LIBROS
«Su estilo es cercano y los datos se convierten en una descripción plástica y una narración amena»
Felipe Cabrerizo
Loquillo. La biografía oficial
PenguinRandom House, 2022
Texto: CÉSAR PRIETO.
La bibliografía sobre Loquillo, sin ser ingente, sí que posee un volumen de títulos considerable, desde el que le dedicó su pareja, Susana Koska, en 1999, cuando apenas llevaba la mitad de su carrera. Otros veinticinco años y otros volúmenes —cuatro escritos por él mismo— han pasado, pero el que nos presenta Felipe Cabrerizo es el único que presenta una visión de conjunto, en la que todos los datos están articulados, y una puesta al día de su evolución, incluso con anuncios de discos que aún no han aparecido.
Cabrerizo ya es biógrafo experto, pero se ha dedicado principalmente al pop francés, con Gainsbourg o Françoise Hardy como centros de estudio, o al cine. Siempre, como en este caso, su estilo es cercano y los datos se convierten en una descripción plástica y una narración amena, lo suficientemente neutra para no molestar y lo suficientemente subjetiva como para marcar el libro desde la personalidad del biógrafo.
La figura del padre de José María Sanz fue esencial en su ideología, en su carácter y en sus referencias. Así que a él, un joven anarquista que luchó en el exilio y se exilió a Francia, se le dedica el primer capítulo. Nobleza obliga. Su llegada a Barcelona, al barrio del Clot —tras años de trabajos forzados y de batallones de castigo—, le llevó a trabajar de estibador en el puerto —Loquillo llevará siempre con honra su gabán heredado— y a casarse con una muchacha de Sants. El Clot es un barrio que ya no existe, ha sido tragado por autovías y por el nuevo skyline de Barcelona, pero que en los años setenta era un pueblo rodeado por campos. Lo recuerdo perfectamente, yo vivía en el barrio vecino y todos los fines de semana atravesaba la calle Hernán Cortés, donde nació el cantante, para rodear la fábrica de Olivetti, tras la cual había una pequeña aldea de casitas bajas, que se abría a unas huertas y a un campo de fútbol en el que pasábamos toda la mañana y toda la tarde.
Allí vivió Loquillo su niñez y adolescencia. Y va descubriendo toda la música que ya nunca le dejará: más Buddy Holly que Elvis, el glam, el folk americano… También el cine, y los billares que hay en los bajos de su instituto, y las discotecas y pubs de barrio que estaban abriendo en Barcelona. Un tablón de anuncios de la tienda de discos que, por entonces, regentaba Gay Mercader le permite conocer a Carlos Segarra, a actuar por primera vez —en una barra americana, el Tabú, la que aparecía en la portada del Carabruta, de Gato Pérez— y coger el ritmo de las calles e introducirse en vericuetos musicales.
Su primer disco, editado en una compañía especializada en casetes de gasolinera, es técnicamente imperfecto, pero vitalmente sublime. A partir de este momento, el texto va repasando las diversas estaciones por las que van discurriendo la vida y las estéticas del cantante del Clot, con largas paradas y reinvenciones que lo trasladan hasta nuestros días en perfecto estado de revista.
Los ochenta son los años de las colaboraciones con Sabino Méndez, que abandona el grupo tras el disco en directo ¡A por ellos, que son pocos y cobardes! La droga se ha metido en el grupo y ello hace que cada uno esté en su burbuja, llena de aire por dentro y de pinchos por fuera. En diez años, Los Trogloditas han dejado un capital sonoro que ya era clásico el día de la salida oficial del disco.
El cambio de mánager y de colaborador principal abre los noventa. Gay Mercader y Gabriel Sopeña cambian la aguja y las vías hacia letras más nostálgicas y un sonido más americano —incluido el soul— o acercamientos a Jacques Brel. Loquillo se desliga de su personaje. Es, en esos momentos, cuando decide convertirse en crooner, en un cantautor rockero con La vida por delante, que pone música a diversos poemas afines a su sentido estético. Sentido muy válido, pues Loquillo es un gran lector de poesía.
Pero no funciona. Loquillo está de capa caída, pero resurge. Siempre resurge. De hecho, tanto, como que un libro sobre un músico es un libro sobre la supervivencia. Y, en este caso, de la ayuda de un viejo conocido, Jaime Stinus, al que ya había tratado levemente cuando llevaba la guitarra en la Orquesta Mondragón, y de un recién llegado, Igor Paskual. De aquí surge la trilogía compuesta por Cuero español, Feo, fuerte y formal y Arte y ensayo.
Eran los tiempos de Operación Triunfo, así que la industria se vuelca en algo que considera seguro y de lo que, además, tienen la promoción asegurada. Nuevo renacimiento al asistir a un concierto de Johnny Hallyday. Va a ser su nuevo referente, el que va a mostrarle, con su actitud, el camino a seguir. La suerte parece sonreírle y le regala, de nuevo, la presencia de Sabino Méndez para que emerja uno de sus mejores trabajos: Balmoral.
Nueva pendiente de montaña rusa: llega la pandemia y una enfermedad que le afecta a las cuerdas vocales; pero en los dos casos la normalidad regresa y los conciertos —lo que empuja adelante al músico, su hábitat y espacio natural— vuelven a ser masivos. Con ello concluye el libro, con un disco que está a punto de salir. Respiremos mientras llega, Loquillo aún nos debe más chutes de energía.
Es un libro que no se extiende demasiado, sería imposible abarcar cincuenta años, pero tampoco se deja nada en el tintero. Hay declaraciones de amigos, sentimientos, relación con el público, peleas con los grupos, con los mánagers, con la televisión, con los políticos que vetan “Los ojos vendados” por hablar del maltrato policial o conciertos en Cataluña por cantar en castellano. ¿Qué imagen se da de Loquillo? ¿Problemático? Desde luego que no, Loquillo es alguien que simplemente defiende sus derechos y sus ideas y, sobre todo, que nos ha dejado un legado, en sus canciones, de emoción, y en su actitud, de lucha. Esa que le inculcó su padre.
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Anterior crítica de libros: Un lugar sin límites, de Alberto Santamaría.