«Una tienda de vinilos de segunda mano, en la que suelen hacer tertulia gentes del barrio, coleccionistas y antiguos músicos de sesión»
Michael Chabon
«Telegraph Avenue»
MONDADORI
Texto: CÉSAR PRIETO.
Entre Oakland y Berkeley –Bahía de San Francisco– discurre de norte a sur Telegraph Avenue. En algún punto indeterminado de sus siete kilómetros se encuentra Brokeland Records, una tienda de vinilos de segunda mano –básicamente de soul y jazz– regentada por Archy y Nat. El primero; casado con Gwen y a punto de ser padre por primera vez; el segundo, padre a su vez del adolescente Julius. En la tienda –apenas tienen presencia en internet– suelen hacer tertulia gentes del barrio, coleccionistas y antiguos músicos de sesión. También tocan en un grupo. Frente a su local han cercado un terreno en el que se va a construir un edificio de la cadena Dogpile, especializada en música negra, con un tercer piso dedicado a vinilos de coleccionista a precio casi de saldo.
Con estos mimbres, casi como un «Alta fidelidad» californiano, construye Michael Chabon su novela, que demoradamente, página a página de sus 550, tarda en concluir la introducción. Con una pasmosa tranquilidad da cuenta de los discos que venden, de las tertulias, de los problemas como comadrona de Gwen, del acoso de la macrotienda y los concejales que la han autorizado de golpe, tras haberle puesto muchas trabas. En un momento determinado una casualidad va a trastocar todo este orden, sorpresa tras sorpresa, hasta que los protagonistas –cuestión de días– ven que de su vida anterior no queda apenas más que la pequeña tienda.
Son, así, dos novelas en una. La primera, costumbrista, un retrato de gentes que se resisten a desaparecer, atentos al mensaje que se revela en varias ocasiones: “trabaja en algo en lo que creas”; la segunda, activa hasta el límite. Aparecen entonces hijos desconocidos, instalaciones portuarias, episodios casi propios de Tarantino que hacen que la novela se aceleré en los giros hasta extremos insospechados, en los que la tienda se convierte en un fondo solo ante el empuje de Luther, el padre de Archy, un antiguo actor de dos películas blackexplotation en los setenta que quiere producir una tercera. Él, y Cochise Jones, un viejo organista en discos históricos, se convierten en presencia devoradora en esta segunda parte, dos secundarios que se comen a los demás.
En todo caso la novela es multiorgánica, tanto las tramas, como los actantes, como los espacios se integran, se solapan y crean un organismo vivo; plena de detalles en su extensión afina en lo que ha de ser la marca de calidad de una narración, estampas que se te fijen. En este caso la personalidad de Julius, escribiendo unas memorias lovecraftianas, o la de Archy, visitando el solar donde va a erigirse la competencia o Gwen, volviendo a casa para buscar su almohada corporal resultan, asimilada la novela, especialmente desoladoras. Sobre todo cuando percibes que no son más que una buena decena de historias iniciáticas ligadas, en la que los personajes no hacen más, torpemente, que buscar su lugar.
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Anterior entrega de libros: “Las siestas de Polly”, de Peter Newell.