«Asimila una tradición literaria de novela rural de la que los escritores jóvenes habían huido desde los ochenta y que hoy parece volver a campar»
Jenn Díaz
«Es un decir»
LUMEN
Texto: CÉSAR PRIETO.
Esperaba con ansia la nueva novela de Jenn Díaz, poco más allá de los veinticinco años y con cuatro en su haber. Me enardecía esta espera de una palabra que saldía de la misma mano que las historias de trazado fluido, asombrosas en su encaje entre recursos realistas y procesos míticos, de “Belfondo”, la primera. Aquí hay una sola historia, vía única. Y vía muerta, porque como un tren abandonado llega a un tope en el que no se puede volver atrás.
Mariela celebra su undécimo cumpleaños y en el momento de soplar las velas escucha el disparo que mata a su padre. Esa es la primera frase. A partir de ella se traza una historia plana de secretos que se desvelan a medias y pasados nebulosos, paisajes sin nombre y hombres rudos y maleducados que Mariela solventa con pequeños ritos, acudir al solar donde asesinaron a su padre o llevar flores a su tumba. La andadura del texto es envolvente, lenta, y emociona, por ejemplo, en los momentos de descaro telúrico, como cuando la protagonista va a buscar piedras al río para el novio que aspira a conseguir.
Entre la narración de una protagonista de mirada niña, primero, y adulta, final, se encuentra el monólogo de la abuela, que recuerda en tono y actitud a la Menchu de “Cinco horas con Mario”. Y es que, conscientemente, Jenn Díaz asimila una tradición literaria de novela rural de la que los escritores jóvenes habían huido desde los ochenta y que hoy parece volver a campar. Imposible no pensar al leer “Es un decir” en la Ana María Matute de “Primera memoria” o “Luciérnagas”, en Carmen Martín Gaite o en los espacios norteamericanos de Carson McCullers, todas mujeres, por cierto. Y recalco, conscientemente porque la autora indica que encuentra mayor riqueza sugestiva en este mundo que en el de la tecnología y la ciudad, no en vano los viajes desde Barcelona a Extremadura, el pueblo de los abuelos de Jenn Díaz, marcó este mundo con percepciones de asombro. Escritores nacidos en el siglo XX, quizás los últimos que hayan disfrutado vacaciones en pueblos familiares de soledad y misterios.
La solución a los silencios se alcanza en la tercera parte de la novela, una antigua relación de noviazgo entre su tío y su madre que los personajes solucionan con el pago del sufrimiento o la enfermedad, vidas estragadas a las que Mariola se siente unida y condenada, el último fruto de una estirpe rota que ella –hace voto de no ser madre– quiere definitivamente aniquilar.
Quizás las páginas pierdan fuelle respecto a anteriores trazos y novelas, son menos deslumbrantes, con menos giros, pero más dolorosas y llenas de sensaciones de angustia; deja de ser una narrativa coral y deviene profunda. Se asienta así ya definitivamente una narradora que sabe modular distintas voces con un mismo tronco, no le falta talento, ambición ni humildad, cualidades que no suelen aparecer ligadas, pero que cuando acuden juntas auguran un futuro brillante.
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Anterior crítica de libros: “Cómo funciona la música”, de David Byrne.