«Se trata de una novela de subyugante lectura. Ya desde las primeras páginas, asístimos a un operador de thriller»
Joël Dicker
“La verdad sobre el caso Harry Quebert”
ALFAGUARA
Texto: CÉSAR PRIETO.
Se hace difícil hablar de la novela de este escritor suizo de la región francófona; el hecho de que sea la novela de la temporada, de que todo el mundo hable de ella y de que tenga una promoción que ni puede soñar cualquiera de los autores que solemos citar en estas páginas, desfigura inevitablemente nuestros comentarios en esa tensión entre prejuicio y curiosidad. Soy consciente de ello, así que vamos a trabajar con contataciones, que resultan más seguras. Y la primera constatación es que se trata de una novela de subyugante lectura. Ya desde las primeras páginas –en las que Marcus Goldman, un escritor de moda, seca su inspiración y decide acudir a casa de su profesor universitario para iniciar la novela exigida por su editor–, asistimos a un operador de thriller: la muerte hace treinta años de una joven de quince, de la que se descubren los restos en el jardín del profesor. A partir de este momento se suceden innumerables sorpresas, golpes de timón, atrayentes misterios que Dicker va dosificando con maestría.
Evito darles cualquier pista, la relación del lector con este género ha de ser de suprema inocencia, así que vamos a cuestiones técnicas. Una de las que sorprende es la de los personajes, normalmente prototipos, modelos. Aquí sucede, pero hay un puñado de secundarios que rompen la tensión o resultan extrañamente fascinantes. Mi preferido, la madre de Marcus, con escasa presencia –únicamente telefónica–, pero una entidad propia del mejor teatro del absurdo. También resulta fascinante el bibliotecario Pinkas, uno de los escasos personajes redondos en esa tensión entre admiración y náusea con la que contempla al novel escritor. Incluso alguien que va a acabar siendo tan definitorio como Luther resulta profundamente humano en su deformidad. Es, paradójicamente, a partir del momento en el que la obra va hinchándose con otras voces narrativas cuando adquiere más unidad y cuerpo.
La amplitud del volumen hace que la novela sea muchas novelas, una ficción metaliteraria sobre cómo se gestó el texto que el lector tiene entre manos, una presencia literaria –la obra de Quebert “Los orígenes del mal”– que parece ser la clave de todo y, sobre todo, una arrebatadora, profundamente vital, historia de amor estragado. Es un amor desesperado y sereno, descrito con ternura en su vulnerabilidad, un amor consciente de su fracaso antes de ser iniciado pero luminosamente bello. Un amor maldito. Y ella, Nola, está descrita en sus escasos trazos con tal maestría y sensiblidad que el lector no puede más que prendarse irremediablemente.
Menos excepcional es la descripción de Aurora, ciudad convencional en el tópico estadounidense, que viene a ser un remedo de la Holcomb de “A sangre fría”, una población en la que la apariencia luminosa no deja entender que cada uno de sus habitantes guarda secretos inconfesables que al salir a la luz van cambiando la relación entre ellos; en esto Dicker sigue las pautas del género. Quizás puedan desvelarse, y hay quienes lo han hecho, algunos fallos en el ajuste estructural, repeticiones innecesarias o la constante presencia de diálogos –sin atender a que este behaviorismo no se le reprocha a Hammet o Dos Passos–, pero lo que es claro, una definitiva constatación, es que el lector no va a poder abandonar el libro.
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Anterior entrega de crítica de libros: “Todos los ensayos bonsái”, de Fabián Casas.