FONDO DE CATÁLOGO
«La amistad y el amor, el paso del tiempo y la muerte: los grandes temas de los textos de Brel reaparecen en Les Marquises»
Después de casi diez años de silencio discográfico, Jacques Brel retornó a la palestra en 1977 con el que a la postre sería su último álbum, Les Marquises, en el cual su chanson vehemente y plena de lirismo cala más hondo que nunca. Lo recupera Javier de Diego Romero.
Jacques Brel
Les Marquises
BARCLAY, 1977
Texto: JAVIER DE DIEGO ROMERO.
Primavera de 1977. Bajo un calor húmedo y sofocante, Jacques Brel vuelve a su casa en Atuona, el único pueblo propiamente dicho de la isla de Hiva Oa, la segunda en importancia —la primera es Nuku Hiva— del archipiélago de las Marquesas, situado en el extremo norte de la Polinesia francesa. Regresa de Tahití, adonde ha trasladado a bordo de su avión bimotor a un par de conocidos, y se siente muy cansado, le cuesta respirar. Decaído e inquieto, busca refugio en la música. Hiriendo delicadamente las teclas de su órgano electrónico, bosqueja una de las melodías que ha compuesto en los últimos tiempos. Pero las palabras que le vienen a la cabeza, que le asaltan, son de una canción que escribió muchos años atrás: «La muerte me espera entre las lilas / que un sepulturero lanzará sobre mí» (“La mort”, 1959). Con el quebranto en el rostro, deja de tocar.
«Nos hizo falta mucho talento / para ser viejos sin ser adultos», canta Brel en “La chanson des vieux amants”. Retener el entusiasmo de la juventud, la curiosidad y la capacidad de asombro, fue una auténtica obsesión para el bruselense, a la que hay que remitir para explicar su retirada del mundo de la música a finales de los sesenta, de los escenarios en 1967 —después de una actuación en un cine de Roubaix, en el Norte de Francia— y de los estudios de grabación el año siguiente —tras registrar J’arrive y el musical L’Homme de la Manche—: juzgaba que había alcanzado la cúspide de sus facultades como autor e intérprete de canciones y, desmotivado, temía sucumbir a la rutina, no quería terminar, como escribe Luis García Gil en el imprescindible Jacques Brel: una canción desesperada, «entregando de tiempo en tiempo discos guiados por el cansancio»; necesitaba explorar, descubrir, adentrarse en territorios novedosos que le permitiesen seguir creciendo.
Comenzó por el cine. Entre 1967 y 1973 actuó nada menos que en diez películas y, más aún, dirigió dos de ellas, Franz (1972) y Le Far West (1973); el fracaso de esta última, vapuleada por la crítica especializada e ignorada por el gran público, le decepcionaría profundamente y le llevaría a poner término a una trayectoria cinematográfica que, aunque no exenta de interés, dista mucho de la brillantez del Brel cantautor. Alejado de los focos, su siguiente paso fue entregarse a la navegación, una de sus grandes pasiones. Compró un barco y, en el verano de 1974, después de obtener el título de capitán, emprendió una travesía alrededor del mundo junto con su compañera, la actriz y bailarina guadalupeña Maddly Bamy, y su hija France. No llegaría a completarla: las islas Marquesas, a las que arribaron a últimos de 1975 para hacer escala, le sedujeron tanto que decidió instalarse en ellas. En concreto en Atuona, descrito por Vargas Llosa como un «pequeño asentamiento humano medio devorado por la naturaleza que parece haberse desgajado del tiempo y los trajines del mundo moderno». El lugar idóneo para Brel: padecía cáncer de pulmón y temía enormemente el acoso de periodistas, paparazis y curiosos varios.
