«De Azúa rescata en estas páginas su vida como escritor y de paso la evolución que han tenido los géneros literarios desde que tiene uso de memoria»
Félix de Azúa
«Autobiografía de Papel»
MONDADORI
Texto: CÉSAR PRIETO.
Como correlato a su reciente “Autobiografía sin palabras”, dedicada a sus experiencias en el medio estético, Félix de Azúa rescata en estas páginas –concentradas pero esbeltas–, su vida como escritor y de paso la evolución que han tenido los géneros literarios desde que tiene uso de memoria. Se detiene para ello, como si en cuatro estaciones capitales se detuviera el tren de sus criterios, en los cuatro géneros que ha cultivado. Anécdotas, reflexiones, lo que él llama el caso, es decir, el proceso que lo ha llevado a determinado estado; todo en pequeñas dosis pero muy bien mezclado y con soltura divulgativa, un difícil equilibrio entre la levedad y la profundidad.
Sus inicios son poéticos, de hecho es uno de los integrantes de los novísimos y da detalles interesantes sobre cómo se gestó la “Antología” y sobre la irritación de la «intelligentzia» ante el primer libro conscientemente pop. Entre los parámetros estéticos que han destrozado la entidad de la poesía en el siglo XX, la voz diferente del poeta, entre el chamán y la locura, destaca como víctima la figura de Leopoldo María Panero. Así que la continuidad del hilo lírico se ha traspasado a las letras de Brassens o de Lucho Gatica. En la narrativa defiende la obra de Benet y de Sánchez Ferlosio y añade recuerdos personales escasos pero muy significativos.
Pasa, tras ello, a los géneros en los que cree el autor del volumen que mejor se representa la literatura en el siglo XX: el ensayo –hacen ensayo los novelistas que quieren volver a la literatura– y el periodismo –que señala que es la actual y verdadera poesía–. Destaca entre ellos el segundo, ofrece entonces una sucinta historia del medio, analiza su construcción retórica y cómo –ya es sabido a pocas luces que se posean– la mayor participación del lector en los nuevos formatos de periódicos conlleva un mayor control por parte del poder «democrático» abstracto: el mercado.
Concluye demostrando de manera elegante como el paso de las pantallas de cine a las series de televisión condiciona las técnicas de los narradores jóvenes, convirtiéndose entonces la imagen en elemento definidor de los marcos del relato.
La tesis que se yergue bien clara es que los géneros usados ya no tienen nada que ver con los que él trato en su juventud; cierta desesperanza asalta a esta base argumental, aunque somos aún los primitivos de una etapa –que presume larga– que se inició en los años setenta y el futuro se presenta tan incierto como, quizás, fascinante.
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