«Quizás un punto menos puñetero que sus compañeros de andanzas Guillermo o Nicolás, pero irreverente, lúcido e ingenioso»
Geoffrey Willans
«¡Abajo el colejio!»
IMPEDIMENTE
Texto: CÉSAR PRIETO.
Los escolares de los años setenta podían establecer una mínima catarsis al leer las andanzas de “El pequeño Nicolás” o de Guillermo Brown; también andaban por ahí los manuales de los Jóvenes Castores; les faltó a los editores traducir una obra intermedia que era un volumen de culto en el Reino Unido, un canto al gamberrismo ilustrado en el que Nigel Molesworth, un alumno del internado San Custodio, revela desde el más infantil anarquismo los usos extravagantes de su colegio. Tan bellamente ilustrado como las obras que he citado –sí, al fin y al cabo la de Disney también–, sus dibujos son bastante más hirientes, para que se hagan una idea: tipos que podrían pasar perfectamente por nuestros monigotes de “La Codorniz”.
Geoffrey Willans, al fin y al cabo maestro de escuela, sabe recrear en esta obra la deficiente ortografía y la jerga infantil de un niño ni malcarado ni antipático, descreído y despistado con dosis de humor en las que todo parece muy inglés. En el fondo es un manual doctrinario, y su doctrina es la de un sano enfoque destructor que se resuelve en una guía sobre directores, catálogos de profesores, guías turísticas de los colegios ingleses y un hilarante capítulo que expone los tipos de comida del colegio. Quizás un punto menos puñetero que sus compañeros de andanzas Guillermo o Nicolás, pero irreverente, lúcido e ingenioso.
Nigel comenta pocas aventuras con sus condiscípulos, pero marca muy claramente sus filias y fobias. Su mejor amigo es Peason, por eso ambos siempre están sacudiendose; en cambio odia especialmente a Fotherington-Tomas por niñata y blandengue y a su Molesworth-2, su hermano, por zampón y llorica. De las escasas aventuras, las más relatan la forma de poner nerviosos a los padres; por ejemplo, cambiando el texto de la «Cenicienta» en la función de fin de curso o desesperándolos cuando se proponen leerle “El príncipe feliz” antes de llevarle a dormir.
El libro, misceláneo, concluye con una surrealista aventura en la que las ciruelas del comedor se hacen las dueñas de todo. En todo caso no deja de ser un tipo de enseñanza, la que refleja, definitivamente extinguida, con sus latines y sus discursos solemnes, sus reglas estrictas y sus profesores en el pub; afortunadamente las cosas ya no son así, claro, claro que no…
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Anterior entrega de libros: «Viva el pop», de Jesús Ordovás.