«En todos ellos domina una sublime alegría de vivir, un elogio del disfrute y el placer que en el siglo de las luces debía de estar escondido»
Félix María Samaniego
«Veintidós cuentos picantes»
PEPITAS DE CALABAZA
Texto: CÉSAR PRIETO.
Es sabido que –a veces subterránea, a veces a las claras– existe una literatura escatológica y pornográfica en castellano. No estoy hablando de La Sonrisa Vertical, sino de las soeces coplas de mal-dezir o de Mingo Revulgo, de la «Carajicomedia», de mucho de Quevedo. El galante siglo XVIII no se queda atrás, la única diferencia es que los escritores guardaban las obras bajo el colchón, ya saben, cuantos menos conflictos con la Inquisición, mejor. Estoy hablando del divertido «Perico y Juana» de Iriarte, de «El arte de las putas» de Moratín o de los cuentos picantes de Samaniego, que reeditan ahora sus paisanos riojanos de Pepitas de Calabaza.
Es curiosa la historia de su descubrimiento. Joaquín López Barbadillo fue un editor de novelas eróticas –el primero, mejor dicho– desde principios del siglo XX; acudía a los clásicos y a traducciones extranjeras. Sus colecciones sorteaban la censura con la excusa de que eran tiradas no venales, ediciones limitadísimas para bibliófilos. En septiembre de 1916 viaja a la comarca de Liébana acompañando al obispo de León y allí, en el arcón de una rectoría, se ponen a mirar papeles que el párroco guardaba con devoción. Entre ellos estaban unos cuentos eróticos firmados por Samaniego, que el editor se apresta a llevar y convertir –por primera vez– en libro. El recién aparecido volumen contiene el prólogo original que comenta el caso.
¿Y que hay en ellos? Pues facecias en verso en las que aparecen sobre todo militares y religiosos, emblemas de la virilidad y de las pulsiones libidinosas respectivamente. También miembros priápicos y campesinos con diversos grados de picaresca para conseguir sus objetivos sexuales. Algunos son más ingeniosos que otros, pero en todos ellos domina una sublime alegría de vivir, un elogio del disfrute y el placer que en el siglo de las luces debía de estar escondido. Por ello, el morbo lo da, más que los argumentos, recrear la imagen de esos ilustrados de amplios pelucones que leían a escondidas los versos de su amigo riojano. Así, hasta se llega a hacer simpático el siglo.
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Anterior entrega de libros: “Los huerfanitos”, de Santiago Lorenzo.