“Falta, en todo caso, un centro común que ligue más todos los fenómenos, extraños todos y muchos de ellos desgajados de la lógica que se busca, en ocasiones incluso poco nítida más allá de que el tiempo es cíclico y rebobinable”
María Zaragoza
“Avenida de la luz”
MINOTAURO
Texto: CÉSAR PRIETO.
Cinco jóvenes que se conocen en un foro de internet de exploración urbana deciden entrar en unas galerías comerciales subterráneas de Barcelona: la Avenida de la Luz. Allí vivirán unas aventuras que van a transformar sus vidas ya para siempre y en las que el amor y la muerte están presentes en medio de un recorrido fantasmagórico.
Esta podría ser la sinopsis de contraportada de cualquier novela juvenil de pandilla en los setenta o de cualquier comedia de aventuras adolescentes de los ochenta, desde ‘Los Goonies’ a John Hughes. Y de hecho las primeras páginas así lo prometen, y dan esperanza, que son géneros marcados ferozmente por la lectura veraniega o la visión palomitera, de cauce argumental muy estricto y marcado, pero que pueden producir satisfacciones si uno se deja llevar por su lado lector ingenuo. Tenemos incluso las tipologías habituales: el deportista, la novia ingenua y su amiga, la rarita…
Sin embargo, María Zaragoza no sabe sacarle el jugo que esas primeras páginas parecen anunciar y que derivan de un hecho pasado. El abuelo de uno de esos cinco jóvenes era uno de los obreros que iban a trabajar en una proyectada Ciudad de la Luz –continuación de la Avenida de la Luz– que recorrería el subsuelo del centro de Barcelona con grandes espacios y tiendas de lujo. Un día desapareció sin dejar rastro y surgió casi de la nada con la misma ropa en el puerto de Barcelona. Diez años después.
Para los que no conozcan Barcelona, cabe señalar que la Avenida de la Luz es un espacio mítico, presente en alguna canción de Loquillo, por ejemplo. De hecho el videoclip de la canción con este título fue rodado en parte allí. Inauguradas en 1940, intentaron ser un lugar de estética moderna que presentase no sólo tiendas sino un cine –la de encargo de lápidas mortuorias y el cine, esenciales en la trama de la novela, existieron realmente– y diversos servicios turísticos y ciudadanos como facturación de maletas, oficinas de la feria de muestras o duchas. Un lugar que se fue degradando poco a poco hasta su cierre en 1990 y que ha quedado en la memoria con una mezcla de sofisticación y decrepitud.
A la proyectada continuación acceden nuestros cinco protagonistas junto al abuelo –de hecho, el motivo es que van a buscarlo, vuelto a desaparecer–, y el hermanastro del nieto, inductor de la exploración, un albino que parece tener poderes especiales. A partir de aquí la trama es entretenida a veces, y en ocasiones repetitiva, y los personajes rozan en muchas ocasiones la tipología. Ni el abuelo Herme, que podría dar mucho juego, se aprovecha. Falta, en todo caso, un centro común que ligue más todos los fenómenos, extraños todos y muchos de ellos desgajados de la lógica que se busca, en ocasiones incluso poco nítida más allá de que el tiempo es cíclico y rebobinable.
No obstante, no se trata del todo de una mala novela. La historia es atrayente, y si tirase más hacia el tono de “The twilight zone” sería estupenda, la interacción con las tiendas tiene momentos bien logrados, hay algún macguffin, es efectista. Quizás si hubiese probado a construir un cuento intenso, no se intentase una solución de explicación farragosa y el peligro fuese en ocasiones más tangible, concluiría mucho mejor perfilada.
–
Anterior crítica de libros: “Para que no te pierdas en el barrio”, de Patrick Modiano.