«Sorprende un ágil costumbrismo, escenas menores que acaban transfigurándose en misterios que la mirada no reconoce, porque los cuatro cuentos que conforman el volumen son relatos de niños y su atisbo de la realidad resulta cruelmente ingenuo»
Oti Rodríguez Marchante
«Adiós a la tierra de los colores vivos»
A BUEN PASO
Texto: CÉSAR PRIETO.
Oti Rodriguez Marchante es crítico cinematográfico de «ABC» desde hace veinticinco años. Poco imaginábamos los que estábamos suscritos a su estilo, castizo y con punta de sarcasmo, que podía dar un golpe de volante tal y que de su incursión en la literatura derivaría tono de sana camaradería con el lector hacia el lirismo. En «Adiós a la tierra de los colores vivos» sorprende, pues, un ágil costumbrismo, escenas menores que acaban transfigurándose en misterios que la mirada no reconoce, porque los cuatro cuentos que conforman el volumen –hermosas las ilustraciones de Pere Ginard también– son relatos de niños y su atisbo de la realidad resulta cruelmente ingenuo. No saben interpretar, a las puertas aún de ver con los ojos de la vida, no con los de la infancia.
No son, aun con estos protagonistas, cuentos para niños. Traspasa el autor esa sutil línea en la que el reino de la infancia ya no tiene lugar. Quizás con el mejor relato de la serie se demuestre, ‘La senda del elefante’, un apagón y la imaginación infantil se desborda en fiesta. Linternas, persecuciones, safaris, la casa se convierte en una enorme cueva; mientras tanto los mayores llaman por teléfono con una angustia inusual ante una mera avería. El final de la cueva, la escalera vecinal, la luz a la que llegan, se convierte en una tragedia que los dos hermanos no llegan a comprender.
La virtud de los relatos es, pues, que bajo una estructura de cuento de hadas, los niños que aparecen no están desgajados de la realidad, participan de un espíritu de barriada y el misterio solo lo es desde su mirada limpia. El niño al que le tren a casa el ordenador que han comprado sus padres para las tareas escolares, la magia del desván en casa de los abuelos, la búsqueda de tesoros, el patio del colegio al que llaman la minipedia y que gesta un Club Secreto, todo está explicado con un trazo sonriente y coloquial hasta que en los últimos párrafos asalta algo que los escapa a su comprensión, que distorsiona su realidad. El lector sí que interpreta el final, y se duele ante esta mancilla que empaña el ideal.
Decía Holderlin que donde hay niños hay siempre una edad de oro, estos son cuentos, pues, de la edad de oro, aún no devorada por el monstruo terrible de la vida.
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Anterior entrega de libros: “40 mods de les nostres terres”, de Robert Abella.