«Incógnitas sobre su padre, sobre el sexo, que siempre resulta ineficaz y oscuro, sobre la muerte, sobre la amistad y sobre la música que hay más allá de la constelación de fans que no exigen más que lo creado por la industria»
Teddy Wayne
«La canción de amor de Jonny Valentine»
BLACKIE BOOKS
Texto: CÉSAR PRIETO.
Prepárense a asistir a la agitada vida de Jonny Valentine, aún pendiente de dos meses para cumplir los doce. Vivamos su gira por todos los estados y estadios. Están pendientes de él los tabloides, Youtube y una corte alojada en hoteles y en palacios en forma de camiones de dieciochos ruedas. La abeja reina es su madre, Jane, que controla mejor la carrera de su vástago que su propia vida, y los obreros son una serie de referentes para Jonny que al fin y al cabo lo salvan de la estulticia total; básicamente Walter, su jefe de seguridad, y Zack, el lider de los teloneros que llevan un espíritu un tanto rebelde a sus espectáculos. Ambos le ofrecen la visión de un cierto mundo real entre toda la ficción que se ha montado a su alrededor, la de los focos y la de la videoconsola a la que juega constantemente. El primero le permite asistir a una sesión vespertina de divorciado con sus hijas, el segundo al quiebro a las normas. Ambos protagonizan los momentos más brillantes de la obra.
Cuentan las reseñas que “La canción de amor de Jonny Valentine” refleja un personaje cercano a Justin Bieber. Muy escasa novela sería si se tratara de eso, aunque desde luego se apuntala en el arco de cantantes para jovencitas que va de Ricky Nelson a Leif Garrett, pero más que eso es una obra que trata de la pérdida de la inocencia, de una vida artificial como cualquier otra, sostenida en comprimidos farmacéuticos y videojuegos. Esa purpurina de la icónica y flamante portada es mucho más significativa de lo que parece.
No es una novela de estirpe humorística, aunque seguramente reirán con algún episodio, sino de textura amarga, de sentimientos encontrados al fin y al cabo, en los que el protagonista pasa en unas páginas de hacerse odioso a inspirar ternura y compasión. En el tiempo de una gira –cada capítulo está centrado en una ciudad– las incógnitas se suceden, incógnitas sobre su padre, sobre el sexo, que siempre resulta ineficaz y oscuro, sobre la muerte, sobre la amistad y sobre la música que hay más allá de la constelación de fans que no exigen más que lo creado por la industria. La novela es larga y da tiempo a que se desvelen multitud de escenarios, que vienen a ser siempre el mismo, enfrentar a Jonny a cosas que no entiende, como el condenado a un sacrificio ritual.
Sin que ello actúe más que como un apoyo a los temas secundarios, quizás sí que resulte curioso para el lector de estas páginas la alusión a una música más cercana al canon. Jonny estudia la interpretación pop perfecta escuchando el ‘Everyday’ de Buddy Holly, el ‘Stay’ de Maurice Williams le retumba en la mente, los teloneros parecen moverse en la estela de los Rolling Stones y The Strokes y guiñan el ojo y la cita a Dylan y a The Clash, que casi son el leit motiv de un mundo que Jonny tiene vetado. Y en el que morder la manzana supone la expulsión del Paraíso.
El carácter que también, en apariencia, posee de novela iniciática también es falso, tanto como la vida que se le ofrece a nuestra estrella infantil. Jonny no se inicia en nada porque nada le ofrece la vida, más que un sucedáneo entre camerinos. De hecho, lo único que se consigue concluir, en la última página, es la pantalla final del juego. El resto de la vida sigue abierta para Jonny.
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Anterior crítica de libros: “Ventanas con palabras”, de Colin Berthelet.