“Lo que desborda en la obra –escrita con la plantilla del “Por favor, mátame”, es decir, historia oral– es un montón de protagonistas, un centenar de personajes que comentan, valoran y encajan anécdotas hasta completar un grandioso fresco de lo que fue parte de la música de los años noventa”
Nando Cruz
“Pequeño Circo. Historia oral del indie en España”
CONTRA
Texto: CÉSAR PRIETO.
Hasta la fecha nadie ha concretado con exactitud de qué trata eso del indie. ¿Es un periodo musical definido en sus límites?, ¿se corresponde con cierta estética, o será más bien una ética, un modo de actuar?, ¿o de negocio? ¿Una etiqueta? Ni siquiera las mil páginas que abarca el libro del periodista barcelonés Nando Cruz aclaran gran cosa del concepto. Quedemos en que el indie es un movimiento musical que surgió en Inglaterra a finales de los años ochenta, y cuyos propósitos asumieron ciertos grupos y sellos españoles por esa misma época. A partir de aquí, es lo que ustedes quieran.
Lo que sí que desborda en la obra –escrita con la plantilla del “Por favor, mátame”, es decir, historia oral– es un montón de protagonistas, un centenar de personajes que comentan, valoran y encajan anécdotas hasta completar un grandioso fresco de lo que fue parte de la música de los años noventa. ¿Cómo empezó todo? Pues para este cronista, que más o menos estaba informado en la época, el momento primigenio se produjo cuando Miguel y Fernando del fanzine “Stamp” –bien empapados de lo que se hacía en Inglaterra– hacen bajar a unos maravillosos grupos vascos para que actúen en la fiesta de su revista y con ello prácticamente inauguran la sala Siroco. Con el disco de Aventuras de Kirlian como semilla, cabe decir. Todo bastante antes de la gira Noise Pop y del festival Serie B de Pradejón. Dirán algunos que Los Bichos o Cancer Moon se les adelantaron un tanto, y tendrán razón, pero fueron fenómenos más aislados, que no hicieron crecer seguidores, sellos o público como sucedió con Le Mans o La Buena Vida. El estremecedor retrato de Josetxo Ezponda, uno de los fragmentos aterradores del libro, lo presenta apenas sin conexiones más allá de su barrio pamplonica de Burlada.
Y recalo conscientemente en la geografía porque Nando Cruz, entre las diversas maneras de dividir en capítulos, escoge hacerlo por focos muy definidos en la Península: Getxo, Malasaña, Albacete, Gijón o Granada. Es la primera parte, los orígenes, el encuentro de individualidades de las que emergen pequeños núcleos, porque todo el movimiento parece construido a partir de encajes entre pequeñas células de aficionados que van sumándose, frente a los años ochenta, cuando quien entraba en el cogollo ya conocía directamente a todo el mundo. Es lo que tiene surgir espontáneamente desde varias localidades a la vez.
La segunda parte es la del desarrollo, y ahí ya comienzan a aparecer salas como el Maravillas, festivales como Benicàssim o el Primavera Sound, revistas como «Spiral», grupos extranjeros que marcaron, como Sonic Youth, fanzines como «Mondo Brutto», emisoras como Radio 3 –a cargo el peso de Julio Ruiz y Jesús Ordovás– y absolutamente todos los sellos. Esta, con todas sus sombras –o las que se cuentan– representa la cara amable, y la conciencia reflexiva. El fondo oscuro también aparece: las distribuidoras, la obsesión por entrar en Los 40, las editoriales, el cambio de los royalties por un apretón de manos que satisface… Aquí las anécdotas no son divertidas, son sangrantes.
En todo caso mil páginas dan para mucho y la lectura se hace magnética, supongo que para los que vivimos en ello, en parte porque nos reconocemos, pero el neófito también podrá aprovechar para conocer en un texto que a veces tiende a la «road movie» un buen puñado de estupendas canciones. Porque en el fondo lo que queda es eso: mucha vergüenza ajena, un montón de sueños y de saldos, algún anzuelo de coleccionista y medio centenar de canciones que merecen mucho la pena. Lástima que, puestos a hallar elipsis, no aparezca nadie de la revista «Boogie», que falló en todo caso al intentar por esos años una tercera vía. Lástima también que mi camiseta del Stamp, que acabo de sacar del fondo del armario me quede pequeña, porque se lucía entonces con orgullo.
–
Anterior crítica de libros: “La chica del grupo”, de Kim Gordon