribirá en 1998, «el tono de la música estaba directamente ligado a lo que recordaba de mi primera juventud. Vivimos con mis abuelos hasta que cumplí seis años. A través de esas canciones, regresé y recordé cómo era el sentimiento de aquel tiempo, en particular la casa de mi abuela. Había algo relacionado con las paredes, la ausencia de decoración, la casi dolorosa simplicidad. (…) El objeto principal del salón era una foto de la hermana de mi abuelo que murió a la edad de cinco años en un accidente de bicicleta, en la esquina de la gasolinera local. La etérea presencia de aquel retrato de los años veinte le daba a la habitación el sentimiento de un tiempo perdido».
Con el disco listo, restaba obtener el visto bueno de la compañía, que dio luz verde. En parte porque confiaba ciegamente en Bruce. En parte porque rezaba para que con el disco suicida fuera del organismo pudiera concentrarse en el incipiente trallazo comercial que acabaría siendo «Born in the USA». También de las páginas de «Backstreets» sacamos este párrafo de la conversación que Paul «Rap» Rappaport, antiguo directivo de marketing y promoción de Columbia, mantuvo hace unas semanas con Dave Marsh en el programa «Live from E Street Nation». En 1982, mientras Rappaport viajaba en una limusina, rumbo a la casa de Billy Joel y acompañado por cuatro de los asesores de programación de radio más importantes del país, puso «Nebraska» a todo volumen… «y los tipos estaban en plan, ‘Bueno, ya sabes, mmm… Quizá podríamos empezar, bueno, poco a poco…’ Y yo les dije algo así como, ‘No, no, no, no, no. Es Bruce Springsteen. Vamos a empezar a darlo a tope, y va a ser así durante, al menos, tres o cuatro semanas, y si a la gente no le gusta tanto como las otras cosas que programamos, bueno, lo dejamos… Pero es Bruce’. Me estaban mirando. Les dije, ‘Chicos, eso es lo que va a ocurrir. De otra forma vais a perder mi número de teléfono, y mi número es el de Bruce Springsteen, los Rolling Stones, Pink Floyd, Santana, Bob Dylan…'». Dicho y hecho. El disco recibió un generoso apoyo en las emisoras, más necesario si recordamos los sonidos que entonces mandaban; el vídeo, el primero de Springsteen, rodado en blanco y negro en la costera Atlantic City, cumplió con su parte en la incipiente MTV. Un vídeo en blanco y negro, con el solo protagonismo de la música y las imágenes desoladas para ilustrar las facetas menos rutilantes de la ciudad del juego.
Treinta años después de su publicación muchos son los que comenzaron a apreciar a Springsteen a partir de «Nebraska». Arcade Fire, Tom Morello, Mark Eitzel, The National, Emmylou Harris, lo que en 1993 restaba de The Band, que no era poco, o Hank III, que de alguna forma cerraba el círculo, así como los Cowboy Junkies, Steve Earle, Chris Cornell o Martha Wainwright han hecho suyos, en uno u otro momento, sus cortes. El gran Johnny Cash registró ‘Johnny 99’ y ‘Highway patrolman’ en 1986. Años después incluía la versión original de Springsteen en el disco de Starbucks donde figuraban algunas de sus canciones favoritas.
Quien penetre por vez primera los territorios de «Nebraska» encontrará la voz de un fantasma que retumba por callejones fríos y carreteras nocturnas. En su huida recoge autoestopistas. Gente aturdida. Locos. Muertos y criminales: «Escribí las canciones relativamente rápido porque todas partían del mismo origen. Me llevó tres tomas, quizá cuatro, grabarlas. Algunas, como ‘Highway patrolman’ o ‘State trooper’, solo una. Casi todo requirió menos de dos semanas. ‘Mansion on the hill’, de la que había tenido el arranque durante algún tiempo, fue la primera que terminé; ‘My father’s house’, la última (…) Existía un vínculo natural entre las canciones de ‘The river’ y las de ‘Nebraska’. ‘Stolen car’, ‘Wreck on the highway’, ‘Point blank’ y ‘The river’ reflejaban un cambio en el estilo de mi escritura. Mis canciones de ‘Nebraska’ eran lo contrario al rock que había estado escribiendo. Eran narrativas, contenidas, lineales y minimalistas. Si bien su descripción de personajes en el límite las contextualizaba como rock and roll».
Personajes en el límite, caracteres sobre el filo, zombis de ojos roncos y futuro clausurado, se inscriben desde entonces y para siempre en la temática del autor. Incapaz todavía de articular el malestar personal ante una situación socioeconómica deprimida, que se ceba con una clase obrera apaleada, e imbuido además por sus demonios particulares, navegando desde su infancia rumbo a sus discos, tiene claro que «Si existe un tema que recorra el disco, es la delgada línea que existe entre la estabilidad y el momento en que el tiempo se para y todo se va a negro, cuando todas las cosas que te conectan con tu mundo –tu trabajo, tu familia, tus amigos, tu fe, el amor y la gracia en tu corazón– te fallan. Quería que la música sonara como un sueño andante y que el disco se moviera como poesía. Quería que la sangre en su interior estuviera predestinada y maldita».
La sangre en su seno corre, en efecto, sucia, maldita o agonizante. El disco que la contiene conmueve y asusta. Descontada su obvia influencia en las corrientes low-fi y en el folk y country alternativos, obviando lo mucho que le deben solistas como Bill Callaham y grupos como Low Anthem, «Nebraska» es un laberinto resuelto en sí mismo. Una suma de blues y tonadas de los Apalaches. Al tiempo, una obra moderna. Robusta e inoxidable. Quienes, faltos de oído o paciencia, no son capaces de escuchar más allá de la (gloriosa) armadura que la E Street Band teje y las (no tan gloriosas) producciones del Springsteen reciente (esterilizadas por la compresión, saturadas de capas digitales), regresen a este disco: un viento helado, moviéndose al trote, traspasa su alma. Recoge historias dignas de Carver por su jadeante precisión. Melodías infalibles, consoladoras aunque tiriten de puro desnudas. Un ciclo de canciones que unas veces van al infierno y otras regresan con jirones entre los dedos. Bañadas con lágrimas de alquitran, son canciones para aullar en silencio y susurrar a gritos. Como si las luces del mundo se hubieran apagado o estuvieran a punto.
–