«Santugini es la pata que falta a la mesa en los humoristas de la República, el de humor más negro, el más preocupado –desde la ligereza común a todos– por el dolor o la tragedia»
José Santugini
«De buen humor»
PEPITAS DE CALABAZA
Texto: CÉSAR PRIETO.
Estamos de enhorabuena: se ha recuperado un escritor olvidado. El hecho siempre es motivo de albricias, pero en este caso las albricias han de sustituirse por fuegos artificiales puesto que se trata de una de las piezas de la mejor generación de humoristas que ha dado nuestro idioma desde Cervantes, aquella que conectó de inmediato con tendencias europeas y hasta las anticipó, la que emigró a Hollywood y se codeaba con Chaplin o Buster Keaton. Estamos hablando de Jardiel, de Mihura, de Edgar Neville, de López Rubio. José Santugini fue uno más de ellos en sus tertulias y en las páginas de la revista «Buen Humor», pero la búsqueda de otros caminos en el cine hizo que no siguiera a sus compañeros en el trazado que los consagró y que llega de «Gutiérrez» a «La Codorniz».
La mala suerte también estragó su carrera: no fue nunca publicado en libro –así que se puede considerar un escritor inédito– y su única incursión como director cinematográfico se estrenó poco antes del golpe de estado del 36. Sin embargo, como guionista o creador de tramas participó en «Brigada criminal», «Mi tío Jacinto», «La torre de los siete jorobados» o «El cebo». Palabras mayores, pues.
La plantilla de la espléndida editorial riojana Pepitas de Calabaza se ha zambullido en su obra y tras el repaso –de hemeroteca en hemeroteca– nos regala una amplia selección. La admiración que el lector alcanza al leer estas páginas permite constatar –entre otras cosas– que Santugini es la pata que falta a la mesa en los humoristas de la República, el de humor más negro, el más preocupado –desde la ligereza común a todos– por el dolor o la tragedia. Tienen ese toque algunos de sus protagonistas, desde el hombre que queda atrancado en una puerta giratoria y nadie puede salvarle –muchos años antes que «La cabina» de Mercero– hasta ‘El silencio’ –su último relato publicado– donde trata el tema del doble de manera casi existencial. No es casual el título: estamos en 1940, postguerra.
El resto, pues un directorio de esas viñetas absurdas a las que estamos acostumbrados los devotos de «La Codorniz»: el naúfrago que se aferra a su isla, hombres de las cavernas que deciden cobrar entrada o la orquesta que para atraer al público se hace antropófoga. Como Jardiel también destroza los tópicos literarios y así ridiculiza a parejas de enamorados o habla de fantasmas que se asustan de los dueños de los castillos o que cantan canciones románticas hasta llegar a ser un castigo y no una amenaza para los huéspedes. Bascula pues, Santugini entre lo amable y la angustia, en la que a veces un viaje en tranvía puede ser antesala del infierno. Bendita recuperación, pues, a la que se debería añadir alguna edición de la única película que dirigió. Con ella, quizás encontraríamos una nueva sorpresa.
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Anterior entrega de libros: “Caída y auge de Reginald Perrin”, de David Nobbs.