El deseo de escribir
Fue en las Marquesas donde Brel recuperó el gusto por escribir canciones, hasta el punto de plantearse la posibilidad de lanzar un nuevo disco, tras tantos años de obstinado silencio. Después de sopesarlo mucho, se puso manos a la obra: en septiembre de 1977 se reunió con sus fieles Gérard Jouannest (piano) y François Rauber (arreglos y dirección de la orquesta) en los estudios del sello Barclay en la avenida Hoche, en París, donde, con el también habitual Gerhardt Lehner al mando del sonido, darían forma a los doce temas que integran Brel, más conocido como Les Marquises, el título del corte que lo cierra. Salvo raras excepciones, lo grabaron a la antigua usanza, en directo y para cada canción, como máximo, dos o tres tomas. Y a un ritmo pausado, de no más de un par de temas por sesión: el único que podía seguir Brel, sin medio pulmón y con el segundo radiado. El elepé se publicó en noviembre, a tiempo para la campaña de Navidad, y cosecharía un éxito colosal.
Temas universales
La amistad y el amor, el paso del tiempo y la muerte: los grandes temas de los textos de Brel reaparecen en Les Marquises, pero, a la luz de la delicadísima situación que atravesaba el cantante, conmueven singularmente. “Orly” bien puede ser su canción de amor más bella y desoladora, y esto, hablando del creador de “Ne me quitte pas”, es decir muchísimo. La despedida de una pareja en el aeropuerto parisino de Orly, dos amantes soldados en un abrazo desesperado, dos cuerpos que se estremecen ignorados por la multitud que los rodea, hasta que él huye bruscamente, dejándola a ella muda y envejecida, confrontada con la muerte; una escena lacerante realzada por un crescendo típicamente breliano, de los acordes tenues de una guitarra en lontananza al fragor de una orquesta sencillamente magnífica. «La vida no hace regalos», clama en el estribillo, y a uno se le encoge el corazón.
Pero más triste aún que la separación de la amada, más también que la devastación de las guerras, que el paso del tiempo y todo lo que marchita, que los sueños estragados, que la mentira y la hipocresía, más triste que todo eso es, en fin, el llanto de un amigo. Es lo que afirma Brel en “Voir un ami pleurer”, balada elegante y lánguida que conecta temáticamente cono “Jojo”: en ella, escoltado por dos guitarras acústicas —la primera, decorosa; la segunda, etérea—, recuerda a su amigo del alma Georges «Jojo» Pasquier, fallecido poco tiempo antes.
«Jojo, / ya no vuelvo a ningún sitio, / me visto de nuestros sueños / huérfano hasta los labios, / pero feliz de saber / que vengo ya a ti», entona Brel en la última estrofa de “Jojo”. A la proximidad de su propia muerte remiten varias de las letras de Les Marquises, entre ellas la de “La ville s’endormait”. Un tema inspirado en la novela de Dino Buzzati El desierto de los tártaros, en el cual un caballero fatigado y abatido, trasunto literario del cantante belga, llega a una ciudad espectral a la caída de la tarde, puesta de sol que evoca, por supuesto, el crepúsculo de la vida; opresivas e insistentes, las cuerdas de Rauber revelan que el final que se cierne sobre el viajero se le hace obsesivamente presente. En la trepidante y frondosamente orquestada “Vieillir”, escuchamos: «Morir frente al cáncer / por decreto del destino». Pero morir siempre es preferible a envejecer, al deterioro físico y, sobre todo, a esa vida apática y desencantada que tanto le espantaba. La muerte no le arredraba y, por tanto, no le hacía flaquear en su ateísmo, como queda de manifiesto en “Le bon Dieu”, un vals reposado poco reseñable musicalmente.
