Libros: «Los castellanos», de Jordi Puntí

Autor:

«El griterío en salas de cine de pantalla única, las peleas a pedradas, las escuelas del tardofranquismo, la asimilación del universo quinqui»

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Jordi Puntí
«Los castellanos»
XORDICA

 

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

 

Tenía muchas ganas de hablar de este libro; hace tiempo, cuando apareció su versión original catalana me abstuve por razones obvias, pero ahora que los aragoneses de Xordica –que se preocupan de algo tan sencillo e imprescindible como traducir obras del catalán al castellano– la recuperan para que pueda acceder el resto de la Península, nada me lo impide. El motivo de mi esencial interés lo encontrarán en el último párrafo, reservo ahí el impacto que me causó la mera posibilidad de que apareciese un libro de este talante para explicarles qué vibró en mí.

Manlleu es una ciudad del interior de Cataluña, a diez kilómetros al norte de Vic concentra gran parte del tejido industrial de la comarca, algo tan sencillo como que a finales del siglo XIX la capital de la comarca –llámese burguesía o clero– quiso evitar la presencia de obreros y sindicatos en sus calles e hizo que los relegaran a un lugar cercano pero fuera del acceso directo. Esta acumulación de fábricas atrajo en las grandes oleadas inmigratorias de los sesenta a gentes del resto de España, en proporción mayor que en el resto de las zonas adyacentes. En pocos años el pueblo aumentó su población en casi seis mil personas.

Así se creó en un pueblo de la Cataluña interior, desconectada de los ritos de más allá del Ebro una comunidad que aportaba costumbres que exigían en los autóctonos el rechazo a la par que la admiración por lo desconocido. Un sociólogo tendría para varias tesis doctorales.

Este no es un libro de sociología, es un libro esencialmente de memorias, sin embargo hay algo en él que capta a la perfección el encaje de dos ámbitos que luchan por predominar en un espacio común, cada uno con un arma tan sencilla como hacer lo que se espera de ellos. A los recién llegados se les llamó «los castellanos», así, genéricamente, ocuparon unos descampados en los que se habían levantado unos altos edificios y salieron a buscar y defender territorio, así se adueñaron de determinados bares y escuelas, defendieron algunos campos de los arrabales, algunas gradas de las piscinas municipales y se enfrentaron a su nueva vida acentuando el griterío como mecanismo de defensa. Los chicos del pueblo, la generación de Puntí, veía a los castellanos con la repulsa que le inculcaban sus padres a la par que con la admiración que se siente hacia una tribu llena de ritos que aparentan ser misteriosos.

Sin embargo, la prosa ágil del ensayo retrata a la par episodios de un mundo que ya no existe y se resuelve en un costumbrismo que reconocerán los lectores de esa generación: el griterío en salas de cine de pantalla única, las peleas a pedradas, las escuelas del tardofranquismo, la asimilación del universo quinqui, el temor a la meningitis, noches de ouija, flippers y bares de pueblo, de hecho uno de los episodios más bien moldeados es la visita de Puntí para que su padre comprara tabaco a un bar de castellanos, puro y reconfortante descenso a los infiernos.

Es un libro de lectura saludable. Y aquí tendría que acabar la crónica, pero no; lo que al principio anunciaba que vibró en mí es que veinte años después del marco temporal que recogen las estampas del libro de Puntí yo viví durante tres años en Manlleu y trabajé entre jóvenes, seguramente los hijos de aquellos que en la obra se liaban a pedradas contra los catalanes. Y llegué sin saber estas historias, solamente breves alusiones a los castellanos que viven allí. Un paseo por «allí» me permitió descubrir un lugar encantado, esos bloques de los que habla Puntí, desolados en un pueblo desolado, en el que apenas hay bares, ni gente en la calle, y en el que te podías encontrar las luces casi oníricas de un tablado flamenco o el olor de pescadito frito que salía de pronto de no se sabe dónde. Y traté a quizás el último reducto de estos «castellanos», chavales que tenían patente su condición; y vi cosas absolutamente horripilantes, episodios entre las dos comunidades que si les cuento aquí ustedes no se iban a creer, y una tensión que se notaba de manera constante. Pero también salí de allí con una lección bien aprendida. Me la ofreció una chica a la que recriminaba no sé qué asunto y a la que intenté reconducir, “es que los castellanos no deberíais actuar así”; me respondió con clara sencillez, en su voz había convicción y a la vez un trazo de melancolía: “Yo soy catalana”.

Anterior crítica de libros: “Joyland”, de Stephen King.
https://www.efeeme.com/libros-joyland-de-stephen-king/

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