«Con solo dos películas, tiene ganada la gloria. Exiliado del cine y ya con una carrera literaria, aún no ha llegado en ella a esos hitos pero lleva un ritmo envidiable»
Santiago Lorenzo
«Los huerfanitos»
BLACKIE BOOK
Texto: CÉSAR PRIETO.
Santiago Lorenzo, con solo dos películas, tiene ganada la gloria. Tanto «Mamá es boba» como «Un buen día lo tiene cualquiera» parecen sacadas de la pluma de Rafael Azcona y dirigidas por Berlanga o por Marco Ferreri, por La Cuadrilla, si nos atenemos a momentos más actuales. Afortunadamente la sociedad española tiene aún margen para tratarla de forma ácida y tierna a la vez. Exiliado del cine y ya con una carrera literaria, aún no ha llegado en ella a esos hitos pero lleva un ritmo envidiable. Si en su estreno –»Los millones»– presentaba a un miembro del GRAPO que no podía cobrar la primitiva por carecer de DNI, en la reciente «Los huerfanitos» asistimos a la muerte de un empresario teatral con tanto éxito como derroche pecuniario que deja a sus hijos un teatro ruinoso –el Pigalle– y unas deudas insondables. Hijos que, frutos del desprecio de su padre, odian el teatro y todo lo que huela a escena.
Hay una solución, sin embargo; montar en seis meses una obra con la que obtener una subvención. Como ven ustedes, los mimbres son los justos para acoger un sainete, y así es, y por ello la novela –quizás ganaría algo aligerada de carga retórica– resulta hilarante. Pero en ocasiones llega al lugar donde el sainete –y su paso posterior, Jardiel– se hace arte y se llama esperpento –como estética, no como calificación–. Son breves estampas, pero gloriosas, la descripción de los objetos que se encuentran al llegar al teatro, por ejemplo, los expresionistas juegos de los ancianos técnicos o el descubrimiento de un supermercado baratísimo desde el que pueden alimentar al medio centenar de personas que están instaladas en el Pigalle.
En realidad es una novela de personajes, que tampoco están trabajados psicológicamente, ni falta que les hace. Meros fantoches, se entrecruzan los tres protagonistas y los secundarios para lograr un histerismo y una demencia que el autor sabe canalizar muy bien. Por supuesto, los hermanos no disponen de liquidez y han de contratar a los técnicos de escenario y mantenimiento del antiguo teatro –una panda de descarados septuagenarios que reciben el nombre de Brigada Guajardo– y a unos actores aficionados de un centro de desintoxicación alcohólica para los que el teatro no es más que una terapia. Si pensamos que los objetos son claves como en toda novela de humor –unas rejillas para focos parecen el Santo Grial– y que entre esos objetos encontramos en el escenario cincuenta toneles de vino, imagínense la que se puede avecinar.
Sin embargo, el final de toda esta confusión no se resuelve del todo ¿Triunfan los hermanos Susmozas, con más moral que el Alcoyano? ¿Caen no solo en el fracaso, sino en el ridículo de un destino regocijado? No hay una única solución y es el lector quien debe decidir. Lo que es una suprema evidencia es que ya nada va a resultar igual.
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Anterior entrega de Libros: “De buen humor”, de José Santugini.