Canción comprometida
A diferencia de los temas anteriores, “Jaurès” supuso una gran novedad en la lírica de Brel: nunca antes se había adentrado en la canción comprometida. Con un sobrio acordeón como único acompañamiento, rinde homenaje a Jean Jaurès, líder socialista y el político francés que más esfuerzos hizo para evitar la Primera Guerra Mundial; pocos días antes del estallido de la contienda, murió tiroteado por un patriota enardecido. El tema traza un retrato compasivo, francamente hermoso, de los obreros de principios del siglo pasado: «Estaban desgastados a los quince años […]. / ¿Qué vida tuvieron nuestros abuelos, / entre la absenta y las misas mayores? / Eran viejos antes de ser. / Quince horas al día […] / deja en el rostro un tinte de ceniza. […] // Si por desgracia sobrevivían, / era para ir a la guerra / […] y morían a pleno miedo». Y si en lo literario “Jaurès” es la rara avis del disco, en lo musical la canción que arqueó más cejas fue “Les F…”. Y es que en esta adaptación del tema de João Donato “The frog” Brel se sitúa en coordenadas funk, completamente extrañas a su universo sonoro. Un instrumental al que el chansonnier puso letra, en la que se despacha a gusto con los nacionalistas flamencos, fustigándolos por su intolerancia lingüística —ellos no perdían ocasión de criticarle por cantar en francés: estamos ante un arreglo de cuentas— y recordándoles su pasado nazi.
Así como en “Les F…” Brel se muestra más agresivo con los nacionalistas que en la canción que les había dedicado veinte años antes, “Les Flamandes”, así la sátira de la mujer arribista, sin escrúpulos, de “Les remparts de Varsovie” es más ácida que las de sus antecesoras “Grand-mère” y “Le cheval”: sabedor de que la muerte le ronda, le grand Jacques canta a calzón quitado. Letras como la de “Les remparts de Varsovie”, o también la fábula de “Le lion”, otro de los cortes del álbum, le valieron acusaciones de misoginia, que no se compadecen con, por poner un solo ejemplo, las palabras tiernas y empáticas con las que dibuja a la protagonista de “Orly”. Musicalmente, “Les remparts de Varsovie” es una de las cumbres del disco: vibrante, contagiosa e irresistiblemente teatral —escuchen cómo remeda el acento ruso de la madame: hilarante—. Nada que ver con la anodina “Le lion”; bien podría haber sido sustituida por alguno de los descartes que vieron la luz a comienzos de este siglo, como la espléndida “La cathédrale”. Ridículo pero entrañable, el personaje de “Knokke-le-Zoute tango” es un perdedor incapaz de seducir a una mujer; una vez más, Brel acude al tango para musicar una sátira social, como ya hiciera en “Rosa”, “Au suivant” o “Le tango funèbre”.
Paisajes y cuerdas brumosas
Les Marquises concluye con el primoroso tema titular, en el que el Brel paisajista, que ya había deslumbrado cantando a su Bélgica natal en “Le plat pays”, reúne con sutiles pinceladas impresionistas los colores y sonidos de su última morada. Lo hace envuelto en cuerdas brumosas que sugieren un lugar de ensueño, impregnado de hechizo. De los surcos emana una quietud trascendente, la de quien contempla la muerte recogido, desde parajes en los que, al apenas cambiar el clima, el tiempo parece haberse detenido. Cuatro minutos de porcelana tras los cuales, en fin, las Marquesas se funden en negro.
Jacques Brel falleció en octubre de 1978, a los cuarenta y nueve años de edad. Mientras se ocultaba de los paparazi que le perseguían en un aeropuerto, se enfrió y contrajo una bronquitis que, a su vez, desembocaría en una embolia pulmonar, causa directa de su muerte: qué final tan infausto para quien tanto empeño había puesto en impedir la intromisión de los medios de comunicación en su vida privada. No pudo morir “de incógnito”, como canta en “Vieillir”; o como lo haría, casi cuatro decenios después, uno de sus más ilustres admiradores: David Bowie. Quien, por lo demás, también se despidió con un álbum testamentario soberbio y profundamente emocionante, Blackstar (2016), un trabajo a la altura de las mejores páginas de su catálogo. En el caso de Brel podemos hablar, incluso, de su mayor obra maestra. Muerte con dignidad.
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Anterior entrega de Fondo de catálogo: Cabeza de león (2011), de Jero Romero.